Esquinas del Arte
El amor siempre será la base de todo
Texto y fotografía: Elizabeth Carrato¹
Formé mi profesión e interés en el arte en distintas instituciones. Comencé realizando un taller de dibujo y pintura particular, luego estudié formalmente Dibujo y Pintura en la UTU Escuela Dr. Pedro Figari. Resolví mi profesión en el IPA, con el profesorado de Comunicación Visual y Dibujo, luego amplié un poco más el Dibujo Técnico en la UTU Instituto de Enseñanza de la Construcción (IEC).
Continué con mi formación en el estudio de la imagen y en el 2017 entré al Foto Club Uruguayo para hacer el Básico, y seguí luego con distintos talleres. Motivada por los docentes, he ido dedicándome a la investigación del autorretrato y ampliando el lenguaje que me permita contar historias propias. A este recorrido incorporé la formación en el audiovisual en la Escuela de Cinemateca del Uruguay, el Diplomado de Dirección de Fotografía.
Esta es la reseña de mi currículum artístico. Pero cuando intento recorrer el camino hacia atrás para encontrar el comienzo de este interés, buscarle la explicación a toda una vida dedicada al área del arte, la razón por la que estoy formándome insistentemente en ello, encuentro que ya desde muy niña me encantaba el acto de enseñar y dibujar. Mis hermanas y primas, todas más chicas que yo, eran las que me hacían el aguante y me regalaban unos minutos de la tarde para jugar a las maestras. Allí les proponía hacer dibujos de lo que quisieran, la idea era pintar todas juntas y, para tener unos minutos más de su entusiasmo, les decía que al terminar se los venderíamos a nuestra familia, madres, padres y abuelos, e íbamos en el momento justo en que estaban todos de sobremesa con el café. Con las moneditas recaudadas comprábamos caramelos y pasábamos al siguiente juego que era armar tiendas entre los árboles gomero que tenían los abuelos en el patio.
No tuve referencias de artistas, pero sí de artesano. Mi padre era zapatero y trabajaba en forma particular desde casa. Nací, crecí y aprendí a hacer zapatos de todo tipo. A pensarlos, planificarlos en papel, tomar medidas y construirlos. Hacíamos con mis hermanas los deberes entre clavos, cueros y el fuerte olor al cemento. Esos momentos de la niñez y los encuentros de familia acunaron mis sueños y fueron fortaleciendo todas mis ocurrencias.
Tuve un pasaje por el estudio de la filosofía, pero siempre en paralelo estudiaba y practicaba el dibujo. Llegó la hora de decidirse, porque no podía sostener ambas carreras. Y fue allí entonces que elegí, ya teniendo una base en esa área, mi profesión como profesora en Comunicación Visual y Dibujo. Luego de años de ir preparando cada programa para el nivel que me tocara dar clase, me fui dando cuenta de que hay cierto abandono a lo laboral, preparando para otros, pero nada para mí. Dar solamente clases no me estaba satisfaciendo del todo. Y me gustaba mucho uno de los temas que era analizar con los alumnos las imágenes gráficas sobre publicidad.
Así comienza mi recorrido por el diseño gráfico en algún taller, hasta que llego al Foto Club Uruguayo para poder entender un poco más cómo se logran esas imágenes, que hoy entiendo que son de producto. Pero una vez que entré allí descubrí un mundo mucho más gigante de lo que yo tenía en mente. Fue como ir por una respuesta y venirme con veinte dudas. Entonces me di la oportunidad de cambiar algunas cosas en mi vida. Cambié algunas horas de docencia directa por indirecta, lo que me dejaba los fines de semana un poco más libres para dedicarme a esta nueva área, la fotografía. Como comenté anteriormente, cursé varios talleres en los que me he ido descubriendo en otros ámbitos que me llevaron de afuera hacia adentro. Es así que hoy por hoy me dedico al autorretrato, fundamentalmente.
Siempre tenemos cosas para contar, y a menudo se me llena la cabeza de imágenes que necesito fotografiar porque en ese momento me están murmurando algo que necesito visualizar materialmente. Mi casa es mi refugio y mi estudio. Allí, en soledad, voy transformando el espacio en otra cosa que ligue con la idea. Hay muchas cuestiones que discuto conmigo misma porque necesito, junto a otros, seguir el camino de vida. La comunicación y sus interferencias es un gran tema que sigue latente. Y de ahí me lleva al velo y el desvelo, la verdad oculta, ¿la vida que vivimos o que elegimos vivir?
Cuando entendí la fotografía y la comencé a usar en favor de mis propósitos sentí que podía pensar en algo más y seguir investigando otras maneras de plasmar las imágenes. Como todavía tengo ganas y energías decido entonces adentrarme en el mundo del audiovisual. Comienzo a estudiar en la Escuela de Cine del Uruguay, la escuela de Cinemateca. Un mundo más que descubro y del que no es posible salirse tampoco. Todo el trabajo semiótico de la imagen es muy interesante. Y hay tanto de sensibilidad como de pensar el porqué de cada escena o cada elemento. Además, se agrega algo diferente del tipo de fotografía que he elegido que es el trabajo en equipo. Pensar junto a otros una idea, un proyecto, la función que cada uno cumple en un rodaje hace que funcione bien en el tiempo o no. Yo me aboqué a la parte técnica de iluminación y cámara, porque quiero seguir creciendo en esa área, me interesa muchísimo la iluminación, el color y toda la atmósfera que puede generarse con esos elementos.
A partir de entonces, puedo decir que hace ya seis años le di un giro a mi vida y la voy llevando por un camino en el que me siento cómoda y, ahora sí, satisfecha. Tengo proyectos en mente, pero, como todo, preciso asentarlos y dedicarles el tiempo que se merecen. Me gusta mucho el documental y por ahí hay algunas ideas que tenemos con un grupo de amigos, pero lo vamos llevando al ritmo que podemos. Mientras tanto, voy tomando de cada cosa que aprendo lo que me sirve según el proyecto.
En la docencia, la fotografía y el cine he encontrado refugios de los que entro y salgo con facilidad, porque allí se encuentran personas que acobijan cada sueño compartido, cada instancia de emoción, de dolor y de alegría. Tengo a mi familia que me apoya y me sigue en todo lo que hago, pero he ido también construyendo con mis amigos y compañeros una familia que le da una respuesta al modo de vida que elijo.
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¹ Actualmente me desempeño en secundaria, pública y privada, como profesora de Comunicación Visual y Dibujo, y como adscripta, respectivamente. Dedico todas las mañanas y tardes al trabajo. En el turno nocturno, que comienza a las 18 horas, me dedico a estudiar y formarme en dos áreas artísticas que son la fotografía y el cine. En fotografía, realizo talleres de especialización, de análisis y construcción de imágenes. En cine estoy cursando el Diplomado en Dirección de Fotografía, que implica el planteo y manejo de la luz y la cámara en un rodaje. Con los compañeros del Foto Club Uruguayo me dedico a planificar ferias y encuentros con fotógrafos para seguir construyendo un modo de expresión.
Esquinas del Arte
El hogar es el lugar donde se escucha la música de uno mismo
Texto por Sergio De León¹
Fotografía Mariela Benítez
El hogar es el lugar adonde ir, adonde volver, adonde quedarse escondido.
Es un lugar fuerte y frágil como un huevo. Lo telúrico y lo espiritual. Es el lugar donde después de comer un puchero, soñar y bañarse en una ducha, es posible escuchar la música de uno mismo.
Es un abismo seguro, es un centro gravitacional de todos mis fragmentos psíquicos.
Tiene una antigüedad que excede mi tiempo y una profundidad ancestral que requiere de un espacio físico y su respectivo pago de alquiler.
Mi hogar es un nido al que llega el sol. Hay otros nidos alrededor, una vecindad de nidos.
El hogar puede ser también comunitario. El hogar comunitario es algo difícil, trabajoso, requiere de tiempo.
