Piel Crónica
Tratar de hacer la vida como si no pasara nada.
Las memorias en colectivo en las infancias en cautive
Texto y fotografía: Mariela Benítez
Ilustraciones son parte de libros de cuentos creados en cautiverio por expresas políticas.
Los acontecimientos traumáticos conllevan grietas en la capacidad narrativa, huecos en la memoria. […] es la imposibilidad de dar sentido al acontecimiento pasado, la imposibilidad de incorporarlo narrativamente, coexistiendo con su presencia persistente y su manifestación en síntomas, lo que indica la presencia de lo traumático. En este nivel, el olvido no es ausencia o vacío. Es la presencia de esa ausencia, la representación de algo que estaba y ya no está, borrada, silenciada o negada. […]. En el plano de las memorias individuales, el temor a ser incomprendido también lleva a silencios. Encontrar a otros con capacidad de escuchar es central en el proceso de quebrar silencios
Elizabeth JELIN
Los trabajos de la memoria
Vivir como si nada hubiera sucedido. Pasar desapercibida. Hablar poco, bloquear todo hasta descubrirse en otrxs que habían vivido lo mismo y, de pronto, encontrar un lugar. Reconstruir su historia e identificar secuelas. Reconocerse víctimas del terrorismo de Estado. Este ha sido el trayecto de las mujeres que hoy escucho: adultas que siendo niñas vivieron en cautiverio político durante la dictadura cívicomilitar.
La infancia de Jimena, Patricia, Micaela y Carmen tiene un patrón común: sus madres, militantes de izquierda (MLN-T¹ y Partido Comunista) fueron detenidas estando embarazadas; nacieron en el Hospital Militar. Al ser separadas, fueron entregadas a sus abuelxs maternos, con quienes visitaron a sus padres que seguían en la cárcel. Mientras tanto, construyeron su vida naturalizando su rareza, guardando en una caja lo vivido y durmiéndose abrazadas a las muñecas de patas largas.
Las tres primeras nacen en 1972 y, luego de un derrotero de varios cuarteles (Treinta y Tres, Batallón 14, Flores y el reconocido sótano del cuartel de Durazno) terminan en el IMES², que, desde marzo de 1973 hasta setiembre del 74, destinó un espacio para reclusión de madres con hijxs recién nacidxs.
En el caso de Carmen sus padres «eran comunistas. Caen en enero del 76 en la Operación Morgan. Mi vieja cae embarazada de dos (Inés y yo). Pasó por el Batallón 13, el Infierno Grande, después estuvo varios meses en el 5.o de Artillería y va a parir en el Hospital Militar. Nos mandan finalmente a Punta de Rieles. Estuvimos hasta los 13 meses. Nos entregan en setiembre del 77 a mi familia materna. Mamá sale a las semanas y mi viejo en junio del 83».
¿Cómo se construye una memoria personal en situaciones traumáticas? ¿Cómo y con qué rellenamos esos huecos de la memoria? ¿Qué es lo propio y lo prestado? ¿Cómo se transmite? Los recuerdos «del momento en que estamos presas son recuerdos de nuestras madres y tías³ que tienen muchas referencias de ellas mismas», dice Jimena que percibe en esos relatos una cierta romantización: las cunitas compartidas junto a las cuchetas, la «comunidad de niños» organizados para robarle la comida a los milicos. Micaela, sin embargo discrepa con esa valoración de historia rosa⁴ , «que las personas cuenten las historias sin dramatismo no quiere decir que te lo cuenten como algo rosa»
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Un lugar destacado lo ocupan los objetos que alimentan esa memoria: «Son parte de nuestras vivencias. Las madres crearon un taller cooperativo. Había obras de teatro y murgas. Las muñecas de trapo con ropita, los títeres. Los libros de cuentos ilustrados. El peluche con el que jugaba en casa. Todas teníamos la pantera rosa rellena de arroz, los barcos de madera. Y para mí, eran mi vida. Mi muñeca era todo. En las visitas nos contaban las historias con todo aquello y nos lo llevábamos. Y todo era hecho por todos», cuenta Jimena.
La separación fue abrupta. Sus familias ya venían atravesadas por la desarticulación que trajo la cárcel en un contexto de persecución y miedo, sumado a que, en muchos casos, esas familias no compartían la militancia de sus hijxs.
A este respecto, Jimena recuerda a su abuela diciendo: «“Yo no sé qué se les pasó a estas mujeres teniendo hijos” y me miraba como un bicho raro y me decía: “Porque vos tenés que tener cuidado, vos sos una hija sin madre”. En los cumpleaños te preguntaban por tu madre y vos no podías decir nada. Mi abuela me crió de esa manera: “Bueno esto es así. Punto. Tenés que entenderlo, vaya y listo”. Nunca aceptaron que mi madre había militado en el MLN. De esto me vine a dar cuenta de grande, porque yo seguía fiel al relato de mis abuelos».
En el caso de Carmen, «quedamos unas hermanas adentro y otras afuera, lo que generó dos bandos en la familia. Yo me sentí víctima desde chiquita porque me hacían sentir que habíamos sido «beneficiadas» por quedarnos con mamá cuando las otras quedaron afuera. Mis hermanas mayores me pegaban y yo iba con mi abuela y ella me decía “Bueno, no te quejes, porque vos estuviste con tu madre”. Hubo una especie de castigo dentro de la familia. Hasta el día de hoy somos las de afuera. Mi padre salió mal. Mi madre estuvo tres meses con él, se separan y él no tocó pito en la crianza. El mayor castigo fue de las hijas que quedaron afuera, porque mamá “nos eligió y se quedó con nosotras y las abandonó a ellas”. Incluso mi hija cuando tenía cinco años (ahora tiene once) dibujó para un cumpleaños mío a mi familia y una casita: mi mamá embarazada con nosotras dos en la panza pero lejos de la casita».
Las abuelas como puntales que preservan el lugar de la madre y el hermetismo marcan la narrativa. Micaela cuenta que su abuela era muy reservada, «politizada, pero sin militancia. En un momento llevaron presos a mis abuelos y a mi tía. A mi abuelo lo soltaron esa noche, pero mi abuela estuvo un mes presa. Recién de grande me enteré de eso y de que mi tía se sintió un poco abandonada porque mi abuela se abocó a su hija presa y a su nieta», cuenta.
La sensación de extrañamiento aparece también en los relatos de Patricia: «Era parte de todos y no era de nadie. Iba de acá para allá. Me hacían regalos distintos, más grandes, y me molestaba el trato diferencial»; y de Jimena que bromea con que «tenía un master en hacer llorar viejas porque llegabas a un lugar con mucha gente y ahí te decían: “Vení, Jimena, que te voy a presentar a Fulana”, y ahí Fulana emocionada se ponía a llorar. Insoportable. Esa situación de rareza total. Así toda la niñez».
La adolescencia la pasaron con sus padres ya libres, construyendo vínculos sin preguntar demasiado. Jimena es categórica: «Año 84, sale mi madre. Se termina la dictadura, yo entro al liceo y no quiero saber de nada. Solo quería dejar de pertenecer a ese grupo. No quería saber de nada, me alejé totalmente de todo lo político y le puse una tapa». El olvido funciona como mecanismo de sobrevivencia. Y así fue. Se hicieron adultas, cada una con su vida como si nada hubiera pasado.
Trabajar con las memorias en procesos traumáticos exige de individuos y colectivos agentes de cambio que elaboren e incorporen recuerdos y olvidos sin que ese pasado invada el presente. Significa hablar, escuchar y poner en palabras lo indecible para reconstruir la narrativa. El trabajo con las memorias es coral y la voz de aquellxs niñxs que vivieron en cautiverio emergió en 2007, y empezó a escucharse hasta conformar el colectivo Niños en Cautiverio Político.
En las primeras reuniones urgía decir: «Yo soy normal, hice mi vida». Juntarse significó reconocerse, «fue darnos cuenta de que ese era lugar al que pertenecíamos, empezamos a hablar y a visualizarnos como víctimas. Necesitábamos hacer una cronología de nuestros paraderos, preguntarles a nuestras madres. Queríamos saber, identificar fechas y lugares. Saber cuántos más éramos», cuenta Micaela. Era saber y visibilizarse. Para Jimena «era construir un relato, presentarnos en sociedad. Recorrer lugares en donde, tal como nuestros padres, nos habían dicho “vos no estuviste presa”, surgía la interrogante de “¿Ah sí?, ¿eso pasó?”. Incluirnos en ese puzle en el que no estábamos. Ser reconocidos en la academia y el sistema político».
El grupo fue el sustento para el trabajo de indagación y reconocimiento para descubrir los síntomas del trauma (el miedo a la oscuridad o a quedar encerrada); revisar modelos (el ideal de La familia Telerín o la familia como trampa mortal); escuchar a sus madres. En definitiva, sanar y afirmarse en lo que sentían y eran. Y no estaban solas. Afirma Jimena que su vida «fue totalmente distinta, de ser más yo, de valorarme. Es una cuestión de actitud, como un sentimiento por el que te parás diferente en el mundo. Ahora puedo hacer un camino, puedo dibujarlo. Es como que tenés una construcción: nací, me desarrollé y ahora estoy acá». «Sutilmente removedor» es la forma que Micaela califica lo vivido con el grupo: «Es algo emocional. La forma de vincularme o como te sentís en el mundo. Encontrar un lugar confiable al que pertenecer, donde nadie juzga a nadie. Aprendí a habilitar la emoción que antes no podía».
Para terminar, el colectivo significó, y significa aún, lo que ellas trajeron de otra integrante, Gabriela: «Yo siempre sentía que estaba buscando algo y ahora que los encontré, supe que era a ustedes».
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¹ Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T).
² Instituto Militar de Estudios Superiores, señalado como centro de reclusión política: https://sitiosdememoria.uy/smlg-uymo-06 ³ Las tías era la forma de nombrar al conjunto de presas políticas que ayudaron a maternar, volviéndose la urdimbre amorosa de cada una.
⁴ Cristian Olivera, Jazmina Suárez y Florencia Turielli lo analizan en «Colectivo Niños en Cautiverio Político: desde la historia rosa al autorreconocimiento». En Infancias en Dictadura. Sobre narrativas, arte y política, editado por Natalia Montealegre Alegría y Graciela Sapriza, Ed. FHCE, 2022.
5 La cifra manejada por las entrevistadas es de más de cien niñxs que pasaron por el cautiverio político con sus madres.
6 El colectivo participó activamente en la discusión sobre la Ley 18596 de reparación integral a víctimas de terrorismo de Estado, aprobada en 2009.
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«¿Qué vida es aquella que habitúa al río?/¿Qué vida es aquella que habita el monte?»¹
Texto por Mariela Benítez
Fotografía Lucas Mariño Devotto
Originariamente, home, el hogar, la casa, significaba el centro del mundo, no en el sentido geográfico, sino en el ontológico. Mircea Eliade demostró que la casa, el hogar, era el lugar a partir del cual se podía fundar el mundo. El hogar se establecía, según sus palabras, en el corazón de lo real. […]. Sin un hogar en el centro de lo real, uno estaba no solo sin cobijo, sino también perdido en el no-ser, en la irrealidad. Sin un hogar todo era una pura fragmentación
John BERGER
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos
En un presente migrante, globalizado y fragmentado a la vez, vale dedicar un tiempo a pensar y encontrar ese centro desde donde fundar el mundo. El hogar como un cruce de tiempos sobre los cuales construirnos. No es un desafío menor cuando transitamos como natural la virtualidad, en donde todo se parece a todo volviéndose un no-lugar. Lucas Mariño Devotto reconoce al río y al monte como su centro, el corazón de lo real. Lxs invito a navegar junto a él a través de su fotolibro Río adentro.²
Lucas nació en Mercedes en 1994 en «una familia de pescadores», creció en Villa Soriano y vivió en el pueblo hasta sus 26 años.
Crece en contacto con el río, el monte y los oficios que ejercían en su familia (pescadores, leñadores, colmeneros, cazadores). Recuerda que sus «ancestros maternos llegaron hacia 1850 a la isla Vizcaíno y siempre han vivido en tierras cercanas a las aguas del Hum». Hoy reside en Mercedes, ruidosa y acelerada, y extraña la proximidad con ese paisaje.
Atender las nubes para saber que puede hacer el viento. Atender el viento para saber que puede hacer la correntada. Atender la correntada para saber que puede hacer el caudal del río. Atender el caudal del río para especular que puede hacer el pescado. A esta manera de comprender el río le sigue la segunda, percibir al pescador que fui como el fotógrafo que soy».
De esa especie de epifanía, surge la pulsión de materializarla en un proyecto fotográfico y «para concretarlo, volví a transitar los ríos y residir otra vez en los montes de las islas más cercanas a Villa Soriano. Acompañé a pescadores de la zona. El concepto de este trabajo se sostiene, por un lado, en el oficio de la pesca; por otro, en la importancia del paisaje en mi familia que se sustentó y desarrolló a partir de las posibilidades y recursos que le brindaba el territorio ribereño. Y el tercer motivo conceptual es el vínculo que se gesta con el paisaje al proveerse de él con tanta crudeza, es aprender a respetar al río y al monte como entidad donde el silencio es guardia de la tranquilidad, es la conexión sensorial que aflora al presenciar la naturaleza y reconocer su historia en la mía».