Durante la pandemia, tuve más tiempo y experimenté eso de que el hogar se puede extender, experimenté el ensanchamiento de un territorio de política afectiva hacia otro nido, el que tenía al lado. El nido de Nieves.
Nieves es mi vecina más vieja, en todo sentido. Acaba de cumplir 92 años y desde hace dieciocho vivimos pegados, balcón con balcón, en la Ciudad Vieja de Montevideo.
Creía conocerla. Durante el confinamiento del 2020 intensificamos nuestra relación tanto que se diluyeron los límites entre su hogar y el mío.
Desde nuestros balcones contiguos, Nieves y yo vemos entrar y salir los barcos del Puerto, vemos ponerse el sol detrás del Cerro.
Una madrugada de marzo de 2020, sin poder dormir, salí a mi balcón. Para mi sorpresa, Nieves estaba en el suyo, también, desvelada. Poco después, sabría que además estaba triste.
Estaba perdiendo el mundo de las imágenes, cada vez veía menos y desde hacía unos pocos y largos días estaba perdiendo también el mundo de la calle, el de las casas de sus amigas, el de las clases de pintura, el de las noches de cenas y vinos por ahí.
Debíamos estar encerrados, confinados, a propósito de un virus nuevo que acababa de llegar al mundo.
Me hablaba en un tono confesional, en voz baja, como para que los vecinos no escucharan. Estaba angustiada, tenía miedo.
Sentía que no ver y no poder salir era un doble encierro. Me preguntó si yo no sentía, también, esa sensación de final en el aire.
Me señaló el Cerro sin poder verlo, pero sabiendo que estaba.
Que le gustaba mucho el Cerro, me dijo.
Cuando ella tenía veinte y pocos años, se había enamorado de un italiano anarquista que la llevaba a ver el atardecer a la Fortaleza, y allá tomaban vino y comían duraznos.
El italiano un día tuvo que irse a trabajar a Brasil y le pidió que se fuera con él.
Me dijo que no había tenido el coraje de irse con aquel amor, esa era la única cosa de la que se arrepentía.
El tiempo se había suspendido en aquella penumbra, y todo lo que decía levantaba bellas e íntimas imágenes.
El hogar también es un paisaje. Compartir un paisaje en intimidad con Nieves ha sido una forma de extender el hogar hacia un barrio, no solo a nuestro barrio, la Ciudad Vieja, sino extenderlo mucho más allá, hasta nuestro horizonte: el Cerro de Montevideo.
No se trata solo del paisaje, sino de las historias de vida contenidas en él. Un hogar, el propio o el comunitario, está inevitablemente poblado de historias, poblado de lo vivido y sentido allí.
La pertenencia a la ciudad intensifica la idea de hogar, contrariamente a ese sentimiento tan incómodo para mí, que es el sentirme extranjero.
Ser un extranjero es estar lejos del hogar. El hogar siempre es un nido desde donde ver un paisaje y reconocerse en las historias contenidas en él.
El hogar es el mejor lugar para enfermarse, curarse, e incluso el mejor lugar para morir. Antes vivir.
Foto por: Virginia Mesías
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Esquinas del Arte
Hablar de nosotras nunca fue sencillo
Texto por Eiko Senda¹
Fotografía s/a
Hablar de nosotras nunca fue sencillo porque existen muchas formas de autoboicot psicológico y antiguas creencias de machismo cristalizadas en nuestra memoria que nos oprimen hasta hoy.
Estoy en Porto Alegre (Rio Grande do Sul, Brasil) luchando para proteger y dignificar los derechos de los y las cantantes y músicos y músicas de la clase musical erudita como una parte de la militancia que ejercito desde 2019. Nuestra clase es absolutamente individualista, existen muchos mitos sobre divismo exagerado —en parte real, por falta de comprensión de lo que representa la misión de quienes crean arte— que en cierta forma han construido una profunda grieta entre hermanos y hermanas cantantes.
La humanidad aún tiene esa zona primitiva en la parte cerebral inferior que impulsa determinados comportamientos. La competencia entre colegas, la monopolización de los empleos y de los contratos se ha vuelto una especie de premio para los y las cantantes. Como soy pedagoga y profesora de Arte y Ciencia, comencé a hablar con mis colegas que están abriendo los ojos hacia un cambio social dentro de nuestra tribu erudita para cambiar nuestra realidad. Hasta hoy, hemos logrado crear una asociación de cantantes ―que va a transformarse en una cooperativa de artistas en el futuro—. Desde la Companhia de Ópera de Rio Grande do Sul con la CNPJ (el registro de personas jurídicas de Brasil) se oficializaron once producciones después de la inauguración de nuestra compañía. Hemos conseguido contratos con el Teatro San Pedro en Porto Alegre, uno de los teatros más importantes del estado. En total, cuarenta cantantes están trabajando sin descanso desde que nuestra nave espacial despegó.
Nuestra profunda reflexión viene de la pandemia. Muchos y muchas perdieron sus trabajos, incluyéndome. Al no poder pagar los alquileres, se quedaron sin casa. Entraron en depresión, abandonaron sus oficios, cambiaron su rumbo profesional. Vivimos un momento de inquisición social y psicológica en el siglo XXI con nuestra piel y huesos.
Con mi excompañero —aún como compañeros de un ideal—, Federico Sanguinetti, abrimos nuestra casa para intentar crear otra manera de hacer música al aire libre. La idea era apoyar a artistas sin trabajo con rifas y comidas, entre otros, en Uruguay y acá en Porto Alegre. Sin embargo, el hambre y falta de recursos eran tan grandes como el universo, y a mí me hizo repensar literalmente hasta qué punto no somos nada como seres vivos e incluso profesionales. ¡Cuán difícil es la unidad en nuestra clase cantante erudita en Uruguay! ¡Cuánto desinterés existe! La motivación era solo dinero y más dinero.
Una profunda depresión nos desbordó, pero, como escribió Tolstói, para reencontrar la luz, necesitamos caer hasta el fondo del nuestro ser. Así que ese fue el inicio de nuestra militancia. ¿Por qué estoy hablando de eso? Porque la mayoría de las mujeres de nuestra clase son aquellas que aún tienen sus cabezas manipuladas por antiguas creencias. La meritocracia y la prostitución inconscientes les dan, hasta cierto punto, un placer macabro como la prostitución de las adolescentes, a las que callaron durante siglos y siglos. Ahora, finalmente, estamos metiendo manos a la obra en la liberación de las voces femeninas de nuestra clase. ¿Quién dijo que era fácil? Porque las mujeres podrán hablar mucho, pero no hablan cuando alguna cicatriz sin resecarse esta clavada en el alma, esas heridas las callan. Escapan de las responsabilidades que les exigen ser quienes son de verdad. Las cantantes no están educadas para hablar, están educadas para no sentir ni protestar contra la injusticia. Simplemente las acostumbraron a sobrevivir con esa violencia silenciosa y normalizada. ¿Cuántas mujeres tienen experiencias de abuso sexual en su trabajo, cuántas se callaron la boca porque reciben los mismos abusos en casa y los normalizan para no enloquecer? Aguantan todo por los hijos, que pasan hambre.
Ahora estamos ensayando «Sor Angélica», que forma parte de El Tríptico (junto con «Gianni Schicchi» e «Il Tabarro»), una única ópera de Puccini protagonizada solo por mujeres. En la pieza, las mujeres actúan hablando de la vida de claustro el convento, que simboliza una concreta muralla social masculina que encierra a las mujeres para que no hablen. La manipulación social con el cristianismo distorsionado ha manipulado lo divino en lo femenino durante siglos. Lo vemos en esta tragedia, «Sor Angélica», en la que se presenta a una madre soltera que es encerrada en el convento como castigo por haber concebido a su hijo fuera del matrimonio. Ella se suicida, al final, cuando recibe la noticia de su muerte, siete años después de haberlo visto por última vez.