Cuenta que elige el fotolibro como medio expresivo porque le «atrae la narrativa visual, es como crear cortometrajes de papel. Me resulta más cercana e íntima la imagen si para observarla tengo que interactuar físicamente con ella, y un libro te obliga a ello, necesitas sostenerlo, tocarlo generando un vínculo entre la mirada y el objeto mismo».
El formato físico simula ser una libreta de embarque con datos y sellos de prefectura, en la que se «narra desde la mirada y el pensar de un pescador, la experiencia de vivir y aprender del río y su entorno». Ese eje argumental determinó que el registro fotográfico y vivencial dialogara con la forma estética del mismo. Probó primero con su cámara digital y al no convencerle los resultados, opta por la fotografía analógica con una cámara de distancia focal fija. La mayoría de las tomas son verticales para integrarse al formato de libreta. Lo limitante vuelve al objeto-libro creíble, cercano en su historia y en las imágenes porque coloca lo técnico y estético al servicio de lo narrativo. Esa narración se construye con fotografías de la vida cotidiana y apuntes sueltos, escritos a mano como observaciones de quien se embarca. Incendios recordados o soñados, pensamientos nacidos mientras se atiende a la correntada o se tiende un trasmallo. La pregunta sobre quién se embarca queda en el aire ¿el Ciruja o el Lecuna? ¿Lucas pescador/fotógrafo o su padre?
En algunas imágenes sentimos el frío de la madrugada o nos duele el cuerpo con el peso de la ropa mojada, descansamos con un tabaquito frente al fuego o sentimos en las manos la viscosidad húmeda de las vísceras de los animales. En esos planos cerrados no hay lugar a la metáfora: cuchillo, brazas, nylon, piolas, sangraza, botas, carpincho y bala, barro. En otras, volvemos al silencio perdiéndonos en la bruma matinal, el humo y la noche, invitándonos a mirar a lo lejos, a la espera y a jugar con el pensamiento.
Cuando le pregunto sobre qué busca en la fotografía, responde: «Encontrar el momento de la captura desde el lugar de lo capturado, la mirada como partícipe de la situación y no desde una postura externa». Y, a lo largo de la obra, se crea un clima intimista que nos mete en la escena misma a través de encuadres incómodos y desenfoques, nos obliga a nosotrxs espectadores a agudizar la mirada para identificar lo que estamos mirando. ¿Es un cuero de animal recién faenado con restos de sangre o es la ropa de fajina de todo un día secándose al sol?
Luego de recorrer ese camino de imágenes y apuntes, nos encontramos con otro tipo de escritura, como si Lucas buscara condensar en ella la hondura de su propia experiencia de pescador que refiere «a una forma de estar en el lugar y de vincularlo con la memoria y experiencia familiar». Vuelve a sus raíces: «Por acá acampaba con mi padre. Atravesando aquellos árboles vivieron mi abuela y mi abuelo». Comparte rutinas al despertar: «El cuerpo, paciente, espera la luz del sol entre las cobijas y el colchón. […] soplar las brasas, arrimarles unos palitos, aprontar el mate»; o hacia el final de la jornada: «Volver manejando; estar atento y entretenerse con el paisaje al mismo tiempo. Sentir el peso y el calor del cuerpo. Arrastrar las botas, las bolsas, las medias, los pies. Dormirse con la vibración constante de la canoa y el sonido aturdidor del motor. El silencio también puede ser barullo. Eso se llama cansancio». Comparte saberes: «Largar el tambucho en marcha, que se lleve la piola. Antes de que llegue al nudo, tirar la piedra. A tres cuartas marcha sale la red por el costado de la canoa. Prepararse y quedar atento para soltar el calón».⁴
Algunas preguntas quedan flotando y nos invitan a volver atrás con otros ojos para acercarnos, comprender más cabalmente como es vivir río adentro y, por qué no, indagar sobre nuestro propio lugar como corazón de lo real.
El cielo abierto y el horizonte lejano, como a un río de distancia.
¿Qué habrá del otro lado?
¿Cómo será el silencio del aquel lugar?
[…]
¿Qué hace un pescador en el río?
¿Qué hace un artista en el río?
¹ Mariño Devotto, Lucas. Río adentro. Sin editorial, 2021, sin paginación. [Carece de portada; datos extraídos de la cubierta y de páginas interiores].
² Río adentro es un fotolibro realizado en el marco del Laboratorio de Experimentación Artística Vatelón entre 2018 y 2021, y fue seleccionado por el Fondo Regional para la Cultura en 2018. ³ Residencia Vatelón, a cargo del artista visual Andrés Boero Madrid, es «un núcleo de experimentación y creación artística sembrado en 2012, en Villa Soriano, Uruguay. El proyecto tiene dos líneas de trabajo: por un lado, fomentar la reflexión y la producción artística desde el programa Residencia Vatelón y, por otro, promover la formación permanente a través del proyecto Laboratorio de Experimentación Artística Vatelón». Para más información <https://residencia.vatelon.com/residencia-vatelon/>.
⁴ Mariño Devotto, Lucas. Río adentro. Sin editorial, 2021, sin paginación.
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Encierro y después ¿trabajo?
Vivencias y reflexiones sobre la privación de libertad y sus efectos en quienes la transitan
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Los sujetos peligrosos se fraguan a lo largo del tiempo en los discursos políticos, en las prácticas del sistema penal, en los prejuicios del mundo educativo y familiar y en las referencias multiplicadoras de los medios de comunicación. En una sociedad con rasgos anómicos y con sus instituciones básicas de socialización y bienestar en crisis, los responsables del control social definen el chivo expiatorio en las zonas más vulnerables del tejido social, entre otras razones para garantizar su propia supervivencia.
Rafael PATERNAIN¹
… cuatro de cada 1.000 personas que viven en Uruguay están presas. […] 34% de la población carcelaria recibe tratos crueles, inhumanos o degradantes. 56% tiene insuficientes condiciones para la integración social y sólo 10% tiene oportunidades de integración social.
La Diaria, 29/04/2022²
En nuestro imaginario, la cárcel aparece como ese lugar lejano y cerrado adonde enviar a esxs sujetxs peligrosxs, que siempre son otrxs —y desentendernos de ellxs—. También como espacio de rehabilitación de esxs sujetxs desviadxs —por ello, peligrsxs—. Incluso como un sitio de vagancia y, por tanto, un gasto exorbitante para una ciudadanía de bien que, desde afuera, paga sus impuestos.
La población privada de libertad pasó de las 10 241 personas en 2017³ a las 14 302 en 2022⁴, con una altísima tasa de prisionalización. Frente a esos datos, vale preguntarse: ¿qué sabemos sobre lo que sucede dentro la cárcel? ¿Queremos saber? ¿Qué se le exige y qué se le brinda a la población carcelaria? ¿Cómo llegan y qué sucede con sus vidas en ese tránsito? Después que la persona ha cumplido la pena, ¿cómo sale?, ¿cómo logra integrarse y seguir construyendo su vida afuera? ¿Por qué se habla de la «puerta giratoria» de prisión-salida-delito-prisión? Intentaré acercarme a esa zona perimetral de un problema humano y social, complejo y crudo. Agradezco a todas las personas que entrevisté y que con generosidad dieron parte de su tiempo para contar sus vivencias de la privación de libertad (Federico, Adrián y Bárbara), sus experiencias de trabajo sobre contextos de encierro (Daniela) y sus reflexiones y análisis desde la academia (Carolina y Rafael). Todas sus historias y miradas son fundamentales.
Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más punitivista y reclama, bajo la influencia de los medios de comunicación y del discurso político, más penas y más encierro, sin pensar que lo que suceda adentro, se continuará en el afuera. Carolina Dal Monte⁵ expresa:
Es un lugar de exclusión, de aquel sujeto peligroso que cometió un delito y que lo tiene que pagar con su libertad, está eso de pagar. Cumple una función de estigmatización que, sobre todo, se ve en el después. Pero también la cárcel es parte de nuestra sociedad. Hay algo de pensamiento mágico de que eso nunca me va a tocar, que los que están ahí dentro no tienen nada que ver conmigo y, en realidad, es parte de la sociedad y nos transversaliza. Las cosas que suceden ahí son las mismas que suceden afuera.
Los dilemas, las contradicciones y los conflictos son los mismos, amplificados por el encierro, el hacinamiento y la forma en que el Estado interviene. Carolina continúa:
En una institución tan dura como la cárcel, ocurren o se naturalizan muchas prácticas, desde lo cotidiano (para las cosas más simples de la vida se tiene que pedir un permiso, se pierde la intimidad, se convive con cuarenta personas o se está solo en un calabozo), todo eso son prácticas del encierro. Todo lo que la persona, la familia vive. Por ejemplo, en las visitas, la interferencia de la institución en las relaciones afectivas. En el caso de madres privadas de libertad con sus hijxs. La maternidad. Todo se ve atravesado por el encierro y lo que genera.
Cuando Michel Foucault inicia su estudio describiendo el suplicio físico del condenado (siglo XVIII) como espectáculo con sentido pedagógico, es para señalar la transición hacia un nuevo sistema punitivo en el que nace la prisión:
El cuerpo, según esta penalidad, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo mismo, no son ya los elementos constitutivos de la pena. El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos, ⁶ .
En este sentido, Rafael Paternain⁷ repasa la historia de esta institución e introduce un concepto al que ya volveré, el de rehabilitación:
En el proyecto civilizatorio occidental de la modernidad, las cárceles se podían entender como una civilización del castigo, de aquel castigo mucho más violento y expresivo, más salvaje, más aleccionador de un cuerpo torturado físicamente (ahí están todos los trabajos mas genealógicos en la perspectiva de Foucault) hacia un tránsito donde la cárcel aparece como esa institución del Estado que pasa a cumplir una función de racionalización de los castigos en el sentido del cuerpo, acotarle el movimiento y la libertad como mecanismo de compensar una falta, un daño que se le infringía a la sociedad. Pasa por distintas etapas pero sobre todo en el siglo XIX y buena parte del siglo XX la cárcel se vuelve un mecanismo de control de las desigualdades de clase, de control de la pobreza, de la población supernumeraria, de todas las nuevas desigualdades que se empiezan a dar en el capitalismo, hasta que éste vira y se transforma, siempre pensando en los países centrales, en un capitalismo de bienestar (entre la postguerra y la década de 1970) donde hay proyectos humanistas que intentan darle a la cárcel una proyección más de un instrumento que sirve para ejecutar la pena y que pueda llegar a tener un sentido rehabilitador.
Desde una perspectiva histórica, el capitalismo neoliberal cambia las reglas de juego profundizando las desigualdades, el desarraigo y explotación de las poblaciones locales y migrantes. Esto acentúa la marginación y se ve reflejado en una nueva concepción y sentido de las cárceles, que se entienden como «un mecanismo para castigar a los pobres, como define Loïc Wacquant, básicamente: castigo y control de la pobreza», indica Paternain. En Uruguay y en América Latina, la cárcel cumple dos funciones: depósito e incapacitación. La cárcel como depósito es adonde
va todo lo que sobra, lo que está mal y no tiene arreglo y que de alguna ya no es posible integrar ni hay interés por integrar. Cuando la cárcel se transforma en un depósito y tiene un proceso de crecimiento alocado porque los sistemas punitivos son cada más punitivos, no hay chance en esa concepción social, de sensibilidad social y colectiva que se va traduciendo. Nadie te va admitir ni justificar que la cárcel es un depósito, pero por la vía de los hechos termina funcionando así.
En cuanto a su función de incapacitación, continúa explicando Paternain:
Teniendo gente en la cárcel sin importar cómo, se supone que mientras están allí, no delinquen. Entonces pasa a tener un efecto de utilidad para las políticas de seguridad cuya lógica es que cuanto más se detiene, más se imputa y más se encarcela, supuestamente ayuda a que el nivel del delito baje.
Así estamos: la cárcel como depósito. Ahora bien, ¿qué implica el encierro, qué cortes vive la persona que comienza a transitar la privación de libertad? ¿Cómo se vincula con el trayecto de vida anterior y cómo ese antes y ese tránsito por el encierro condicionan el después, la libertad? Adrián⁸ identifica
Tres grandes mojones: el primero fue el momento de intentar evadirme, de la fuga. Frente al encierro, las ansias de libertad son tales que te querés ir. El segundo fue el de la normalización del encierro, que es un momento de violencia, de la tumba, como se dice en el lunfardo carcelario: ponerse tumbero y pelear contra el sistema, contra tus compañeros. La violencia al máximo extremo, porque es el menú de la casa. El tercer momento fue el momento de otros aprendizajes, de movimientos aberrantes, que le llamo yo. Con el tiempo, empecé a entender algunas cosas, de algunos movimientos que hice para desestructurar, dejar de normalizar, dejar de aceptar, cuestionar y reflexionar que los hacía porque algo estaba surgiendo en mí. También tiene que ver con los vínculos que se fueron dando en el camino, muy cercanos a la educación, el arte, la música, el teatro, que me fueron aportando un montón y a los cuales les agradezco la vida por eso.
Bárbara Leites⁹, por su parte, cuenta:
Yo no podía creer. Cuando entré, bajé a tierra a los tres o cuatro meses, cuando dije «estoy acá y tengo que asumir que estoy acá». Yo no podía creer todo lo que veía, para mí no eran cosas reales. La gente lastimándose. Yo estaba en la celda del 11 y los pibes salían todos manchados de rojo y yo me decía «¿están jugando guerra de pulpa de tomates, estos giles, y una muriéndose de hambre acá en el calabozo?». Y no, se estaban lastimando, se estaban peleando. Uno atrás de otro. Después me pasaron para el 1, que fue caótico, porque estaban juntas las chicas trans con los violadores. La vivencia ahí adentro vos no te la imaginás, ni un perro puede vivir así. En una celda de un locutorio, que era para dos personas, había como diez. Tenías que hacer tus necesidades ahí mismo, bañarte ahí. Dormir en el suelo, las ratas, no tenías salidas, ni al patio. Máxima seguridad. Al principio te bloqueás y quedás como que vos tenés que cuidarte vos, cuidarte las espaldas. No podés estar cerca del ventilador [se refiere a las ventanas] porque te pinchan. No te conocen de ningún lado y te pinchan igual, porque tienen ganas de lastimar a alguien. No podés ponerte en las rejas en el lateral porque te pinchan. No podés tomar mate con nadie porque le ponen cualquier cosa y te violan. Yo me fui armando una coraza.
En ambos casos, lo primero que emerge es el corte de vida que genera la pérdida de libertad, un cierto estado de paralización (hacer polifón, referido a dormir todo el tiempo), el estado de alerta e incertidumbre. La angustia y ansiedad que esto provoca y el consiguiente consumo de psicofármacos o la reacción violenta contra todo y todos. La necesidad primaria de sobrevivencia para conseguir lo básico, como papel higiénico y alimentos, porque el sistema penitenciario solo asegura, y en general en mal estado, el rancho (la comida dentro de la cárcel). Todo esto se vuelve más duro cuando se agrega el consumo problemático de sustancias, por la abstinencia o por el tráfico de drogas y las deudas que genera.
Quiero detenerme un segundo en la situación de las mujeres, las mujeres privadas de libertad y mujeres familiares de privados de libertad. Las primeras se han multiplicado debido al endurecimiento de penas vinculadas al microtráfico (entre 2021 y 2022, el aumento promedio anual de encarcelamiento para varones fue de 9 % y para mujeres de 28 %)¹⁰. Viven con mucha culpa la pérdida de libertad, por ejemplo, en relación a sus hijxs, y deben atravesar esa vivencia en una enorme soledad. Sobre esto último, Daniela Rodríguez¹¹ cuenta: «El hombre no está presente en la reclusión de la mujer. Incluso la madre no está tan presente en el caso de las mujeres. Y para los hombres, la mujer está siempre». Sobre las segundas, agrega que esas mujeres son las «que visitan, llevan comida, refresco, con calor y lluvia. El tipo tiene como para treinta años y la mujer sigue. Arma una vida alrededor de eso, lo acompaña durante toda la cana, con los hijos, con los bultos, el maltrato desde lo edilicio hasta la revisación, el desprecio y el prejuicio desde las propias operadoras y/o policías mujeres». Otro detalle: «En la cárcel de Las Rosas, los varones tenían posibilidad de visitas conyugales y las mujeres no», apunta Dal Monte.
La cárcel refleja y profundiza el machismo y el sistema patriarcal en el que vivimos, reproduce la misma violencia que se vive afuera, recrudecida por la propia violencia del encierro.
Hay un segundo momento en el que la persona privada de libertad hace el clicpersonal y subjetivo. Federico González¹² cuenta que su clic «fue más bien la distancia y el tener compañeros que me golpearan la cabeza con determinada información y sentir la distancia con mi familia». Él traía como un sustento importante la música desde su infancia y entorno más cercano.
Yo me involucré en lo que es la escritura, el rapear y eso dentro de la privación de libertad me ayudó a involucrarme con el lápiz y el papel. Yo dejé el liceo en cuarto año y el tránsito con la cuadernola me ayudó a desenfocar el viaje violento que hay en una cárcel (el agarrar un cuchillo, el agarrarme a trompadas con otro, el ser frío). Después lo otro fue lo musical, saber más o menos los ritmos, no tener música para escuchar y tener ritmos en mi cabeza me ayudó a estar enfocado desde ese lado. La cuadernola me ayudo a ordenarme y a escribir.
Para Bárbara, desde su coraza desarrollada en toda su vida (catorce hermanos, abandono de su madre, institucionalización en el viejo Consejo del Niño, vida temprana en la calle), la cárcel terminó siendo un lugar de aprendizajes:
A mí me encanta la cárcel, es una cosa que no sé. Es mi mundo, porque la cárcel es una escuela que te enseña a sobrevivir y a valorar lo que dejaste, a sobrevivir, porque tenés que manejarte para todo. Hacé de cuenta que estas en una jungla. Y la otra es aprender a valorar lo que dejaste afuera por una estupidez, porque apuñalaste a uno, porque robaste a una mujer mayor. Afuera tenías tu casa, tu trabajo, tu familia, tenías amistades. Allá adentro no tenés nada. No podés confiar en nadie. Yo no consumía psicofármacos, pero igual pedía, me hacía pasar por loca, drogadicta, pastosa, para que me den porque eso después lo traficás, cambiás por tabaco o por yerba. Lo mismo que un régimen; yo no tengo enfermedad para que me lleven un régimen, pero un policía me lo daba para sobrevivir ahí adentro. A mí me daban un muslo y yo gritaba para abajo: «¿Quien quería un muslo?». Y lo cambiaba por yerba o una burra de tabaco o dame un poco de café o té, o dame brillo (que es azúcar), o dame vaca (la leche), o un pulmón (la batería), o el marroco (el pan). Y aprendí. Siempre sola. A mí me decían la loca. Después me acostumbré al ritmo, al horario: yo salía a las seis de la mañana del módulo y entraba a las doce y estaba todo el día en la vuelta. Cocinaba, ayudaba a uno o a otro. Iba para acá, para allá. Me encantaba eso, conocer gente, poder ayudar al otro que vos ves que es más débil.
Estos procesos que trasmiten Bárbara, Adrián y Federico son personales, en los que pesa mucho la vida anterior, el entorno familiar —si lo hay— y las redes que se vayan generando internamente. El sistema hace poco y nada a favor de ese cambio o, por lo menos, no existe una política general y sistemática. Siempre son proyectos particulares que dependen de las personas y direcciones.
Un ejemplo ha sido la unidad número 6 de Punta de Rieles, destacada tanto por Federico como por Adrián. Para entender esas diferencias habría que empezar viendo que ahí se instaló una dirección civil¹³ junto con operadores penitenciarios, también civiles (en su mayoría mujeres) que buscó humanizar los espacios y generar ámbitos donde la persona privada de libertad, como sujeto de derecho, pudiera cumplir la pena en condiciones dignas, focalizando sus centros de interés para que sea ella misma quien pueda cuestionarse, desaprender lógicas anteriores que la llevaron ahí. En palabras de Daniela:
Se trataba de deconstruir lo que traían de otras cárceles y desde afuera. Deconstruir los códigos con los presos, la Policía y los operadores. Había toda una camada de presos muy jóvenes que no lograban salir del circuito de delinquir: «voy a hacer una rapiña más y con esa me salvo». No salir de querer tener plata y de conseguirla de forma ilícita. En realidad, creo que ellos ven a la cana como un tiempo muerto, y que se empieza a pensar a partir de que se sale. Puede ser cinco o diez años, pero ese tiempo no se piensa como «¿qué hago en este tiempo?». Es como la inmovilidad de las cosas. Cuesta mucho visualizar que los hijos van a tener diez años más y, cuando eso se hace presente, es fuerte. El sistema carcelario colabora con el «no pienses, no hagas, quédate tranquilo» desde las horas de encierro. No es fácil asumir que vas a estar diez años lejos de tu familia y tus amigos y es muy fácil caer en una depresión. El sistema no fomenta ese pensar porque lo ve como un depósito. Nuestra obsesión era esa: cuestionar y enfrentar los códigos asumidos y que en general no se cuestionan. Era necesario deconstruir esos códigos, por ejemplo, del hurto o la rapiña: por qué con mi vieja no, pero, esa señora que robaste, ¿no era mamá de nadie? Cuestionar y poner en palabras. Los espacios entre ellos se fueron creando. Sin llegar a ser espontáneos, porque se habilitaban, pero no era guiados. Estaban la obra de teatro, la radio, los talleres de murga, los espacios de aula y de laburo. Cambiar la dinámica del control para revalorizar los espacios de laburo.
Fue en esos espacios habilitados que tanto Federico como Adrián pudieron desarrollar proyectos personales y colectivos que les permitieron su propio proceso. Para Federico, era
una dirección con un enfoque más humano. No tanto “que pague el recluso”, sino “que se eduque a la persona privada de libertad”. Y ahí es donde empezó a jugar el rol social en mi cabeza y me empecé a integrar a otros compañeros que también empezaron ayudarme en el proceso de transformación.
Equipación de música y sonido, instalar una radio como espacio comunicativo, talleres literarios, de murga, espacios de aprendizaje de oficios para generar emprendimientos propios que los pudiera acompañar una vez que salieran (herrería, panadería, tatuaje, etc.). La posibilidad de culminar Primaria, Secundaria, UTU y continuar estudiando carreras terciarias: visualizar el propio futuro. Es en ese entorno que Adrián, junto a un grupo de reclusos, incluyendo a Federico, llevan a cabo un proyecto teatral a partir de una obra escrita por Adrián cuando estaba en el Penal de Libertad, El día después, que pone en palabras y acción lo que le sucede a la mayoría de personas que salen en libertad. Él mismo cuenta:
Yo estaba con compañeros que iban y venían y les preguntaba que les ofrecía el patronato, que les esperaba afuera. Veía en los noticieros la violencia y todo el tiempo que le dedican a los policiales y ahí surgió El día después, como lo que nos espera: el personaje principal es Gerónimo, que sale y quiere hacer las cosas bien, pero no tiene a nadie, ningún familiar, no tiene nada. Quiere hacer las cosas bien, pero se encuentra con una sociedad que lo rechaza, que no lo acepta, con instituciones del Estado que no le dan contención en esto del egreso, porque no hay políticas de egreso para las personas que salen de la privación de libertad. Cuando nos dimos cuenta de que podíamos hacer teatro, poner en palabras y representar lo que nos pasa cuando recuperamos nuestras libertades, creo que entendimos y aprendimos un montón de cosas, reivindicamos un grito de desesperación; loco, ta, todo bien, me mandé una cagada, ya la pagué, ta…, ahora quiero laburar, no quiero mandarme de vuelta otras cagadas. Quiero ganarme la vida, quiero hacer otras cosas, quiero disfrutar. No quiero vivir encerrado el resto de mi vida o aparecer tirado en una zanja. Creo que cuando las personas damos ese grito de desesperación, de que necesitamos ayuda y de que necesitamos ser aceptados, la cosa cambia.
La rehabilitación que la sociedad se imagina es profundamente cuestionada en lo conceptual y en los hechos. Conceptualmente, Daniela es enfática cuando dice:
No sé qué se imaginan cuando piensan en rehabilitar, cuando nunca estuvieron habilitados y ¿qué es rehabilitar? ¿A qué? ¿A mi modelo o concepto de vida? Eso es no poder pensar en sus propias trayectorias. Es no pensar que todos los sistemas fallaron y los expulsaron hasta llegar ahí. La cárcel es el sistema en el que te das cuenta que falló todo lo demás —la familia, la escuela, la salud—, filtros que debieron acompañar en otros momentos.
Adrián lo explica en otras palabras:
Tengo un rechazo con el concepto de rehabilitación. Hoy reafirmo que este sistema no puede rehabilitar a nadie. El prefijo re- ya es una forma de bastardear a las personas, y ¿rehabilitar a qué? Si capaz que hay muchas personas que nunca estuvimos habilitadas a un montón de cosas que tienen que ver con soportes sociales, institucionales, contenciones, vínculos, que son básicos para la vida de un ser humano. Entonces ¿habilitar, rehabilitar a qué? El concepto de rehabilitación nos bastardea porque las personas no nos rehabilitamos, las personas transitamos procesos y los procesos se dan individualizados. Trabajar los procesos, pensarlos, acompañar esos procesos. Y eso se deja de lado.