Me acuerdo de las madres y las abuelas de la Plaza de Mayo. ¿Cuántas vivieron este terrorismo cruel y silencioso y sobrevivieron por amor a los hijos y nietos? ¿Cuántas continuaron luchando por un futuro social más justo?
Si continuamos con nuestra mirada centrada en nuestra individualidad, jamás transformaremos nuestra sociedad. Traer esta obra escandalosa a nuestra compañía no fue fácil, porque esta militancia aún se encuentra ante una pared que se erige ante la creencia de que las mujeres son menos válidas en muchos asuntos. Sin embargo, gracias a las compañeras y compañeros que, juntos, comprendieron la importancia de presentar esta ópera olvidada en la Latinoamérica, logramos definir el estreno para el 11 y 12 de marzo en el teatro San Pedro em Porto Alegre, Rio Grande do Sul. Es un trabajo absolutamente dirigido por mujeres: la dirección está a mi cargo; la preparación corporal la realiza Camila Bauer; Carlotta Albuquerque es la coreógrafa; Val Verba, la pianista; Karin Engel, la vestuarista; Liana Venturella se encarga de la producción; Luciana y Angela Diel e Isadora Aquino integran el conjunto de las cantantes, quince en total.
Para las cantantes, la profesión era como un hobby. Ahora estamos dando un paso chiquito, pero gigante para nosotras, todas las mujeres, con los contratos en sus manos antes de subir al escenario y con salarios dignificados. Todavía faltan muchas cosas para todas las artistas, pero sin entrar en acción, sin unirnos como clase trabajadora, nada cambia.
Es la hora de unirnos sin vergüenza, sin censura psicológica y sin creencias machistas. Agradezco a Roxana por haberme dado esta oportunidad de compartir nuestra militancia.
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¹ Es lírica soprano de gran trayectoria artística, ha desarrollado su carrera en Japón, Brasil, Argentina, y Uruguay, entre otros países. Está formada en pedagogía musical y canto lírico italiano. Ha participado de jurados de concursos internacionales de canto lírico y ha ganado reconocimientos como el Premio del Intercambio Cultural que entrega el Ministerio del Exterior de Japón.
Piensa para no desear
Texto por Mariana Lobo¹. Fotografía por Virginia Mesías
Camina de un lado a otro, inquieta. No está a gusto. Algo falta. Prende un cigarrillo. Se sienta. Fuma. Piensa. Recuerda los brazos de su amante, sus gruesas manos amadas. Llora un poco. Apaga el cigarrillo. Piensa:
El deseo es, entre todo lo que puede llegar a ser, una fuerza más o menos intensamente centrípeta. Implica, por eso mismo, la generación de un adentro. Un adentro envolvente e integrador. Se intenta integrar aquello que se desea. Venusinamente, como las flores, con colores y aromas que provocan que lo deseado acuda a ese espacio donde podrá ser integrado a quien lo desea. O marcianamente, yendo hacia el objeto del deseo con determinación, con fuerza, atraer lo deseado hacia ese espacio del vacío generado por el desear.
Se pasa la mano por el pelo, piensa en comer una fruta. Entonces piensa en un membrillo, la fruta que los griegos ofrendaban a Afrodita. Amarilla, pulposa. Con cinco semillas oscuras en forma de estrella en el centro. Quiere escribir sobre su amante: «Vez uno: en un taburete alto, los ojos de él por primera vez. Tiene unos ojitos que dejan como un agujerito entre el párpado de arriba y el de abajo, y forman un gesto de cowboy, pero de las praderas del sur.»
Intenta concentrarse. Recuerda todas las veces que se enojó cuando, al hablar de deseo, las gentes escuchaban «deseo sexual», o, con suerte, «deseo por comer». Piensa en el deseo como fuerza motora.
Venus, malherida por el patriarcado. Llevada, traída, vapuleada y bastardeada. Poderosa Afrodita, temida por su poder de desacatar, de hacer desobedecer, de dar fuerza para salir de la norma, del deber ser, de la obligación, del molde.
Va a buscar una manzana. En el camino recuerda la risa de él, su forma de echar la cabeza hacia atrás para reírse con muchas ganas y con todo el cuerpo. Mientras come la manzana, mientras escucha el ruido de la reducción de la carne dura y jugosa entre las fauces, porque está jugosa y dulce y ácida, y siente el doloroso y placentero pinchazo del ácido detrás de la mandíbula, bajo las orejas, Y piensa:
Afrodita será negada y olvidada y ante la necesidad será tergiversada y confundida porque, si las gentes la oyen, se arman de energía, de valor y de poder. Es mejor confundirles para que no la entiendan y así comprarán y serán más dóciles. Porque el deseo puede ser —y es— manipulado. Porque para desear de forma sana es necesario conocerse a sí. ¿Cuántos de nuestros deseos son verdaderamente nuestros? ¿Cuántas veces en su vida había deseado algo que ni bien había logrado tener en sus manos se había revelado como anodino, insípido, carente de la capacidad de satisfacerla?
Se levanta. No puede con el desasosiego del cuerpo. Camina un poco más. Va a buscar almendras y come. Piensa:
Los patrones inconscientes que heredamos de nuestros ancestros, tal como heredamos el color de ojos o propensión a enfermedades, que operan de forma subyacente, me separan de la capacidad de conectar con un deseo legítimo, porque tal vez estoy yendo detrás de mandatos, sucedáneos de deseos genuinos que habitan nuestro interior y que desconocemos, y a veces se mimetizan con el deseo del otro para encontrar una forma de ese deseo heredado que, amorfo y gelatinoso, necesita pegarse a otro deseo que sí tenga estructura palpable para hacerse real.
El teléfono celular parece adquirir seducción de persona desde el sillón donde está tirado, como si pudiera llamarla para convencerla de que lo usara para escribirle un mensaje al deseado. Ella se desconoce en ese estado de electricidad y a la vez piensa:
Cuántas veces el deseo se nos queda trabado en una identificación. De equis grupo de pertenencia con el cual nos identificamos tan plenamente que, quedando pegados a tal identificación, cedemos la singularidad de nuestro deseo a cambio de la satisfacción de la necesidad de pertenecer y de darle una estructura a la idea que tenemos de nosotros, tan recostada en esa identificación.
Quiere sentarse. Quiere estar calmada. Recuerda la paz que le provocaba la descarga del deseo de verlo, que ocurría apenas veía su risa haciéndole señas desde el auto indicando que ahí estaba esperándola. Esa descarga era tan intensa que alguna vez le había fallado un poco una u otra rodilla, en una maravillosa sensación de flojedad provocada por el alivio. Tan distinta al cansancio que le provoca este vaivén, estos nervios, esta actividad mental extraña e improductiva.
También hay varios tipos de deseo. Alguno más superficial, que se agota en sí mismo, en la obtención del objeto deseado. Y que obliga a buscar el próximo, so pena de un vacío existencial yermo. Y algún otro, mucho más misterioso y profundo, casi como si estuviera más en contacto con el alma, cuya satisfacción provoca estados que se abren en círculos concéntricos hacia adentro, como pétalos de flor de loto, llevándonos más y más hacia lo profundo de quienes somos, y nos despliegan interiormente en un movimiento dialéctico hacia adentro y hacia afuera de forma tal que vamos revelándonos cada vez más nosotros mismos, cada vez más conocidos por nosotros mismos, cada vez más enteros y crecidos, alimentados por la satisfacción de ese deseo que se vuelve un faro para desarrollar nuestro potencial.
Y, mientras esto piensa, es tanto el cansancio que le cuesta mantener abiertos los ojos, y ya no quiere ni puede pensar. Solo siente su cuerpo agotado deseando el sueño. Deseo tan básico, tan básico y biológico, cuyo poder organizador abruma, estructura y, por un rato, salva.