Punta de Rieles es un ejemplo y una excepción dentro de un modelo punitivo de cárcel-depósito hacinado que violenta, aísla, estigmatiza y expulsa a personas sin el acompañamiento de procesos que permitan visualizar la relación delito-cárcel para entender por qué se está privado de libertad y poder realizar cambios en su subjetividad. Cárceles hacinadas, sin actividades ni proyectos educativos ni formación laboral (que les enseñe como hacer un currículum, por ejemplo), horas y horas de encierro, aislamiento, desconexión con el afuera, discrecionalidad y abuso del poder que castiga siempre a lxs mismxs. Las herramientas son mínimas o inexistentes en general: salen con antecedentes, la plata del boleto, la cédula y no mucho más. Así salen en libertad. Libertad que vuelve a generar incertidumbres, miedos y angustias en quien la deseó durante su encierro al punto de que muchxs prefieren quedarse o volver, porque no tienen adonde ir. Lo que les espera es la calle o el refugio. Bárbara lo dice abiertamente:
Yo no quería salir, me tuvo que sacar la policía. Cuando me dijeron que me iba me puse a llorar. Quería lastimar a alguien, pegarle a un operador para que me dejaran. Hasta el día de hoy yo digo me encanta estar allá porque siento que es mi mundo, mi realidad. El ver todas esas cosas. No es lo mismo que estar afuera porque acá no tengo nada, no tengo familiares, no tengo amistades. No tengo nada. Me fui un domingo y el lunes estaba en los portones gritando que quería entrar porque la calle para mí era extraña. Me perdí. Me sentía perdida. No te capacitan para salir. Cuando salís ves los cambios. Yo no sabía para donde agarrar. Estuve cinco meses boyando en la Aduana drogándome porque no sabía qué hacer. Quería volver a la cárcel. Afuera changaba. Tenía dos opciones, salía a robar o a changar. Todo me jugaba en contra: recién salida de la cárcel, no tenía plata para hacerme los documentos, la dentadura fea. Al ser chica trans perdía en todos lados. Te cansás y pensás: «me voy para allá adentro». Acá afuera tenía que esperar la pensión, yo vivía de lo que me daba el colectivo [Colectivo Trans del Uruguay], de algunas tiradas de carta, algún pase que hiciera en el templo y el rancho de madera se me caía a pedazos porque estaba todo podrido. ¿Qué ganas de seguir luchándola acá afuera? No tenés armas como para poder manejarte porque si fuera un preso varón, que tiene posibilidades, la construcción, por ejemplo, pero para una chica trans, no. Es mentira.
Las cárceles son inhumanas y deshumanizadoras, violentas y costosas. Deberíamos preguntarnos: ¿para qué queremos las cárceles? ¿Cómo se pueden evitar, o por lo menos disminuir, los delitos? ¿Son el encierro y la privación de libertad la única forma de luchar contra ellos? Frente a esas preguntas, Paternain plantea:
Es fundamental, trabajar antes, evitando la cárcel, con políticas de prevención mucho más radicales. Una política de seguridad y de violencia buena y eficaz es aquella que te hace bajar de forma sostenida los niveles de delito y de castigo. Te hace descender la población carcelaria. Y para ello hay que tener políticas preventivas amplias, con más medidas alternativas y políticas focalizadas en estos factores de vulnerabilidad.
También asegura que las políticas sociales deben aparecer en un momento previo, para acompañar trayectorias golpeadas, con muchos abandonos y expulsiones, porque lo que hace la cárcel-depósito es reproducirlas.
El trabajo es un derecho humano, pero para ciertos sectores, por ejemplo, el de los hombres, las mujeres y las disidencias que transitaron la privación de libertad, es un derecho lejano, casi un privilegio, porque habiendo cumplido la pena, no tienen las mínimas condiciones para ejercerlo. La cárcel y el sistema punitivo no resuelven absolutamente nada: reproducen las mismas desigualdades que lxs expulsan y empujan al delito. No exijamos que trabajen cuando el Estado lxs abandona y lxs aísla. Exijamos que el Estado elabore políticas formadoras en las cuales las personas privadas de libertad puedan prepararse mientras cumplen su pena para trabajar y desarrollar sus propios proyectos de vida como todxs merecemos.
No necesito disfraz/ aquí está mi cara/ hablo por mi diferencia¹
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Aquel desnudo les había recordado lo que ellos se cubrían, cuerpo y alma.
La vergüenza de sus propias vidas. No todos pueden andar desnudos.
ARMONÍA SOMERS
Escribo sobre el deseo y, mientras busco, lo encuentro en las zonas oscuras de la moralidad; por eso mismo, me animo a imaginar que es en el deseo íntimo y esencial donde puede encontrarse la salvación. De ahí su peligrosidad, el miedo que genera esa «mujer desnuda» retratada por Somers. Por un lado, hay todo un sistema en torno al deseo: siempre hacia un otrx; siempre una ausencia que frustra y un nuevo objeto en el que depositar ese deseo. Siempre hacia fuera, repitiendo formas, mientras nuestro adentro se vuelve mudo y obediente hasta que, como Rebeca Linke, cortemos nuestra cabeza para luego «volver a colocarse el pensamiento encima, construir nuevamente el universo real, con las estrellas siempre arriba y el suelo por lo bajo»², «[…] donde comenzó la nueva vida real de una mujer de treinta años, que había dejado su existencia atrás, sobre una franja sin memoria».³
El deseo, ¿cómo se construye? ¿Es estrictamente individual o vive en esa porosa frontera entre mi yo y mi entorno? ¿Qué lugar ocupa el deseo en nuestras vidas con otrxs: promesa, trampa, utopía? ¿Es identitario? ¿Es atemporal o histórico? ¿Responde a la voluntad individual o se ve atravesado por las ideologías hegemónicas de la sociedad en que vivimos, o ambas? En sociedades tan violentas como las actuales —y, en particular, violentas hacia las mujeres y disidencias—, ¿repensar y revivir el deseo puede aportar a tejer vínculos libres, sanos y amorosos? Estas preguntas rondaron la conversación con Sara Soria⁴ y Mariana Turiansky⁵, con quienes me encontré para hablar sobre el deseo.
«Nosotras, las mujeres, no estamos educadas en un sistema que nos permita desear. Somos objeto de deseo del hombre, pero nunca se nos preguntó qué era lo que deseábamos», así comienza Sara la conversación. Es enfática: «Fuimos criadas para las tareas de cuidado, para el hogar, para ser el objeto de deseo de un varón, no para desear nada; a lo sumo, desear la maternidad. La maternidad sí debemos desearla todas, porque nos realizaremos cuando nos casemos con un varón, deseemos y tengamos hijos. Ahí seremos mujeres completas. Se educa para eso. A través de la televisión, las comedias, los dibujitos, los relatos de las series, nos enseñan a vincularnos: qué se erotiza, qué desear y cómo. Nosotras nos criamos con la Grecia Colmenares, con eso de “parirás con dolor”, sufriendo. A encontrar al hombre de tu vida, porque las mujeres estamos hechas para amar. Amar incondicionalmente. Y en eso, el deseo va de la mano del amor».
Llevado a lo sexual, «los hombres tienen sexo y las mujeres no cogemos, hacemos el amor», ironiza Sara. La masculinidad se presenta como activa y poderosa frente a la pasividad y sumisión del «ser femenino». Los varones deben demostrar su virilidad y las mujeres, con su sensibilidad, romantizan el deseo sexual. En ambos se inserta la maquinaria patriarcal y binaria que se vuelve jaula y la reproducen. Ambos sufren, pero en especial la mujer sufre en alma y cuerpo la violencia y la represión.
Mariana, por su parte, cuenta que, si bien ella se crió «en un hogar que nunca me habló de religión ni de matrimonio, sí tenía que ser una mujer que me realizara académica y profesionalmente. Yo jamás me vi en el rol de madre, de esposa, no iba por ahí lo que yo estaba deseando, sino que lo que me llenaba era mi realización personal». Sin embargo, «la vida y la sociedad —en el sentido de que lo que se desea se construye social y culturalmente—, me llevó a la maternidad y a la vida en pareja, pero ninguna de las dos estaban en mi lista de deseos. Y ahora soy madre de dos niñas con diez años de diferencia, lo cual me ha ayudado a revisarme como madre y como mujer. Esa madre que fui inicialmente no es la misma que soy ahora, aprendí mucho en el camino. La maternidad no me satisface en todo lo que soy».
A pesar de sus diferencias, coinciden en el mismo punto de inflexión: la necesidad de replantear qué/quiénes quieren ser y cómo vivir hoy. No reniegan, pero sí cuestionan. Se preguntan sobre su deseo, y hablar de deseo es hablar de identidad y de cómo hacernos, ya no desde el mandato, sino buscando caminos propios, sintiendo el vértigo que da saltar al vacío o caminar desnuda y descalza en la pradera o en el monte una noche estrellada al borde del río. Demanda romper creencias que han estructurado nuestras vidas, cuerpos, ideales de belleza, de amor, del manejo del poder y del tiempo. En definitiva, de cómo vincularnos con nosotras mismas y con lxs demás. En eso están Sara y Mariana, cada una por su lado, encontrándose en su propia soledad para identificar su propio deseo.
Estas mujeres creen firmemente que, si la sexualidad nos atraviesa desde antes de nacer, solo es posible transformar esas formas estructuradas, que generan violencia, infelicidad, frustración y una enorme desigualdad, a través de una educación sexual integral, continua en el tiempo, que integre a niñxs, adolescentes, familia y profesionales, porque, en definitiva, «criamos en comunidad», dice Sara.
Afirman que en Uruguay no existe una educación sexual seria, porque históricamente (y no de forma inocente) ha predominado la mirada biologicista, centrada en la genitalidad, lo anatómico, los métodos anticonceptivos, las enfermedades de transmisión sexual, etcétera. Nada que interpele, pocas horas de clase e intervenciones puntuales que solo sirven para apagar incendios.
Surge la pregunta, entonces: ¿cómo conciben ellas la educación sexual? La sexualidad atraviesa cada momento de nuestras vidas: para Sara, la infancia es el momento crucial, porque ahí se aprende todo lo que luego se vuelve columna vertebral de la edad adulta; para Mariana, la adolescencia es un período fermental en el que todo lo aprehendido puede fosilizarse o mutar. Ambas coinciden en que la familia y la cotidianeidad son el primer agente de educación y el mejor espacio para formar: «Vos estas en una mesa y la pareja discute sobre algo que sucedió: la forma en que se resuelva ese conflicto, cómo se da el diálogo, cómo se da la escucha, enseña a amar, a cómo vincularte. Lo mismo si ves a esos padres que no hablan, que dan un portazo y se van, discuten violentamente… estás educando en sexualidad. La mejor campaña de “noviazgo libre de violencia” es desde las infancias: cuando lxs niñxs ven cómo se vinculan sus adultos referentes (no solo padres)», advierte Sara, y luego agrega: «Cuando nace un bebé, empieza la educación sexual […] empieza antes, con el mandato de la maternidad (¿para cuándo los hijos? Y, si no los tenés, sos media rara). Luego, en el embarazo, te volvés el centro de todo el mundo. Nace la criatura y ahí te corrés a un segundo plano. “Aprendé a manejarte, porque, de última, esa es tu función”, te dicen, “vos sabrás qué hacer con tu puerperio”. Y el bebé empieza a ser el centro de todo, con la ropa y los colores. ¿Cómo nombramos las partes del cuerpo? Llamemos por su nombre a nuestros órganos, porque si no estamos dando una imagen distorsionada de que “de eso no se habla”. ¿Cómo visto al bebé? Si es una nena, ¿le voy a agujerear las orejas para que tengan caravanas? ¿Para qué les ponemos caravanas a la mujer y al varón no? Porque ya se tiene que adornar, porque ella ya no es suficiente, tiene que adornar su cuerpo para agradar a otros. Los juguetes, el cuarenta por ciento de los juguetes de las niñas tienen que ver con tareas de cuidado, y, de los varones, tiene que ver con el movimiento grueso, de fuerza, violencia, de juegos que lo ponen en la centralidad. Estás educando continuamente. Si el niño tiene un año y ve que quien lava la loza es siempre la mamá, el papá que llega cansado y se sienta. O la tarea del auto, la bici o la moto es siempre del padre, ahí estás formando. Los dibujitos a los que los exponemos, quién compra los regalos, quién se encarga de sacar hora para el médico».
Mariana pone foco en la adolescencia «porque es un periodo crítico, y más hoy. Sobre todo en las chiquilinas. Tenemos que hablar de la autoestima, de la autopercepción, del consumo de sustancias, de trastornos en la conducta alimentaria, de la exposición en las redes sociales. Tiene que ser un proceso sostenido y que no sea solo información». Hay una sobreabundancia de información por las redes y los adultos corremos de atrás.