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¹ Soy actriz, locutora, inquieta. Escribo y dibujo. Soy una persona enfocada en las dimensiones en la existencia (que son muchas más que las que consideramos); en la organización en ciclos dentro de ciclos del tiempo; en cómo las metáforas y la poesía inervan toda la existencia —hasta en lo más pequeño (y que, al leerla y vivirla en esos términos, la vida se vuelve muy bella no solo cuando va bien, sino aun en la adversidad)—; también averiguo acerca de las infinitas tecnologías para revelar nuestro poder personal y, por lo tanto, la capacidad de promover transformaciones en la propia vida y en el entorno. Esta soy hoy.
Bemoles
Texto por Lucía Mesa. Fotografía por Virginia Mesías
Soy fiel creyente de que cuando realmente te apasiona lo que hacés, no hay dolor que te detenga. Creo que cuando la música llegue a ser para mí un peso, va a ser el momento de buscar otra cosa que hacer. Pero, como todo, tiene sus bemoles —como suelen decir, y va justo para la ocasión—.
Quizá lo que más nos juega en contra son los otros. Escuché más veces de las que me gustaría que el músico no trabaja porque disfruta lo que hace, como si el trabajo se midiera en función del sufrimiento. Son incontables también los «¡Ah! ¿Y además qué vas a estudiar?», cuando decimos que queremos dedicarnos a la música. Obvio, viene de quienes solo ven el coro, que «qué precioso suena», o a la piba que se sienta a tocar un Bach, un Schumann, que «¿viste qué divina?, ella toca desde chiquita». Está trillada la imagen del iceberg, pero es, a la vez, tan representativa.
De chica ansiaba cumplir los ocho para poder entrar a la escuela de música. Cuando tuve la oportunidad, empecé a estudiar y, más tarde, audicioné para el coro; después, una beca en danza; por un par de meses, también ópera. No imagino el tetris de horarios al que debían jugar mis padres para que yo llegara en hora a todo lo que se me ocurría hacer (porque, además, protestaba para llegar siempre temprano).
Tomarse con seriedad la música aún siendo niña implicó dejar ciertas cosas un poco de lado. A veces, cuando mis amigas se iban a jugar a la salida de la escuela, yo me iba a ensayar. Eran impensables también las piyamadas entre semana porque al otro día había escuela de música temprano. Ni que hablar de esa contradicción entre tener que descansar para rendir vocalmente, pero no dormir porque, en tiempos de conciertos, la noche es el único momento para encarar el estudio.
En la música, todo son procesos, y qué frustrantes pueden tornarse cuando acostumbramos tener todo al instante. Aún recuerdo la desesperación de cuando no dominaba la clave de fa, o cuando coordinar las obras a cuatro manos era una misión casi imposible. También en el canto, cuando llega la muda vocal y, de repente, tu propia voz te es ajena y las sensaciones que te servían ya no lo hacen. Porque, además, el canto es eso: un instrumento invisible; un conjunto de imágenes y sensaciones que, con ayuda o no, le toca crear a cada uno. Vivimos intentando luchar tercamente contra procesos que no admiten prisas.
El estudio también es frustrante. No la idea de estudiar en sí, sino dónde hacerlo. Yo tuve suerte: en diez años de estudio, la mayoría no tuve que pagarlo; pero creo que en Uruguay aún se le da poco lugar a la música. En tiempos de recortes, es lo primero en temblar. En Montevideo solo había dos escuelas de música de primaria; en los otros departamentos, menos aún. ¿Cómo hace un niño que vive lejos de las dos escuelas para asistir si no hay un adulto responsable que pueda llevarlo? Y, aunque pueda hacerlo, ¿qué hace al egresar?
Terminé la escuela de música decidida a continuar con mis estudios. El único lugar gratuito —porque los pagos suelen no ser accesibles— exigía prueba de admisión y solo tenía dos cupos para piano. Quedé afuera y, conmigo, todos los que se habían presentado; todos menos dos. Yo encontré otras posibilidades, pero ¿qué pasa con los que esa era su única chance?
Más adelante pasa lo mismo: para estudiar música a nivel terciario hay que dar prueba de admisión. El que quiere estudiar medicina, comunicación, derecho, entra solo con el bachillerato correspondiente terminado, pero a nosotros nos piden una base de conocimientos que no son desarrollados en niveles anteriores. Entonces, el que no puede pagar clases para pasar la prueba, que busque otra cosa que hacer. ¿Qué tanto hablamos de inclusión, si ingresar a una carrera pública termina siendo un privilegio?
Creo que la frustración es parte del proceso, y es reflejo del compromiso con lo que hacemos. Es ahí donde se genera esa magia que solo sucede en el escenario, de escucharnos y pensar: «¡Mirá lo que logramos!», que ojalá todos pudieran experimentar.
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MuertaViva
Texto por Barbara Meireles. Fotografía por Virginia Mesías
Pálida me mira, me habla y me invita. Entre lo bello y lo horrible hay solo un paso. Balbucea que este es el reino de los muertos, y sonríe. Le ofrezco mis vestidos, le digo que está viva… Y me cree.
A la hora de pensarnos, las ideas en relación a la belleza son aquellas que, en general, asociamos con sentimientos que perturban, más que con sentimientos de gozo. Porque el hecho de gustar y gustarse siempre ha estado en alianza con mandatos puros y duros y en función a la bajada de línea del momento. Seamos realistas, jamás el mundo pensó en hacernos las cosas fáciles.
Ser bella es una tarea de titanas, en donde nos toca el ayuno, el tiro bajo, la panza chata, las canas ni loca, y las curvas…. pero no tanto, porque curvilínea sí, pero muy curvilínea no, porque sexy sí, pero tanto no, porque flaca sí, pero muy flaca mejor, pero jamás vieja, pero vieja jamás.
En ese contexto, sublevada y craneando alternativas, surge MuertaViva. Recuerdo cavilar si era posible, generar un espacio de disfrute, en relación a nuestra cuerpa y nuestra propia versión de lo que es ser o no ser bella.
Nunca comulgué con esa lindura tan obvia, mejor dicho, esa hegemonía, siempre me pareció perturbadoramente tediosa y estaba segura de que ser rebelde, provocadora o premeditar la diferencia, son formas de la hermosura poco cotizadas y que, a mi criterio, debíamos defender del déspota señor Moda.
Ese ideal que nos imponen es soso, tibio, frágil, aburrido, nos coloca en un lugar poco activo, donde solo estamos invitadas a contonearnos por una pasarela invisible, una pasarela de la sumisión, donde el uniforme es ley, y se acepta entregar el alma sin chistar, a cambio de una supuesta aceptación y pertenencia en masa.
Quizá por eso me obsesiona enunciar el ser como premisa a la hora de pensarnos, porque nos ubica en un lugar activo, de constante conflicto, donde muchas veces lucha como me veo y quien realmente soy, lo aprendido y lo que construyo, y como edificar mis fortalezas, aún con cimientos de aparentes debilidades. Desde la estética proponer expresarnos, no repetirnos sin cuestionar y que convertirnos en nuestras propias aliadas no parezca imposible.
Sin dudarlo surge: VestiteComoSos y así, poner en palabras lo fácil que puede ser, si me conozco. Mirarnos, y toparnos con nuestra belleza, esa que surge espontáneamente o mejor, la que nos ocupamos de construir. Verla, sentirla, mostrarla y que arda lo que tenga que arder. Y así, sin más, avanzar.
Desde allá hasta acá, he visto pasar por mis probadores todas las tallas, todas las edades y formas de percibirse, he visto transformaciones que traspasan lo estético, hemos charlado y debatido entre vestido y vestido. Hemos pensado entre todas y he pensado mucho sola. Hemos celebrado y tomado conciencia. Desde allá hasta acá, corté abrigos y cosimos muchos dolores. Pero sobre todo, con algunas certezas y sin pausa, damos batalla. MuertaViva es nuestra trinchera.