Eso exige información de calidad, espacios amigables para que lxs adolescentes se sientan cómodxs, puedan preguntar, jugar, reflexionar, expresar sus sentimientos, cuestionar modelos y, por ahí, cuestionarse. Sara ejemplifica con una canción de Tini: «“Dale, miénteme/ haz lo que tú quiera' conmigo”. Esa idea de que tenemos que soportar cualquier cosa porque el amor es incondicional. Nos pueden engañar, nos pueden hacer lo que quieran y nosotras aguantamos, porque es nuestra función como mujeres: aguantar. No importa mi deseo. No importa lo que yo piense/quiera, lo que importa es estar al pie del cañón para un hombre». A lo que Mariana agrega: «Lo preocupante es cuando a las chiquilinas y chiquilines les pedís, en un espacio de taller, que analicen esas letras, que subrayen las partes que sienten violentas, no pasa nada porque no logran visualizar eso como violencia. Esas niñas que crecieron con las princesas de Disney, en la adolescencia se transforman en esa chica que está esperando al chico que se fue a pelear contra los narcotraficantes y la tienen retenida y ella espera de forma pasiva hasta que él la libere». O la idea de que las mujeres, con su paciencia, amor y comprensión, pueden cambiar a los hombres que erraron el camino; o también el fatídico “porque si me cela, me quiere”. Dice Mariana: «Si les decís a las gurisas que te describan el varón ideal, más allá de lo físico y los modelos de belleza, una de las cualidades presentes es el ser celoso. Ese celo es parte de ser una pertenencia de él, “Yo te deseo y te tengo”, y eso hay que desarmarlo, porque muchas de las situaciones de violencia tienen que ver con naturalizar los celos en el varón» o «la chiquilina que está con varios varones, es una puta, una zorra, y el varón que está con varias chiquilinas, es el macho alfa y un ganador». Desinstalar estereotipos perversos.
La pornografía juega, según Sara, un papel extremadamente nocivo para niñxs y adolescentes (comenta que los estudios hablan de que un sesenta por ciento de los varones ha visto pornografía entre los 9 y 11 años), porque formatea el deseo. En la pornografía hay «relaciones rápidas, en las que el deseo está en el varón, en las que la mujer es un objeto, en las que no hay métodos anticonceptivos, en las que no hay cuestiones de higiene o no hay cuidado de la otra persona, en las que se satisface el deseo del varón concentrado todo en los genitales, en el pene, olvidándose de todo el resto del cuerpo. Y alimenta el mito de que el hombre tiene relaciones, penetra, eyacula y la pasó bomba, y en realidad muchos varones no la pasan bien, porque hay otros aspectos de la sexualidad que no se les permite disfrutar: ser cariñosos, afectuosos, postergar el momento del orgasmo para disfrutar de todo el juego previo. Todo pasa por el pene. El orgasmo de la mujer está como en segundo lugar», porque se da por sentado que habrá orgasmo. Pero, en realidad, continúa Sara, «en medio del esquema de vida que tenemos, y de todos los mandatos que debemos de cumplir, y de todas las violencias que sufrimos las mujeres, es complejo tener el deseo y que además lo pases bien. ¿Cuántas mujeres hemos fingido un orgasmo? ¿Por qué lo hacemos? Lo hacemos para el otro, porque la centralidad está puesta en el otro, no en mí».
¿Cómo deconstruir y no morir en el intento? ¿Cómo lograr que podamos vivir nuestra sexualidad de forma libre, fieles a lo que somos? ¿Cómo lograr que la mujer se construya como ser deseante y el varón abandone la masculinidad tóxica? Las dos resaltan: educación sexual de calidad y sostenida en el tiempo; ser clarxs, concretxs y explicar con vocabulario acorde a las edades; trabajo con las familias, para que ellas se vuelvan un espacio cuidado, sincero, amigable; cultivar la mirada atenta, escuchar con tiempo; generar espacios de diálogo que permitan identificar deseos y construir a partir de ellos proyectos de vida.
Su práctica son talleres presenciales (a excepción de la virtualidad de los tiempos pandémicos); estos, si bien son pensados para familias, niñxs y adolescentes, la realidad es que la demanda viene más desde profesionales con el fin de adquirir herramientas y actualizarse que de madres y padres —el gran desafío para ambas.
Dice Mariana: «Si el deseo es una construcción socioeconómica y cultural que se forma colectivamente, debemos ser nosotrxs quienes cambiemos, sin esperar que venga alguien de afuera para hacerlo. Personalmente, creo que hay cuestiones económicas, empresariales y políticas que son difíciles de cambiar, pero hay cosas que sí podemos modificar y que van de la mano de lo educativo. El cuerpo como objeto comercial va a seguir pesando, porque el cuerpo es rentable, pero las acciones cotidianas insertas en el sistema educativo formal, sostenidas en el tiempo, que se acerquen a los padres y que los invite a quitarse presiones, para crear formas de relacionarnos más saludables, más empáticas, más amigables… En definitiva, ese es el objetivo de una educación sexual, porque no se trata de que les digamos lo que deben pensar o hacer».
En un plano más global, Mariana reivindica «romper con ese concepto binario del lado oscuro (el deseo, la noche, los impulsos) y el lado luminoso (el día, la cultura, la civilización, la razón, la coherencia). Las buenas mujeres y las malas mujeres. La sociedad no es binaria, no existen la oscuridad y la luz como opuestos».
Tarea ardua la de liberar el deseo, desmantelando viejos relatos y construyendo nuevas representaciones para dejar a un lado la binariedad masculino/femenino y, así, tejer modelos diversos que trasciendan los roles de género. Abrir la cancha a los bordes, romper las jaulas. Y vuelvo a Lemebel:
Me interesan las homosexualidades como una construcción cultural, como una forma de permitirse la duda, la pregunta; quebrar el falogocentrismo que uno tiene instalado en la cabeza. Es como la construcción cultural de un otro, tal vez en ese otro están incluidos otros colores, otras posibilidades insospechadas de las minorías. […]⁶. Me interesa el travesti por su desguañangado resplandor. […]. La loca es una construcción cultural y existencial poderosa, un regalo visual en este paisaje homogéneo y torturante. […]. El travesti no solo actúa sino que sobreactúa a la mujer. […]. Su estrategia es un escape, una fuga a mil de la represión que implican las identidades impuestas y un atentado al orden patriarcal porque logra que el machismo se mire humillado y grotesco en su propio espejo.⁷
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¹Lemebel, Pedro. «Manifiesto (hablo por mi diferencia)». Revista Anales, vol. 7, n. °, 2011, pp. 218-221. Recuperado de: <revistas.uchile.cl/index.php/ANUC/article/download/19449/20610/>.
² Somers, Armonía. La mujer desnuda. Criatura Editora, 2020, p. 20.
³ Ibid., p. 23..
⁴Sara Soria es docente de Biología en Educación Secundaria, educadora sexual, especializada en primera infancia y en formación de docentes para primera infancia. Desarrolló, junto a Mariana Díaz, juegos SexEduca, serie de juegos didácticos sobre sexualidad.
⁵Mariana Turiansky es docente de Biología en Educación Secundaria y educadora sexual. Junto con Sara Soria coordinan talleres de sexualidad.
⁶ Lemebel, Pedro. No tengo amigos, tengo amores. Fragmentos de entrevistas, editado por Macarena García Moggia, Guido Arroyo González, Alquimia Ediciones, 2018, p. 68.
⁷ Ibid. p. 84
Lo que la boca no dice, el cuerpo lo grita
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la incomodidad del silencio. Y respeten.
Leila GUERRIERO
Zona de obras
Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano… Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo.
Svletana ALEKSIEVICH
El fin del «homo sovieticus»
¿Cuántas formas de sobrevivencia aguanta un cuerpo que otros arrebataron para su propio consumo dejándolo atravesado por un profundo dolor? ¿Cuánto dolor soporta ese cuerpo al que se le roba parte de su vida? La mayoría de las mujeres que terminan en situación de explotación sexual comenzaron siendo niñas abusadas en su entorno familiar, invisibilizadas enfrentadas a la incredulidad y la indiferencia.
Acercarme al dolor de algunas de esas mujeres significó ir con cuidado. Escuchar en silencio, mirar. Luego, asumir que no todo puede ser explicado porque, como ellas me enseñaron, cuesta visualizar lo vivido y además, ponerlo en palabras. Sus cuerpos duelen, se sienten rotas. Lleva tiempo recomponerse y lo roto se vuelve constitutivo de su «ser mujer» hoy. Acercarme a esas mujeres fue una experiencia dolorosa y llena de vida, de resiliencia y dignidad, porque así son ellas. Y, finalmente, acercarme a esas mujeres me hizo ver que todo lo que han vivido y otras aún viven sucede en cualquier barrio o cuadra: el hogar puede ser el primer refugio, pero también el primer infierno.
Pedí permiso a Karina Núñez y Sandra Ferrinni para entrar en su «espacio minúsculo». Cada una, a su manera, fue contando lo que quiso y pudo, con voces firmes y cuidadosas de sus seres queridos. Fueron encuentros generosos, extensos e intensos, atravesados por silencios incómodos e íntimos. Se los agradezco profundamente.
Karina Núñez: «Yo me construí siendo una trabajadora sexual». Cuando le escribí para concertar un encuentro, Karina me respondió con la misma franqueza y calidez con las que me recibiría a la semana siguiente en la casa donde vive. Luego me llevaría a su «bunker» tan repleto de ella: armarios, mesas, fotos, cajas con ropa, libros, folletos, cartitas, sus libretas, el colchón donde duerme y un colchón extra para recibir y contener a mitad de la noche, a alguna compañera en problemas.
Ella se presenta como «una mujer feminista, popular, reduccionista del trabajo sexual. Soy cuarta generación de trabajadoras sexuales y de mujeres explotadas sexualmente […] mi tatarabuela no se puede decir que fuera trabajadora sexual porque, al ser esclava, ni siquiera era dueña de sí. A las que sí se les reconoció, pero para increparle el hecho de haber abandonado a sus hijos por estar changando, fue a mi abuela, a mi madre y a mí». Pasado y presente hacen de Karina una mujer militante con conciencia de clase. Conciencia que agradece por un lado a su padre, ese hombre que decide ser su papá: «A él le debo la voz: soy la hija de un sindicalista, preso político y de una trabajadora sexual, eso es lo que me hace tener voz»; y, por otro, a las mujeres con las que se cruzó y se vio en sus fortalezas para salir del aislamiento generado por el sistema de explotación y el estigma que conlleva el trabajo sexual.
En su relato aparece el dolor en el recuerdo de una infancia violentada por el mundo adulto. En dictadura, vivir las persecuciones de los milicos, las burlas, el hacerse cargo de sus hermanxs, defender a su madre a las trompadas cuando le decían «puta», de no sentirse amada, del abrazo seguido a la paliza. Y lo más doloroso fue que no le creyeran cuando cuenta «que me siento en la falda de un tipo por una moneda para el yogurt. El único momento en que yo digo “eso fue explotación y yo no me lo merecía”. Esa secuencia, que fue poquito tiempo comparado con lo que vino después… me dolió horrible».
El abuso y explotación sexual de niñas, niños y adolescentes es una de las peores formas de violencia, porque lxs transforma en mercancía y víctimas de relaciones asimétricas de poder, devastándolxs emocionalmente. Y es la puerta de entrada a las situaciones de prostitución en edad adulta.
En los últimos veinte años, Uruguay se ha ido poniendo a tiro del marco jurídico internacional respecto a la protección de lxs niñxs y adolescentes (violencia doméstica, Código de la Niñez y Adolescencia, violencia sexual, prevención y combate de la trata, por ejemplo). Sin embargo, ese marco legal no siempre se acompaña con presupuestos que permitan sostener esa lucha que demanda estrategias interinstitucionales y proactivas, sin depender de las denuncias que puedan hacer las propias víctimas.
Karina cuenta que recién pasados muchos años logró reconocer que lo vivido entre los 12 y 18 años, era explotación sexual. En aquel momento, la esquina, la frontera o los camiones eran la forma de escapar de su casa, y eso lo «sentía como el paraíso». De los 18 hasta los 26 ejerció la prostitución y luego, hasta los 48 años, se define como trabajadora sexual por contar con la libreta de profilaxis venérea, expedida por el MSP.
En nuestro país, la prostitución se legalizó en el 2002, con la Ley 17.515, que hoy las trabajadoras sexuales organizadas quieren modificar por punitivista y sanitarista. A pesar de la ley, la situación de las trabajadoras sexuales sigue siendo precaria, inestable, sin garantías ni derechos laborales, siempre al borde de las redes de trata y sin demasiadas políticas públicas que les permitan visualizar otras perspectivas diferentes al trabajo sexual.
En la salud, existe una violencia sistémica y humana: que Karina recién a los treinta años tuviera su carnet de asistencia con su nombre, porque antes solo decía «meretriz», ilustra lo inhumano que puede volverse ese sistema. Otro ejemplo, «en el hospital de Paso de los Toros tuve un aborto espontáneo. Ni yo sabía que estaba preñada. Me dejaron ocho horas en una sala fría a que llegara la muestra de Tacuarembó para ver si el aborto era espontáneo o provocado, chorreando sangre en la camilla. Y mientras la mujer me estaba haciendo el legrado sin anestesia, la ginecóloga me decía “no te quejes porque si te gustó hacerlo, tenés que aguantarlo, porque si tuviste el corazón para abortarlo, tenés que tener el corazón para que te lo saquemos”. Más adelante, estaba junto a una compañera a quien las enfermeras no quisieron asistir y yo le recibí a su hija muerta en una chata». O «las compañeras trans, que, para obtener la libreta, la técnica laboratorista las mandaba hacer los exudados al baño público, les salían mal y era Benzetacil todos los meses porque las muestras estaban contaminadas porque el baño estaba sucio; o «el médico que le da un diagnóstico de VIH positivo a una compañera trans, gritándole en el pasillo: “vo, vení acá que tenés sida”. Ella salió y se colgó del puente».