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El Club de los Rebeldes
Texto por Sebastián Rivero
Foto por: Virginia Mesías
Son las tres de la tarde y en un edificio del centro de Montevideo se junta a afilar sus plumas El Club de los Rebeldes, un taller de escritura creativa para personas mayores. Personajes de saco y labios pintados de rojo toman asiento, desenfundan sus cuadernos y se ponen a escribir. La consigna es sencilla, descifrar el acertijo literario que el azar les tendió sobre la mesa. Cada rebelde busca la rima, desordena las palabras, tacha, revuelve, se sumerge en su historia personal para descubrir una pieza de la gran historia colectiva del Uruguay. La belleza brota.
El Club es un espacio de libertad, de verso retobado, rebelde, recién parido. Un lugar donde lo único que hay que hacer es imaginar. Hay quienes escriben por primera vez en setenta años y hay quienes ya publicaron varios libros; quienes vienen para despabilar las ideas y quienes vienen porque la calle es su casa y en invierno está fría. La pulsión de escribir los coloca a todos en el mismo punto de partida: escuchar el disparador creativo que aporta el docente para hacerlo crecer con su propio estilo. La importancia de tener un proyecto a esta altura de la vida es un acto imprescindible, humano. Encontrar la pasión y la valentía para compartir sus experiencias y fantasías, permitirse jugar a ser el suicida, la asesina, el joven que se enamora, la mujer que recorre el mundo, el niño que pilota el avión, las mujeres y los hombres que abrazan la vida.
El Club de los Rebeldes abre una vez a la semana, es gratuito y tiene capacidad para veinticinco personas. Es, fundamentalmente, un espacio de expresión por la palabra y contempla en primera instancia la lectura, la musicalidad y la expresión escrita. El principal objetivo es brindar un espacio de contención y abrir caminos de exploración a nuevas formas de escribir y leer. Desde este lugar nos vinculamos como lectoras y lectores con los textos, sus autoras, autores y el entorno. La lectura y el juego son el sostén de esta experiencia que toma la palabra como arcilla fundamental. La audiencia segura de cada martes está conformada por personas de sesenta a noventa años, que suben hasta el tercer piso para emocionarse, para describir una época que ya no es.
Nery, integrante del Club dice: «Es un lugar donde reinan el respeto, la unión y la comprensión. Todos aportamos algo. Todos somos creadores y la imaginación nos hace hacedores de cuentos y de poesía. Me siento libre y espontánea compartiendo lo que escribo». Rosa cuenta que viene al taller porque le gusta mucho la literatura, su propósito es aprender a desarrollar lo que siente y expresarlo de forma escrita. Dante reflexiona sobre la importancia de estar activo a esta edad; tener lugares donde confrontar, charlar y expresarse es de vital importancia. Alicia dice: «Llegué al taller por recomendación y me quedé por elección. El espacio me brinda lo que estaba buscando y necesitando: juntarme con personas de mi edad en un entorno ameno».
Myriam lo ve como «una experiencia sanadora donde volcamos nuestras vivencias e historias personales. Un encuentro donde reinan la tolerancia y la alegría. Nos reímos mucho, porque también tenemos sentido del humor y ganas de vivir con plenitud». Alfredo, en su libro Las delicias de la sanación, dice, «¡Qué lástima! no tenía el papel en la mano y el verso que anima fatal, voló en vano. Quedó como un presagio mutilada la azul armonía, sin el canto ni el adagio de ese son que estremecía. Apenas rescato la memoria de su esencia mutilada casi al fin de mi historia cuando ya no soy nada».
Juntarse es un acto de rebeldía para tocar la palabra y para que el lenguaje no se adormezca. Lo desafiante en el taller es lograr tender puentes, es asumir el riesgo que implica escribir, todo el tiempo se producen vaivenes que sacuden la supuesta tranquilidad. Es casi la hora del rezo, el sol se esconde por el tragaluz y los personajes bajan la escalera. La próxima semana tendremos motivos para juntarnos y agradecerle al santo de la estampita.
Foto por: Virginia Mesías
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Soñar con abrojos
Texto por Florencia Martínez Aysa
Foto por: Virginia Mesías
Mi experiencia como mujer y artista joven en el medio es como un partido de truco. Hay que jugar, lleva tiempo, es un juego estratégico. Todos los partidos son diferentes, depende de las cartas que tengas en mano y de la muestra. Ojo el orden en que jugás y atenta a las vivezas criollas, porque la mentira vale.
Dicen que cuando estás empezando es cuando más ligás. La verdad, no lo sé, por lo que he visto, la experiencia es crucial, pero, si la suerte está de tu lado y alguien te explica cómo intercalar las cartas, podés dar vuelta el partido. Me ha tocado perder faltando el último tanto y ganar estando en malas. Vas tanteando de a poco, la primera vuelta son tantos feos y cuando entrás son buenos. Podés jugar mano a mano y también en grupo.
Es un juego artificioso, creativo, de terminología folclórica de principio a fin, en donde los cálculos, la memoria, la liga, señas estratégicas y el humor se unen. Aprendí de muy chica a cantar flor, envidar, y hasta gritar «¡retruco!» con poco y nada. Si se complica un partido, acomodás el cuerpo y la voz. Me gusta la parte en la que hacés parecer una cosa, pero es otra. Y sigo sin entender por qué la sota y el caballo valen 27, pero si están sobre la mesa el caballo mata. Te pasan cosas.
Una vez llegué a jugar casi todas las rondas en un campeonato, hasta la final. Me dijeron que estaba ahí por la suerte de chambona y no me dejaron jugar el último partido. La realidad es que lo vi desde afuera por ser mujer, esa mano la perdí. Tenía 14 años, me puse como un abrojo. Pero ese partido no lo di por terminado, todavía lo estoy jugando.
Hoy, ser mujer es un orgullo para mí, porque implica la lucha contra los roles de género encorsetados, impuestos desde una perspectiva autoritaria, sin libertad ni matices. Ser mujer es poder decir quién soy hoy realmente, y soy como un abrojo, sobreviviente, espinoso, salvaje. Por no encajar inicialmente con el estereotipo dominante, me acostumbré a reflexionar: «¿Soy mujer? ¿Por qué mujer? ¿Qué significa para mí ser mujer? ¿Por qué me siento una mujer abrojo?».
La obra ocupa, de alguna forma, el lugar de las respuestas. Físicamente: «¿Por qué mi cuerpo?». A lo que respondo: «¿Por qué no?». Es inevitable, de alguna manera. Tengo 27 años y conscientemente hace unos siete u ocho años que transito este camino como mujer y artista.
Hasta mis 18 viví en Florida, allí fui a talleres de dibujo desde temprana edad y tuve mi primera exposición colectiva a los 16, en la Casa de la Cultura. A los 17 participé en la Bienal de Jóvenes Creadores de la Fundación Atchugarry y el último día se inauguró en paralelo la exposición «Sola» de Linda Kohen. Fue la primera muestra de una artista mujer que vi, me pase horas recorriendo y me volví con muchas preguntas y una sola certeza: quería ser artista. Luego tuve la oportunidad de venirme a Montevideo a estudiar. Tenía que prepararme, entendí que no iba a ser un partido fácil.
En el camino, empecé a soñar con abrojos, bien verdes, llenos de espinas, esos que se marchitan pero se fortalecen y, ya bien rígidos, se desprenden, caen y semillan. Vuelven a nacer con más fuerza, multiplicados, en un lugar y en otro, porque se mueven, se trasladan. ¡Expanden sus horizontes! ¡Se prenden! Son todos diferentes, bien particulares. Ser mujer es ser fuerte, valiente y creativa. Tan fuerte y resistente como un abrojo, con muchas puntas pinchudas, difíciles de digerir.
Mi primera inspiración fue mi madre, que es también una mujer abrojo, ya que a su manera encontró una forma de ser fiel a sí misma. Me preparó, prendida a mi esencia, e hizo que me salieran mis primeras espinas, y me ayudó a entender que para sobrevivir tenía que desarrollar estrategias adaptativas. Estoy llena de abrojos, cicatrices y recuerdos más allá del alambrado de lo esperable de una niña y una mujer, y los he mapeado, como el rastro de una que sigue su camino.
Me propongo apelar al uso instrumental del arte, a través de diversos lenguajes, como herramienta para elaborar nuestro presente siniestro, hacer visible y reflexionar sobre dimensiones de nuestra experiencia vital que, por su subjetividad e inmaterialidad, sin esta herramienta de representación y abstracción simbólica, no podríamos discutir.
Foto por: Virginia Mesías
Produzco imágenes en torno a preguntas que atraviesan mi existencia, y tienen como hilo conductor al cuerpo femenino y su interacción con el medio, el entorno y el territorio.
Me construyo todo el tiempo, ¿por qué estoy donde estoy?, ¿qué deseo? Deseo muchas cosas muy potentes y la experiencia estética es lo que me permite, emocionalmente, más o menos, atravesar esa búsqueda simbólica.
«¿Quién soy yo?», me pregunto, «¿cuál es mi trauma?», «¿por qué estoy obsesionada con los abrojos?» Son mi memoria en el territorio, y no solo mía. Por otro lado, estoy trabajando conceptualmente con ellos, encontrando en esta conjunción, una libertad expresiva que en años de trabajo con técnicas tradicionales no había logrado.
Foto por: Virginia Mesías
El abrojo es, para mí, un símbolo botánico, la máxima representación de la insubordinación e insumisión, ya que hay determinados mecanismos y comportamientos de esta planta que resultan realmente eficaces para la diseminación de estrategias de supervivencia y adaptación. Me apropio de ellos en entrecruces formales y simbólicos que se hacen presentes en mi obra visual.
En mi niñez, supe jugar con ellos y utilizarlos como armas poderosas. Como artista, la utilización de imaginarios visuales encontrados en el paisaje me ayuda a problematizar mis procesos de sanación y crecimiento al compartirlos. Cada narración es una espina, y juntas, hacen al territorio, y a mi cuerpo.
El abrojo como ícono que representa el proceso de adaptación al entorno hostil, conservando sus características vitales: ese es el truco. Adaptaciones para permanecer fiel a la propia naturaleza.
Como mujer, artista y docente, vuelvo a ser mujer mil veces, pero siempre abrojo. Una mujer sin miedo. Esa es la clave, para mí, de la libertad de la creación. Me dedico a inventar mi destino, y como este no es el final de la historia, me interrogo tanto como haga falta, porque, de alguna forma, yo lo modelo y lo escribo. Tengo varios horizontes; a medida que camino, surgen nuevos.
Florencia Martínez Aysa
27 años, Nacida en el departamento de Florida, 1994. Actualmente reside y trabaja en Montevideo, Uruguay.
Artista Visual y Docente. Trabaja en Educación Secundaria y en su propio taller, Montevideo. Es tallerista en MAVEA Museo de Artes Visuales Florida. Expone de forma individual y colectiva desde 2012. Actualmente realiza clínicas de arte con Cecilia Vignolo y asiste al estudio de arte contemporáneo a cargo de Gustavo Tabares.
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Poner en cuerpo
Texto por Juan Sebastián Peralta. Fotografía por Virginia Mesías
Por qué somos quienes somos? ¿A partir de qué fenómeno, elemento o concepto nos constituimos en el sujeto que somos, que creemos ser? Yo soy mis actos es algo que resuena a lo largo de la historia de la filosofía y también del teatro. Yo soy en cuanto actúo, y es esa obra la que me configura como el sujeto que soy.
Podemos estar de acuerdo con Shakespeare y sentir que no somos más que una sombra que pasa, un pobre actor que se pavonea y agita durante su hora en el escenario, y del cual después no se escucha nunca más nada. Ya que la vida no es más que un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa. Pero incluso ese cuento sin sentido se configura por medio de acciones y performances concretas. Acciones y performances que tienen para su protagonista tanto significado que incluso lo pueden llevar a la angustia, la depresión y el suicidio.
La configuración del sujeto como ente de sentido se realiza a través de la incorporación del mismo al campo semántico por medio de la acción. La acción es una puesta en cuerpo de ideas, de ahí que sea fundamental para el sujeto distinguir si las ideas que está poniendo en su cuerpo son propias o ajenas.
«Una mujer no es un varón», «mujer es madre; varón, padre», «tienen órganos diferentes», «ah profe, usted pregunta cosas raras», «mujer es mujer», esas fueron algunas de las respuestas de un grupo de quinto año artístico, a las preguntas: ¿qué es una mujer? ¿Qué es un varón? Otro estudiante entregó un dibujo, en él aparecía una figura estilizada —fosforito— con senos; en otro dibujo, un fosforito embarazado.
¿Qué hace que un varón sea un varón? ¿Y que una mujer lo sea? Nuestra cultura distribuye y asigna marcadores de género determinados a partir de los cuales se configura el campo semántico de lo femenino y de lo masculino. Barba, bigote, pantalones, en contraposición a maquillaje, pollera y tacos. Y la lista sigue, no solo con objetos y atributos, sino con posibilidades de acción esperadas. Masculinidad y feminidad son una construcción social, geográfica e históricamente situada. Construcción que se reproduce como una performance que ha borrado sus propios límites y que reconocemos como lo obvio, lo natural, lo dado.
La existencia de drag queens y drag kings trae a escena esta condición performática de la identidad. La identidad es una narrativa que puede ser reproducida, introyectada y sostenida en sí misma, sin relación con un sustrato esencial; una página en blanco que cada individuo garabatea, una autoescritura que se impone como presente, y que, muchas veces, por alejarse de la angustia que provoca su creación, se instaura como relato único. Pero no son más que, al decir de Hamlet, palabras, palabras, palabras. Las cuales hoy pueden ser unas y mañana, tal vez, otras.
Pero ¿cómo aparece algo de esto en aula? ¿Por medio de qué estrategias podemos pensar el papel del cuerpo, de la acción, de la configuración de las identidades dentro del proceso educativo? ¿De qué manera la crítica a las narrativas dominantes puede aparecer en el trabajo pedagógico-didáctico?
En mis cursos de sexto año artístico, trabajo —en general en el segundo semestre— Romeo y Julieta. Estudiantes que ya han transitado un año y medio de formación dentro de la orientación tienen herramientas suficientes para elegir escenas de la obra y proponer su escenificación. Ya sea en la escena del balcón, de la alcoba o del sepulcro surgen preguntas como: «¿Romeo tiene que ser varón?», lo pregunta una estudiante. «¿Puedo hacer de Julieta?», lo pregunta un varón, «¿podemos hacerla nosotras la escena?» y son dos estudiantes mujeres, y muchas más en el estilo. Esto nos permite trabajar a partir de una recepción crítica de los roles, y pensar colectivamente ¿por qué hacemos lo que hacemos? ¿Es necesario que Romeo sea un varón y Julieta una mujer?
Desde el trabajo en el aula, podemos realizar procesos de configuración de nuevas imágenes. También desde las artes escénicas debemos preguntarnos qué tipos de cuerpos reproducimos con nuestras prácticas. ¿Cuántas Julietas en silla de rueda han visto? ¿Cuántos Romeos sordos? ¿Por qué la nana siempre tiene que ser vieja y gorda? ¿Por qué Julieta no puede ser gorda? La idea de la belleza ligada a un cierto tipo de cuerpo atraviesa las prácticas escénicas y puede configurarse como una cárcel con consecuencias nefastas. Muchos de nuestros estudiantes sufren trastornos alimenticios, por ejemplo, trastornos de la autoimagen, ¿en qué medida los procesos de aprendizaje que coordinamos pueden contribuir en los procesos de salud de esas personas? ¿O solo las personas flacas pueden bailar? ¿O estar en escena es sinónimo de tener un tipo de cuerpo aceptado como posible? Nuestras prácticas surgen de nuestras ideas, nuestras ideas pueden cambiar nuestras prácticas.