La escritura que se convirtió en un espacio de fortalezas ayuda a comprender: la entrada a la prostitución nunca es libre y voluntaria, más allá de la autopercepción de «que tengo sexo con quien y cuando quiero». Hay múltiples factores que encadenan las decisiones: la pobreza, la soledad, el abuso, el entorno familiar y social, el desamor, el estigma y la autodiscriminación. Luego, se vuelve muy difícil salir: «Cada una va creando sus propias estrategias del no dolor, sin darse cuenta que es una estrategia de supervivencia. Vos hacés cosas para no sufrir. No te das cuenta porque no te consideras parte del todo y la sociedad se encarga de hacerte ver que no sos parte del todo de ellos, durante el día por lo menos. O lo tomas como un lastre o como una forma de aprendizaje, pero olvidar o reconstruir no podés. Cuando una mujer vive muchos años en el ejercicio del trabajo sexual, se vuelve constitutivo». Una vez dentro, la discriminación y la violencia institucional (policía, médicos, justicia) termina cerrando el círculo. Apunta Karina, «el discurso que tienen los proxenetas nos mantiene alejadas del resto de la sociedad, en un submundo que solo ellos dominan porque, si no, ¿cómo se explica que una trabajadora sexual confíe más en el proxeneta y narcotraficante que en un policía o juez? Cada mujer tiene un switch que vos desconectás y se desconecta del mundo. Cuando él conecta con ese switch, cagaste. Casi todas las mujeres que no permiten que las acompañes es porque vienen de una soledad desde muy chicas y entonces no creen en nadie». La soledad de la puta y vivir en la vorágine para enfrentar lo que venga, no bajar nunca la guardia, darse contra todo y responder, siempre responder.
Con el tiempo, el cuerpo da pistas de lo vivido. Karina me cuenta: «Hacía tres o cuatro meses que ya no estaba trabajando en la calle y por primera vez me estaban pagando un sueldo, me despierto una noche como loca porque tenía que salir a parar porque ta… tenía hambre, tenía un vacío en el estómago impresionante. Y me levanté, buscando mis zapatos de trabajo, mi cartera de laburo… Por allá, no sé qué clic hice y abro la heladera y está llena de comida. Había comida. Acerqué la silla con la puerta abierta y me puse a llorar. Yo me había despertado convencida de que tenía que salir porque no tenía comida y me chiflaba la panza. Eso fue hace casi un año, cuando dejé de laburar. ¿Entendés? Eso de estar todo el tiempo a la expectativa». Abrimos los ojos frente a un acto reflejo y vemos nuestra propia desnudez. Y hoy que ya no ejerce el trabajo sexual, «la verdadera Karina…está empezando a florecer. Karina como palabra propia. Mi Karina. Y estoy hecha mierda. Me duele el alma, me duele todo el cuerpo».
La herencia del «buen decir» de su abuela y madre, la voz de su padre militante y su estrategia guerrera para sobrevivir permiten que hoy diga lo que piensa. Reclama deconstruir el maternar, deconstruir la romantización del parir: que parir cuando no se quiere ser madre «es traer gurises a que se mueran en una sociedad de mierda, porque ya desde la panza eran para no estar». Luchar contra el patriarcado es resignificar a Lilith para que cada mujer viva su sexualidad libremente y enseñar «a los varones que el acceso a los cuerpos de las mujeres es solo y cuando las mujeres quieran y en las condiciones que las mujeres quieran y que no van a ser menos machos porque sean esas las condiciones. Que no tiene la obligación de poseer el cuerpo de la mujer. Que la humanidad no pasa por el glande». Y lograr que las trabajadoras sexuales tomen la palabra para ser ellas quienes cuenten sobre sí mismas y no seguir siendo «objeto de estudio de la academia»
No hay biblioteca que pueda relatar, explicar y comprender lo vivido por los cuerpos de las mujeres víctimas de explotación y trabajadoras sexuales, Karina dice: «Nos apropiamos del capital. Nosotras tenemos todo, la voz, los insumos, todo es nuestro. Si querés hablar de prostitución, ponete los tacones y salí a changar. Y entonces, si alguna compañera accede hablar de prostitución, pagale el polvo, porque su saber también vale. Esa discusión entre abolicionistas y regulacionistas es entre conchetas con plata que tienen la panza llena porque ninguna creció con las tripas pegadas al espinazo y hablan porque el aire es gratis. Es mucho más fácil venir, hacer test y hablar sobre los pobres que empobrecerte para poder ganarte un salario. Eso lo tengo clarísimo».
Desde siempre, sus libretas y cuadernos la han salvado. Ha publicado varios libros en los que, desde su propia vida, reflexiona sobre la trata, explotación y trabajo sexual. Me quedo con una frase que Karina escribió en una libreta que generosamente me prestó: «Cuando lo que pasas, el cuerpo no lo olvida, es imposible que ese rescoldo disminuya mis ganas de intentar que no pasen otras gurisas por lo mismo que yo. Así que ahí está el motor que me mantiene en marcha», 23 de julio del 2021.
Sandra Ferrinni: «Mi madre me hizo una muñequita para los pedófilos». Sandra me espera y me recibe cálidamente en su casa. Los espacios son oscuros porque no resiste mucha luz de afuera, «se siente observada». Habla bajito: «Soy Sandra Ferrinni, sobreviviente de trata y activista contra la trata de personas y contra cualquier tipo de violencia».
Nació y creció en el Cerrito de la Victoria, barrio parecido a tantos otros que conocemos, con veredas, jardines, vecinxs, esquinas, niñxs, placitas. Su madre, docente; su padre, empleado del puerto; un hermano del que no quiere hablar; un abuelo bueno y muchos tíos abusadores. Tenía como vecinos a un viejito panadero y su esposa, que le enseñaba a tejer con un perro que ella veía como el dinosaurio de los Picapiedras. Su mamá le compró cincuenta y dos muñecas, la llevaba a la peluquería, la cuidaba como a una princesa.
Su infancia terminó cuando tenía ocho años: «Mi madre me lleva a la casa del vecino, cantero de por medio. El día que yo salí de la casa del vecino, él quedó tirado, yo di unos pasos para atrás, crucé a mi casa y mi tío me abusó. Ella se puso a cocinar y me amenazaron con matar a mi padre si contaba algo. Entonces me callé por mi padre. Pensé que era lo que me tocaba. Yo todavía estaba sangrando del abuso del vecino cuando me abusa mi tío. Una vez fui al pediatra y le dije que me dolía mucho la pelvis y le dije lo que me hacían y él me dijo que era una mentirosa y que se lo iba a contar a mi madre, yo me puse a llorar y le pedí que no le cuente a mi madre porque sino me iba a mandar con más vecinos. Me hizo poner en una camilla y me empezó a tocar… a los años me di cuenta de que me estaba tocando, me estaba metiendo el dedo. Entonces, ¿a quién le podía creer yo? En la escuela, le abrían el portón a cualquiera que me fuera a buscar, el doctor que me tocaba». La vulnerabilidad de un cuerpo cosificado y una psiquis violentada. Vidas partidas a las que la sociedad indiferente margina, estigmatiza y deja solas: «Yo me quise matar a los nueve años porque no soportaba la situación, apenas se ven las cicatrices con los años. Tomé insecticida, batí un huevo con vainilla y le metí el insecticida. Y agarre un frasco de pastillas porque en las novelas, todos se matan con pastillas. Me tomé un frasco de pastillas y era vitamina A».
La historia de Sandra va de la mano de su madre que la entregó, manipuló y explotó: «Si tu madre te enseña a cocinar, vos te quedás con esa receta. Y mi madre me enseñó a ser puta y yo me quedé con eso». Luego del abuso inicial, a Sandra no la dejaron jugar más ni con las muñecas ni con las amigas, primero, porque su madre la llevaba con los papás de sus amiguitas, y, segundo, porque esos papás no dejaban que sus hijas jugaran con ella. Ella se había vuelto «la loquita de la cuadra» y no ellos los pedófilos.
«Cuando tenía doce años, me hicieron los pechos con aceite de avión. El dolor que yo pasé cuando me los hicieron. Me agarraban de los brazos y me inyectaban con una aguja de caballo. Yo era chatita y me quedaron unos pechos enormes. Yo no quería ese cuerpo. Yo quería el cuerpo de niña». A las víctimas nos vuelven «diabólicamente bellas», puntualiza.
Sandra pasó por esquinas y whisquerías, dando parte del dinero a su madre que luego la entregaría al proxeneta que la termina llevando fuera del país, con documentos falsos. Antes, cumplió un sueño: «Yo me quería casar. Pasaba en la esquina con treinta tipos que se me tiraban arriba, pero me tenía que casar vestida de novia, con la marcha nupcial. Y todo lo hice con la plata de la esquina. Yo estaba apurada porque me quería ir de lo de mi vieja y me casé en la Gruta de Lourdes. Él no quería que trabajara…en ese momento, porque después sí… él me vio cuando me llevaban a Europa». Y, en ese momento, su madre se queda con su hijo, «la niñera más cara del mundo: mi vida tuve que dar para que creciera mi hijo».
«Y cuando venía, traía cinco mil dólares y se los quedaba ella. No quería que viera o hablara con nadie. Seguía estando presa porque a donde iba, me seguía un coche. En general los proxenetas que vienen, lo hacen en octubre y se van en marzo, cuando termina carnaval, que yo le llamo el tiempo de cosecha. Y esos proxenetas te están vigilando de que no te vayas ni hables con nadie».
Estuvo treinta y siete años en la red de trata, en varios países de Europa y el funcionamiento es el mismo: proxenetas que manejan a muchas mujeres indocumentadas o con documentos falsos, vulnerables, aisladas, ejerciendo la violencia y el abuso. Para ellos, las mujeres son máquinas que cuando menstrúan, deben colocarse una esponja porque «pierden aceite». Luego están los perpetradores o puteros, que son los que pagan por el servicio sexual y les gusta llamarlas «mi putita» (y a los que Sandra se niega a llamar «clientes», como tampoco puede definir el servicio sexual como trabajo: «Para mí, el servicio sexual no es un trabajo porque te penetran, te abusan, te humillan, te desnudan. Yo estaba en situación de prostitución forzada, de explotación, pero no era un trabajo»). Los lugares son la web, la esquina, los prostíbulos más miserables, la plaza, la carretera o las discotecas, pueden ser vip o escort: son víctimas de explotación sexual, proclives a enfermedades, abortos mal atendidos y adicciones. El percibirse como tales les lleva mucho tiempo, porque todo el sistema logra naturalizar su vida a través de la violencia ejemplificadora, el aislamiento, la soledad, la familia distante.
Esa misma distancia hizo que a Sandra le costase ver que su familia fue el primer lugar de abuso. La distancia diluye la responsabilidad y las vuelve a dejar solas para resistir o escapar: cuenta de varios intentos frustrados porque se escapaba y cuando le giraba plata a su madre, esta avisaba y los proxenetas la buscaban, y de nuevo el círculo del que las que logran sobrevivir, lo hacen rotas y doloridas. Muchas quedan en el camino.
En el medio de infierno, siempre puede haber una historia de amor y Sandra me cuenta la suya. Estando en Italia y en un momento en que, por menstruar, no podía salir, vio por la televisión a manifestaciones contra unos centros de recepción de migrantes que lo que menos hacían era protegerlos. Algo la atrajo, quizás la posibilidad de salvarse, de contar su historia y salvarse. Cuando va, conoce a Bruno, un argentino exiliado con el que enseguida siente la conexión y comienzan una relación a escondidas y con todos los miedos e inseguridades. Era la primera vez que se sentía amada. Sin embargo, no pudo contarle su historia, no pudo. Por miedo a ser juzgada y abandonada. A pesar de todo, el amor le dio fuerza para escapar y vivieron cuatro meses juntos. Descubrió un nuevo sentido en su vida: luchar con y por otrxs. Pero seguía sin poder contar su historia de abuso y violencia. Cuando está por hacerlo, cae nuevamente en las redes y cae profundo. Solo podrá salvarse cuando un accidente la deje paralítica: la «máquina» queda fuera de servicio y logra definitivamente escapar, logra volver a Uruguay porque aquí está su hijo y nietxs y porque esa familia la precisa y ella, quizás, sienta que es una forma de redimir su propia infancia y construir otra familia. ¿Y el amor? A los días de que Bruno le pide que vuelva porque él se muere de amor, Bruno muere. Muere de forma definitiva y ella se queda con la promesa de llevarle una rosa azul a la tumba.
El amor salva, pero las historias de amor no siempre terminan como queremos que terminen. Y la vida de Sandra hoy continúa en la casa que pudo construir, cuidando a sus nietxs, procesando el ser sobreviviente de trata, abriendo cajas y recuerdos que aún duelen para poner en palabras los abusos, los traumas y las formas de resiliencia que va pudiendo construir, acompañada, como siempre, de su osito, que se fue rompiendo en la medida que ella comenzó a sanar, lo que pudo sanar. No es fácil, pero es necesario.
Sandra me habla de la letra de una murga y la música queda sonando: «¡Que no es mercadería que se descarta!/ ¡Si nadie va al burdel ya no hay más trata!/ ¡Ni arreglo con los jueces ni con la cana!/ ¡Ni el burdo proxeneta que te las mata!/ ¡Las drogas y el garrón que las embaraza!/ Y no hay un protocolo que te las salva…/
Un cuerpo de mujer es un jardín de dignidad/ que empieza a florecer con la mirada…»
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¹Karina Núñez define al reduccionismo como «la acción de reducir el tiempo que pasen las personas en ejercicio del Trabajo Sexual, disminuyendo así la posibilidad de que se convierta en un proceso de naturalización espiralada para sus sucesorxs», en El ser detrás de una vagina productiva, Uruguay, 3. ra edición, 2021.
² «Hablo de la soledad de la puta porque ese tema no se ha tocado. Nunca se menciona la soledad de la puta. Es una soledad que viene de la forma, que dice cómo es el entorno de la puta. No es una soledad buscada, es la soledad construida desde fuera, es un sentimiento de soledad en el medio de tus relaciones.» Sonia Sánchez en Ninguna mujer nace para puta, de María Galindo y Sonia Sánchez, Argentina: Lavaca, 2007.
³El ser detrás de una vagina productiva (2017), Manual de una buena puta (2021), ¿Con qué sueñan los hijos de puta? (2022).
⁴Stephanie Dermirdjian define a la trata de personas como «la captación, el traslado y la recepción de personas dentro de un país o a través de fronteras para explotarlas. Puede tener como fines la explotación sexual comercial, el trabajo forzado, el tráfico de órganos o la venta de niñas y niños para la adopción, entre otros. Los protocolos internacionales la definen como “una forma de esclavitud moderna» que afecta prácticamente a todos los países del mundo, que pueden funcionar como punto de origen, tránsito o destino”» A su vez, «la ley integral contra la trata de personas aprobada por Uruguay en 2018 define la trata con fines de explotación sexual como el acto de “inducir u obligar a una persona a realizar actos de tipo sexual, con la finalidad de obtener un beneficio económico o de otro tipo para sí o un tercero. Esto incluye los actos de explotación a través de la prostitución, la pornografía u otras actividades de naturaleza sexual”». Recuperado de <https://ladiaria.com.uy/feminismos/articulo/2020/7/la-trata-de-ninas-y-mujeres-con-fines-de-explotacion-sexual-un-problema-relegado-en-uruguay/>.
⁵La trata, de la murga argentina El Remolino: <https://www.youtube.com/watch?v=pL71OIF1kTQ>.
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Romper los espejos
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Hay numerosas ilusiones que nos dan cuenta
de hasta qué punto los ojos inventan el mundo
que miran.
Mauricio ORTIZ
La salvación de lo bello es la salvación de lo
vinculante.
Byung-Chul HAN
«Soy Fernanda, tengo cincuenta y dos años y nací viendo». Así se presenta Fernanda. Con ella conversé sobre el dominio de la vista, los espejos, la mirada del afuera, la construcción de la visión y la belleza como volumen cuando los ojos ya no ven. En este número de julio en el que nos convoca la belleza, escribo sobre cómo se construye conceptual y vivencialmente lo bello/lo feo cuando la apariencia desaparece y cuando la vista deja de ser el sentido hegemónico.
Podemos acordar que la belleza y la fealdad han sido temas de discusión desde la antigüedad, que nunca se los define como absolutos, sino en relación a modelos establecidos en cada momento y cada cultura. A su vez, a nosotrxs nos llegan apenas esas disquisiciones teóricas o representaciones artísticas que permiten reconstruir los gustos a través del tiempo. Además, en esas definiciones, a lo estético se suman criterios políticos, sociales y religiosos que condicionan las decisiones y conductas humanas. Y, finalmente, a lo feo y a lo bello podemos pensarlos no desde lo binario, sino desde la complementariedad.
¿Qué nos pasa hoy, en un mundo donde todo es pantalla y apariencia?
Byung Chul Han plantea que en la sociedad capitalista moderna y actual, la mercantilización ha hecho de lo bello algo pulido, brillante, terso, agradable, auto complaciente, sexualizado y, principalmente, un objeto de consumo, reflejando a su vez el imperativo social de la positividad. Para ello, todo debe estar a la vista, sobre-expuesto. Sin embargo, «la permanente presencia pornográfica de lo visible destruye lo imaginario» porque identifica lo oculto, la sombra, lo oscuro, el pliegue y lo rugoso como lo feo y, por lo tanto, temible.
Por otra parte, en los años treinta, Junishiro Tanizaki reivindicaba la sombra como esencia de la vida y la tradición japonesa: «Creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias […]. La belleza pierde su existencia si se le suprime la sombra». Lo bello y lo feo. Lo visible y lo oculto. Lo luminoso y lo oscuro. La luz y la sombra. La vista y la visión.
Ahora, ¿qué sucede cuando todo se vuelve oscuridad absoluta o una blancura densa como nos contaba José Saramago en Ensayo sobre la ceguera? No lo pienso metafóricamente. No. ¿Qué sucede cuando mis ojos dejan de ver?
Como un juego empático, me guio por Fernanda en su casa para tratar de entender. Ella me recibe junto a su hija mayor, María Eugenia, con la que convive desde hace unos meses. Una sala amplia con pocos muebles, un gran ventanal por el que entra mucha luz y cerca de él una mesita con cuatro sillas, el mate, termo, un plato con queso, tomatitos cherry y escones caseros sobre un mantelito de tonos amarillos y naranjas. Por sobre la mesa, un cuadro pintado por su abuelo que ella me describe desde su memoria: «Tiene un sauce llorón, un ranchito, no sé si tiene dos o tres gallinitas, había ropa colgada… Sigue habiendo ropa colgada, los colores verdes y la sombra del abuelo».
Ahí nos sentamos, Fernanda de espaldas a la ventana y yo frente a ella. No tiene lentes de sol y mientras habla de forma calma, siento su mirada o su esfuerzo de mirada. En un rato me contará que, dependiendo del día y de la hora, puede ver contornos, contrastes pero nunca rasgos, colores, ni letras. Ni una hoja en blanco. Ni sus propias manos. También hablará de la paz que siente cuando cierra los ojos. Pero eso será más adelante. Antes, me irá contando su vida, sus matrimonios, sus amores y desamores, sus hijos y el duelo que le significó dejar de ver. También de su «ser kamikaze», de sus momentos de reclusión primero y luego, de la necesidad vital de salir, de vincularse, del goce y la aventura para zafar de tantos mandatos: la familia, los espejos, la belleza, y, en el presente, deshacerse del mandato de la vista.
Nació viendo y tardíamente —cuando ya era mamá de Eugenia, Juan Francisco y Juan Sebastián— le diagnosticaron retinosis pigmentaria, afección por la cual se van muriendo las células de la retina. Vivió en muchos lugares, desde Venezuela, con su primer marido, hasta Villa Argentina, sola e iniciando el camino de la ceguera.
«Siempre me encantó mirarme al espejo —dice—, en mi casa había espejos; antes de salir, íbamos a la casa de mi abuela, que era adelante, a remirarnos, mi hermana y yo. Capaz que yo más veces. Me miraba de un lado y del otro. Y de repente veía uno de esos perfiles que no me gustaba. Pero siempre, para ir al liceo, me miraba al espejo. Adolescente, una se maquilla y el espejo. Siempre. El afuera, la ropa, la estética, la mirada, la belleza y la mujer. Yo pasaba por delante de un espejo y tenía una imagen de mí misma un poco trastocada», recuerda. El espejo se vuelve la mirada del afuera que no solo refleja, sino que perfila a quien se mira en él: «El espejo seguía funcionando y la apariencia física también», concluye al relatar varios momentos de su vida en que no lograba reconocerse o le ganaba la culpa por vivir de acuerdo a lo que sentía. La belleza era definida por esa mirada externa.
«Nunca me imaginé en mi vida que yo iba a dejar de ver». ¿Quién se lo imagina —aunque sea jugando— perder los rostros de la gente amada, el camino, el mar, el cielo? Fernanda perdió primero el campo visual, luego los colores, el enfoque, las siluetas. Confiesa: «Antes lloraba mucho, fue un duelo grande. Ahora hay duelitos diarios de no verles las caras. Y me emociona. Yo ayer miraba a Juan Sebastián, que estaba ahí sentado, y estaba más nublado y le veía las cejas. Cuando me da un beso le sentí la barba, porque tiene como bigotito y una barbita. Y yo, “¡qué grande está, qué precioso!”. Lo reconozco, pero no le veo la cara».
Repito: ¿qué sucede cuando perdemos la vista? ¿Cómo nos construimos ese mundo cotidiano que no desaparece aunque lo dejemos de ver? ¿Cómo construimos la imagen de los objetos, los lugares, los espacios, las relaciones? Mauricio Ortiz me ilumina en esas preguntas, porque plantea que el ser humano tiene innumerables herramientas para constituir un mundo cambiante (memoria, sonidos, pensamiento, tacto, sabores, palabras, silencios). De hecho, luego de describir el complejo funcionamiento de los ojos y de la vista, nos dice: «La retina dista mucho de ser un simple mapa de pixeles: es un manto con seis o siete capas de células conectadas entre sí […] cuyas últimas prolongaciones forman el nervio óptico que entra al cráneo por detrás de la órbita. […]. La vista, eso tan directo y objetivo, no es más que un poderoso invento».
La visión trasciende a la vista, porque: «La visión es en sí misma la reconstrucción del mundo a partir de los fragmentos incontables. Síntesis al vuelo que va haciendo la persona de acuerdo a su experiencia y sus conocimientos, si es que al fin todo es representación, otra vez el prodigioso invento».
En ese camino de pérdida de la vista, Fernanda cuenta su vivencia: «Hubo una época de oscurantismo, de no querer salir, para qué voy a ir un museo si no veo; ir y frustrarme, de darme contra la gente y no saber usar bien el bastón y no disfrutar. Una época de reclusión dentro de casa. Ese afuera era desconocido y usar el bastón me daba una imagen de mí misma muy fea. Me sentía una rata fea y enferma, una cosa horrible. Porque también a veces el afuera te devuelve un “ay, pobrecita” o un asistencialismo paternalista de cuidado».
Finalmente se animó: «Me doy cuenta que el no ver me está permitiendo vivir experiencias maravillosas que las estoy descubriendo al entrar en este mundo nuevo de la ceguera. Lejos de la lástima». Y cerca de la visión de sí misma: «Perdí la mirada del otro. Ahora lo que importa es cómo me siento yo, la construcción que hago de mí desde la conciencia de cómo estoy y salgo con mi mirada. Después, el afuera y lo que me retorna, ya no me importa tanto. Yo me quedo con sentir el pelo limpio, poder hacerme una colita, estar cómoda. Me bañé, me siento bien, no sé si la ropa combina pero no me importa tanto si me pongo una media roja y otra azul porque no me voy a dar cuenta de la diferencia excepto que sea una larga y otra corta. No estoy mirando, estoy sintiendo. Antes sí, porque valía el mandato de la vista que se conecta con el mandato del afuera. Ya no me condiciona».
Le pregunto sobre cómo se arma la imagen de su mundo y de su vida. Ella habla de la memoria, los sentidos y la conciencia. La memoria, no solo porque ella «vio» hasta los treinta y cinco años, sino porque la memoria es parte constitutiva de cualquier ser humano, y esa memoria se forma desde lo visual, por relatos, sentimientos y vivencias.
Los sentidos, porque se liberan de la vista. Fernanda dice: «Si yo cierro totalmente los ojos, ¡me viene una calma! Porque es todo igual, no hay esfuerzo por ver límites. Entonces yo usaría más las manos, que serían mis ojos, y no me confiaría en el resto visual que me va quedando. Pero me resisto a cerrar los ojos todavía. Esa paz que siento cuando cierro los ojos es porque la vista es tan dominante que no le deja espacio a los otros sentidos, batalla contra ellos. Y cuando cierro los ojos, aparecen ellos. Aparece el tacto, el oído, aparece el aroma, el gusto; y la vista dejó de dominar a los otros porque con lo poquito que tiene quiere seguir dirigiendo. Entonces le digo ‘no domines más porque ni siquiera estás bien y querés seguir dominando’. Cierro los ojos, se va lo visual y aparece la calma y es como un relax.»