Juan Sebastián Peralta
Profesor de filosofía (Ipa), actor (Emad), magíster en Ciencias Humanas (Udelar). Desarrolla su trabajo artístico en un abanico que abarca teatro, performance y audiovisual. Da clases de filosofía, teatro, expresión corporal, dirección y escritura creativa. Más info: juanseperalta.com
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Genealogía de un percibir
Texto por Fabricio Guaragna Silva. Fotografía por Mariela Benítez
La primera vez que miramos una película, nuestro estado va fluctuando de expectantes y nerviosos a excitados y comprometidos, nos invade, por momentos, la ansiedad por el futuro que no conocemos, como en la vida misma cuando la vamos viviendo en su cotidianidad. Recapitular sobre mi trabajo artístico es como volver a mirar la misma película, solo que uno puede seleccionar qué partes ver y cuáles dejar pasar, puedo enfocar en las escenas memorables, dejando pasar los «tiempos muertos», las conexiones intrascendentes. Pero este es uno de los posibles acercamientos a la biografía artística, una de tantas maneras de observar, sabiendo que siempre hay un lugar que no vuelve a la memoria de la mente. En cambio, el cuerpo y su memoria cantan en otras claves, perciben los acontecimientos desde otras lecturas. El cuerpo es un territorio del ahora y dispone de su densidad para devenir, se cuela, transforma, provoca, invade y empatiza. Un campo de acción que genera signos, codifica símbolos e imágenes, propone. Es desde este lugar amorfo que la performance como no-disciplina me ayuda a conectar con las líneas conceptuales de mi trabajo artístico, así como posibilitar proyectos que se potencian en el vínculo con un otrx. Como el cuerpo, la performance es un entramado de modos de expresión que juega con el ahora, construyendo acontecimientos únicos, atravesando el cotidiano con la metáfora. Por eso, el cuerpo y la performance son campos de memoria, únicos y múltiples, canales de comunicación que utilizan lenguajes propios. Es en este orden que ubico mi primaria aproximación a este hacer, investigando ese otro lenguaje, esa posibilidad de trascender a través de mi propia transformación.
Del por qué mi cuerpo no es una utopía
Mi trabajo se desarrolla en varias líneas que se entrelazan como una madeja, se enreda en la poética performática del cuerpo institucionalizado y las derivas posibles del under en la cultura drag queen montevideana. Esta madeja va creciendo a medida que mi cuerpo va asimilando territorios nuevos, cuestión que va a seguir siendo hasta mi muerte. El recorrido comienza investigando la identidad como un constructo subjetivo y político. Uso mi cuerpo atravesado por varias disidencias, y me pregunto sobre la estética del prejuicio. La primera obra performática que realicé a gran escala fue MUTANTE (2014), donde hacía pública la transformación de mi cuerpo “masculino” en un cuerpo “femenino”. Habitaba un proceso largo y complejo, que culminaba con la extracción de mi sangre para colocarla en un microscopio y poder “observar” la existencia de transformaciones «internas». Acto simbólico sobre el significado de lo humano, cuestionando los límites de lo conocido y desconocido. Tiempo más tarde, realizo la performance NÓMADE (2015) donde intervengo la calle, encontrando un territorio nuevo que amplifica las posibilidades del cuerpo político-social. Esta experiencia fue una bisagra para el desarrollo de mi trabajo, ya que lo público y lo privado implican un gran tema en mis propuestas conceptuales. En setiembre de ese mismo año, realizo la performance “La trava conchificadora”, donde investigo desde el cuerpo la premisa: la construcción del género es un acto violento. En esta obra se conjugan las líneas de trabajo que venía investigando, generando una conciencia en el espectador acerca del cuerpo atravesado por el prejuicio, la violencia, la masculinidad deconstruida y el dolor.
En 2018 me diagnostican VIH positivo, lo cual genera otra capa de disidencia y prejuicio sobre mi cuerpo. Se construye un nuevo cuerpo enfermo sobre el cuerpo abyecto, se sigue deviniendo una posibilidad para más preguntas. A partir de este acontecimiento diagramo mi primera exposición individual en la Colección Engelman-Ost DRAG (2019), donde concibo una autobiografía desde la coyuntura corporal que habito, rompiendo con el tiempo y su linealidad.
Desde entonces, los cambios y asimilaciones son parte del recorrido artístico que me construye, y me habilita a pensar al cuerpo como una entidad clandestina. El cuerpo está atomizado de capas, de estructuras, de normas, de prejuicios que no lo dejan convivir en su plenitud y lo mantienen en cautiverio, habita un lugar atravesado por las estructuras que lo trascienden y lo amarran a una distopía. Un cuerpo libre implica una utopía, un estado simbólico que lo deje desatado de sus preconceptos, deje presente su verdad en el ahora. Quizás sea la performance un canal hacia esa libertad.
Todas mis obras:
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Las edades de la violencia
Texto por Diana Mines
Algo debemos estar haciendo mal, o no haciendo, para que sigan perpetrándose femicidios y agresiones graves de género a pesar de haber ganado espacios de trabajo y puestos de decisión.
Nos hemos concentrado en la reconquista del poder arrebatado y olvidamos recuperar la consciencia del arrebato. Porque en todos los casos: ¿qué condujo a cada mujer agredida a aceptar una relación que seguramente mostró desde un comienzo desbordes de control y posesión camuflados de pasión y proteccionismo? Es en esa progresiva combinación de abusos y concesiones que se gesta la espiral de la violencia en muchas relaciones, no solo de pareja sino también laborales.
Sigue vigente una cultura que nos educa a mujeres y hombres para ejercer los roles femenino y masculino –no siempre coincidentes- naturalizando el control y la posesión. No es extraño que fracasen tantas campañas para denunciar los maltratos.
Las fotógrafas uruguayas supimos demostrar una capacidad de movilización que a lo largo de cuatro exposiciones colectivas¹ corrigió definitivamente la injusta invisibilidad de las mujeres en el terreno creativo de nuestra profesión. Lo que comenzó respondiendo a una necesidad reivindicativa, pasó a ser una experiencia disfrutable de miradas y motivaciones compartidas, al punto que grupos más reducidos siguieron convocándose en torno a coincidencias más específicas. Sin embargo, cuando volvieron a cobrar fuerza en Montevideo las marchas del 8 de Marzo, con mujeres hartas de una violencia de género que no cesa ni recibe las respuestas adecuadas del sistema, algunas fotógrafas registraron su desarrollo, sin sumarnos como colectivo organizado. Es justo destacar la excepción del grupo En Blanca y Negra², que en dos intervenciones urbanas marcó la inequidad de género que aún persiste en el campo político y el sindical. Pero todas nos debemos un análisis profundo de esa violencia que nos compromete como mujeres en un despertar histórico.
La niña, la pinta y la Santa María
En el trayecto de mi propia fotografía, me pregunto qué imágenes pautaron mi impotencia ante situaciones de agobio, o quizás buscaron respuestas y salidas. Porque por impecable que sea nuestro razonamiento feminista, a todas nos ha pasado enmudecer o quedar paralizadas ante coyunturas amenazantes de cualquier tipo.
Las niñas tienen escaso poder de decisión sobre los gustos y conductas que afloran en su personalidad. Quedan a criterio de sus madres, quienes han manifestado ya su propio grado de apego a los patrones vigentes. Las cabezas son depositarias de señales identitarias y a las niñas corresponde pelo largo y orejas perforadas (acto irreversible, que solo podrán optar por seguir adornando, o no).
Diana Mines cumple 5, Nov 22 1953
Cuando estuve por cumplir 5 años pedí como regalo que me cortaran las trenzas que mi madre entrelazaba luego del penoso desenredo diario. Cerca de cumplir los 40, otras violencias –otras desobediencias al destino femenino- desembocaron en un extraño ritual, un intento vano de volver a la edad en que el mayor enredo era apenas mi pelo… La cámara, gran aliada, visibilizó –resolvió, casi- tamaña angustia. Una trenza y una cabeza cortadas. La segunda, podrá reconstruirse. La primera no, pero será la columna que sostenga.
Diana Mines, Autorretrato con trenza propia de niña, 1988
Diana Mines - Radiografía de columna (perfil), INOT, febrero 2016
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¹ - Campo Minado (1988), A Ojos Vistas (1995), Cómplices (1997) y Cuarto Creciente (2001). De 11 fotógrafas inciales se llegó a 40, ocupando 3 salas de exhibición: Atrio de la IMM, Fundación Buquebús y Galería del Notariado.
² - Colectivo creado en 2015 e integrado por Sandra Araújo, Adriana Cabrera, Ana Casamayou, Lilián Castro y Estela Peri, realizó la intervención urbana Hijas de Vidriero en la Plaza 1° de Mayo en el acto del Día de los Trabajadores de 2016, y Cosa de Mujeres en Plaza Independencia, 2018.
Hoy, a los 72, es la cámara la que se paraliza cuando ya todo el cuerpo, desnudo, expresa las violencias acumuladas. Ahora son aparatos manejados por otros los que visibilizan. El sistema tiene otras preguntas para identificar: ¿qué edad tiene, abuela? ¿qué tareas realiza? ¿sabe en qué día estamos? Una vez más, todo con afecto, por nuestro bien.
Con cámara o con palabras, habrá que seguir reclamando.
Diana Mines, instalación La Saga, diciembre 2013, foto José Pilone
Diana Mines
Nació en Asunción, Paraguay, en 1948 y reside en Uruguay desde 1951. Trabajó como fotógrafa de teatro y laboratorista, escribió críticas sobre exposiciones en varios medios, integró jurados, realizó curadurías y participó en numerosos eventos nacionales e internacionales. Ha ejercido la docencia durante cuatro décadas y ha expuesto sus fotografías, tanto individual como colectivamente. Integró el equipo del programa “f/22 – Fotografía en profundidad” –producido por el Centro Municipal de Fotografía y Tevé Ciudad- y recibió el Premio Figari por su trayectoria artística en el año 2010. Varias obras suyas integran la Colección Engelman-Ost. Actualmente coordina el Taller Miradas.
Encontrarte con ellos
Texto por Gustavo Fernandez Cabrera
“Encontrarte con ellos” nace desde las manos, el corazón desinteresado y el gran trabajo de casi doscientos artistas.
Foto: Mariela Benitez
Dos amigos se juntan a pintar, como siempre. Los une el arte, la pasión por la pintura de caballete y el muralismo, actividad que los ha convocado infinidad de veces, aquí y en otras tierras.
Tal vez, esa experiencia fue la que dejó en Federico Veiga (37) y su colega Damián Ibarguren (50), la intención de pintar en una gran tela la cara de todos los desaparecidos.
Pero desde ese momento deciden compartir la idea con otros creadores, dando inicio al proyecto “Encontrarte con ellos”.
Ya hace un año que están sumergidos en la gigante tarea de invitar a diferentes protagonistas del arte, generando un registro, recibiendo y documentando las obras, publicando día a día en las redes el proceso y planeando una gran muestra itinerante por nuestro país. A esos efectos, presentaron la idea a diferentes actores de la política, logrando recientemente que el Ministerio de Educación y Cultura declarara de interés ministerial el proyecto “Encontrarte con ellos”.
A su vez, se está realizando un documental de todo el proceso y sus protagonistas a través de las lentes del “Pata” Eizmendi y Pablo Sobrino.
El plan era: un artista, un desaparecido, para lo cual cada creador tenía la información necesaria para ponerse manos a la obra, pudiendo incluso conectarse con los familiares de las víctimas si lo creían necesario.
“Encontrarte con ellos” un año después, nucleó a 197 artistas cuyas 197 obras hablan, gritan o susurran la historia de cada uno de esos uruguayos y uruguayas víctimas de la dictadura cívico militar.
Así fueron llegando trabajos de variadísimos lenguajes y técnicas, siempre en un formato estándar de 100 x 80 cms: pinturas, dibujos, collages, grabados, técnicas mixtas y no tradicionales, bajo la consigna “celebrar la vida”.
Ya se había abordado el tema desde la plástica en la Escuela Nacional de Bellas Artes y en la conocida campaña fotográfica “Imágenes del silencio”, donde referentes culturales, sociales y deportivos se retrataron con la imagen de cada desaparecido.
Gustavo es artista plástico, docente y comunicador.
Foto: Mariela Benitez
Desde mi lugar de artista y como uruguayo comprometido con nuestra realidad y con el pasado reciente, fue todo una experiencia removedora.
Invitado casi al principio del proyecto, me asignan a Washington Fernando Hernández Hobbas, detenido y desaparecido en Buenos Aires el 5 de julio de 1977 con apenas 15 años, corriendo la misma suerte dos de sus hermanos y su madre.
Al principio se me hacía cuesta arriba la idea de imaginarlo detenido, torturado y desaparecido, tal vez en los vuelos de la muerte. Sabía que lo habían utilizado de “carnada” para detener a otras personas. Todo eso me creaba una angustia que sobrepasaba mi voluntad y capacidad creadora, al punto de dudar si estaba capacitado para hacer un retrato con tanta carga emotiva.
Me vino a la memoria aquella mañana que después de ponerme el uniforme liceal, mi abuela me dijo que se suspendían las clases porque habían dado un golpe de Estado, tenía quince años, la misma edad de Washington cuando lo desaparecieron.
Estuve meses dando vueltas, hasta que un día muy decidido me fui al taller a retratar a “mi amigo Washington”, como le decía.
Llegué, boceté la imagen y me puse a pintar, todo en azul, como en un sueño.
Durante el proceso, aquella angustia se transformó en alegría, su corte de pelo y su polera me hacían rememorar mis tiempos de bailes y primeras novias, las lamparitas de colores atravesando algún patio en Las Acacias, la música y aquellos esperanzadores “setentas”.
Mientras pintaba le preguntaba: dónde estarás? Mirá si después de todo esto aparecés. ¿De qué hablaríamos hoy? A qué te hubieras dedicado, qué oficio o profesión? Pero su respuesta seguía sumergida en el silencio desde esos ojos grandes, melancólicos, coronados por su cerquillo y esa apenas sonrisa en su cara casi redonda, entre niño y adolescente.
Pintar el retrato de un desaparecido es una experiencia extraña y más el de Washington, ya que la foto que hay de él fue tomada por su hermana Lourdes, también desaparecida en las mismas circunstancias.
El “tema” de los desaparecidos en manos de la dictadura cívico militar en Uruguay es una llaga abierta, a esta altura podríamos decir que es una úlcera que no termina de curar mientras no se encuentren todos los cuerpos, sus restos o por lo menos noticias certeras de sus paraderos.
Como sociedad y en particular para los propios familiares de estas víctimas, es necesario pasar la página y cerrar el libro, pero no olvidando ni perdonando a sus secuestradores.
“Encontrarte con ellos” nace desde las manos, el corazón desinteresado y el gran trabajo de casi doscientos artistas que quieren homenajear desde su expresión a un grupo de uruguayos y uruguayas víctimas del terrorismo de Estado, pretendiendo dar luz sobre ese oscuro silencio que duerme bajo la tierra o en las aguas del Rio de la Plata.
Nunca más.
Detalle de obra “Washington Hobbas”, de Gustavo Fernández Cabrera
Foto: Mariela Benitez