Y, finalmente, ella habla de la conciencia: «Mi mundo, yo trato de construírmelo amable, agradable, amigable a sensaciones. Hay lugares donde me siento bárbaro y donde me voy tocando y organizando a mi amigable movimiento, como una danza en el espacio y voy tocando lo que me es agradable y lo que me es incómodo lo acomodo y mi visión es el lugar cómodo para mí, que no tiene que ver hoy con la vista. Construyo esa imagen mucho más completa, la experiencia es más vivida, más consciente. Los ruidos, el tacto, lo que pisas, el olor a pinos, la salitre del mar, los pajaritos.»
Desde esa visión, lo bello y lo feo adquieren volumen. Si la vista instala una distancia, al desaparecer, todo se vuelve cercano, podemos transitar, zambullirnos, vivir lo bello como lo armónico, el momento cuidado, del encuadre consciente. Fernanda reflexiona sobre construir lo bello «desde la inteligencia, desde la emoción. La inteligencia de buscar el bien mayor que es una buena comunicación, conversar con mis hijos. Construyo la visión de ese espacio, desde lo que siento. La construcción del momento, de la sensación, de la emoción. Es más el contenido que la forma. Hoy, el contenido es la visión de mi vida. No importa si el otro me ve una mancha en el pantalón, por ejemplo. No es nada. Ser lo más auténtica es lo que me hace sentir bien. La belleza y la fealdad terminan teniendo un volumen, no es algo plano, es de calor y frío, es de colores que relaciono con momentos. Tibieza, espacio, tienen consistencia y no necesariamente hay que ver para eso porque se puede ir trabajando con las personas para vivir ese volumen».
Siento que la belleza pierde la superficialidad y asume una profundidad «volumétrica» para tocar, meter la manos, dejarse atravesar la piel y vivir con todos los sentidos sin la mirada del otrx, del afuera. La belleza se vuelve porosa, vinculante, eterna. Es una habitación, es el mar, es el viento.
«Nadie es capaz de explicarte de dónde viene, ni adónde va, ni cómo es, pero su evidencia es innegable. El viento no es, se oye, se siente».
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¹Así lo dicen las brujas en el primer acto de Macbeth: «Lo bello es feo y lo feo es bello».
²Han, Byun Chul. La salvación de lo bello. Barcelona: Herder Editorial, 2015.
³Op. cit., p. 19.
⁴Tanizaki, Junichirō. El elogio de la sombra. Madrid: Siruela, 2021, p. 67.
⁵Ortiz, Mauricio. «La visión no es la vista», en Luna Córnea, la ceguera, n. ° 17, 1999, pp. 12-13.
⁶Op. cit., p. 13.
⁷Evgen Bavčar en Benjamín Mayer Foulkes, «Evgen Bavcar: El deseo de imagen», en Luna Córnea, la ceguera, n. ° 17, 1999, p. 55.
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Viejos son los trapos
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Con cierta parte de nuestro ser vivimos todos
fuera del tiempo. Puede que solo en
circunstancias excepcionales seamos
conscientes de nuestra edad y que la mayor
parte del tiempo carezcamos de edad.
Milan Kundera
La inmortalidad
La vejez se presenta con más claridad a los
otros que al sujeto mismo.
Simone de Beuvoir
La vejez
El cuerpo habla y caemos en la cuenta. Vejez. Nos cuesta la palabra. Nuestra sociedad coloca a la juventud como paradigma, pero envejece demográficamente e identifica a la vejez con la decadencia, volviéndose sorda a sus propias complejidades. Sin embargo, desde que nacemos, nuestro cuerpo envejece y eso no debería poner en duda la autonomía, la plenitud y el bienestar con que deberíamos vivir la vejez, siempre. ¿Cómo nombrar a las personas que envejecen? ¿Adultx mayor, persona mayor, persona de tercera edad, viejx? ¿Por qué nos pesa la palabra viejo/vieja?
Asumir el envejecimiento propio comienza por descubrirlo (primero en lxs otrxs con las canas, las arrugas, el bastón, las quejas, los dolores) y conjugar «lo que ya no puedo hacer» con la memoria del «apenas ayer». Todo combinado con los sentidos de la vejez que cada sociedad proyecta en su imaginario.
Si envejecer es parte de un proceso natural, la vejez como construcción social nos lleva a preguntar: ¿todxs envejecemos de la misma forma?
Pedí ayuda a tres mujeres que reflexionan, proponen y trabajan con las vejeces en Uruguay hoy. Dos de ellas se definen como viejas (se autodenominan viejas viejas), Clara Fassler y Margarita Percovich; la tercera, Marcela Quintana.
Dice Simone de Beauvoir: «La vejez es lo que ocurre a las personas que se vuelven viejas; imposible encerrar esta pluralidad de experiencias en un concepto o incluso en una noción». Al igual que Simone de Beauvoir, las tres coinciden en lo difícil de definir a la vejez. Primero, el criterio etario responde a una necesidad administrativa: los 60/65 años son el umbral por el que la persona se vuelve «pasiva» y cobra una jubilación. Desde el lenguaje se trasmite una imagen artificial —pero pesada— de la vejez: la pasividad. Clara Fassler afirma que esa mirada es muy limitada porque «es una manera de homogeneizar, de aprehender algo muy complejo, multidimensional y de colocar un molde único para atender un universo muy diverso».
Segundo: lo biológico. Desde su vivencia, Clara dice: «Yo soy vieja y no lo puedo evitar, porque es parte del desarrollo de la vida humana, un proceso de deterioro de algunas funciones». Y Marcela Quintana, como médica, agrega: «Nacés y ya empieza un proceso de maduración y envejecimiento. Cuando se toma una decisión médica, se la toma en base a la funcionalidad de la persona, más allá de su edad».
Tercero: la percepción y autopercepción de la vejez. Marcela habla de resiliencia: observa que «uno envejece de acuerdo a como vivió, a su personalidad, a como enfrentó la vida. Hay vejeces bien distintas de acuerdo a su historia. A la persona que pudo adaptarse, que ha tenido resiliencia y no el lamento constante, le cuesta menos el envejecimiento.» Y Margarita Percovich considera que «la reflexión sobre el paso del tiempo y de cómo uno envejece es muy personal e impregnada con la cultura general en relación a la vejez, que es algo que en Uruguay se ha ignorado. El proceso de ir entendiendo y aceptando la vejez como etapas distintas de tu vida y personalidad, saber analizar las circunstancias que van determinando el cómo vivís la vejez, es muy importante. Y ahí, la reflexión sobre los problemas que se presentan en la vejeces para la mujeres en Uruguay, es imprescindible hacerlo con otras».
Rosario Aguirre y Sol Scavino puntualizan:
Ser viejo o vieja aparece como un evento homogeneizado por la característica de tener muchos años, por la disminución de la capacidad de funcionamiento (biológico-física) y la cercanía a la muerte. Esta centralidad de la edad cronológica en la representación de la vejez es naturalizada en el sentido común e impide visibilizar las desigualdades, diferencias y especificidades de la producción social de estos grupos. […] Ser vieja mujer o viejo varón responde a procesos sociales en los cuales operan estructuras de desigualdad que se expresan en las diferencias materiales y simbólicas en torno a cada categoría.
Según Clara, se precisan «una enormidad de miradas que deben integrarse para poder calificar la vejez y el tipo de vejez de cada uno. No es lo mismo ser vieja que viejo. No es lo mismo ser vieja o viejo si vivo en el barrio Borro o en Carrasco. Yo me pregunto sobre las vejeces de la gente que estuvo en la cárcel, no puede ser igual a la vejez de los que mantuvieron una vida cotidiana habitual. La calidad de vida a lo largo del trayecto vital determina, no mecánicamente, la forma en que vos llegas y de lo que vos podés llegar a hacer en la vejez».
La interseccionalidad entre la perspectiva de género y de clase puede ayudar a desentrañar esas diferencias. El estereotipo de la mujer como «cuidadora natural», ha llevado desvalorizar su trabajo, que se invisibilice y no se remunere; ha hecho que esas mujeres relegaran de sus propios proyectos personales (políticos, académicos, laborales); las ha obligado a la precariedad de sus trabajos y jubilaciones; y para las que han priorizado otros aspectos de sus vidas, las ha obligado a lidiar con la culpa de no poder, no querer o no saber cuidar.
«Las mujeres vivimos más que los hombres, pero la calidad de vida de esos años no es buena. Las mujeres llegan a la vejez más pobres que los hombres: con trabajos y jubilaciones paupérrimas. Hay un porcentaje importante de mujeres que no tienen ningún ingreso, y eso hace que se junten en un círculo que no es virtuoso: la necesidad de depender, con pocos recursos. Entonces las alternativas no son muy fantásticas porque tenés que vivir en la casa de un pariente o tenés que aceptar parientes en tu casa, o estar en los Establecimientos de Larga Estadía para Adultos Mayores (eleam), en los que, si querés estar en lugares mas o menos como la gente, necesitas mucha plata. No es una buena situación llegar a vieja y sin plata. Lo otro es que las mujeres siguen trabajando en cuidados siendo viejas. Cuidan enfermos, cuidan nietos, cocinan para los hijos. El rol de la maternidad, aunque tengas 80 años, sigue siendo parte de tu identidad, y en los hombres no. De manera que el patrimonio de las mujeres es un patrimonio que siempre puede ser eventualmente compartido. La capacidad de sacrificio de vida, de tiempo y de su patrimonio es muy fuerte en las mujeres. Está matrizado a fuego el mandato de la maternidad», desmenuza Clara Fassler.
Concluyo, no es la vejez, son las vejeces y sus representaciones, atravesadas por trayectorias de vidas, por lo territorial (campo/ciudad o los barrios), lo generacional y, claro está, la división sexual del trabajo. Percibo que cada unx vive la vejez como puede, pero también depende de cómo cada sociedad construye mecanismos de cuidados que permitan un tránsito más amigable por esa etapa de la vida. Las tres, desde áreas distintas (Marcela como médica; Clara y Margarita con una mirada más política), proponen algunas líneas de análisis.
¿Qué necesitan las personas viejas? Tiempo y escucha de calidad en la consulta médica, reconoce Marcela. Tiempo. Además, una atención integral que no vea solo lo médico sino cómo, de qué, dónde y con quién vive, y para ello considera importante las unidades de geriatría, donde las áreas de psicología, trabajo social, nutrición, fisioterapia, etcétera, actúen conjuntamente.
Respeto cuando se le informa para que decida y luego, respeto a sus decisiones. «Su dignidad como ser humano. Respetar sus derechos significa escucharlas y, salvo que se ponga en peligro la vida de la persona —y hasta por ahí no más— la gente tiene derecho a vivir como quiera y a morir como quiera» nos dice Clara.
¿Qué formas de cuidados implementamos para distintas poblaciones en situación de dependencia, y, en particular, para las viejas y viejos?¿Cómo concebimos al buen cuidado?
Margarita y Clara advierten sobre la terrible situación de las vejeces en Uruguay. Se sabe poco y mal; hay pocas organizaciones que piensen de forma holística a la vejez; la brecha tecnológica y la exclusión en espacios de participación genera aislamiento, soledad, depresión; el trato infantilizado y la violencia. Por lo tanto, reclaman estudios que permitan proyectar políticas públicas que contengan a ese amplio y diverso sector de la población, en clave de derechos, además de la (necesaria) reivindicación económica. Indagar sobre las necesidades particulares de la población vieja (salud, construcción y mantenimiento de viviendas, ocio, formación, alimentación), considerando que esa población lejos de ser «pasiva», y aún en las peores condiciones, sigue realizando transferencias (en dinero y en cuidados) hacia su propia familia.
Ambas, desde la Red Pro Cuidados, fueron parte fundamental de la discusión y elaboración del Sistema Nacional de Cuidados. En el texto de la ley (del 2015) que le da forma, se define lo que se entiende por cuidados, dependencia, autonomía, conceptos que fundamentan el sistema propuesto: los cuidados no pueden limitarse a la familia, y, menos aún, a la mujer como única cuidadora; los cuidados deben defender la autonomía y dignidad de la persona; el sistema debe coordinar lo público y privado a nivel nacional, garantizando la igualdad en la calidad y en el acceso al servicio; el Estado debe regular y controlar a establecimientos de larga estadía, pensar la atención, los servicios, la visibilización y valorización del cuidado y, fundamentalmente, la formación integral de cuidadores. Investigar, proyectar, definir e invertir.
Pensar de forma integral a los cuidados es asumir la interdependencia, es vernos colectivamente para que cada persona pueda vivir de la forma más autónoma lo más posible. Pero no se trata de vivir más por el hecho de vivir más, sin importar las condiciones. No. Implica pensar que en cada etapa de nuestras vidas podamos realizarnos en lo que cadx unx quiera. Resignificar instituciones (por ejemplo, la familia) a las que tradicionalmente se les adjudican un rol de cuidado que no siempre puede asumir de la mejor forma. Significa repensar el poder y la forma en la que lo ejercemos. Significa cambiar estructuras que reproducen desigualdades y dominaciones que atraviesan nuestras vidas concretas. Significa pensar en redes de apoyo que nos permitan ser quienes queremos ser en cada momento de nuestras vidas.
Los pueblos originarios y ancestrales pueden enseñarnos mucho y en particular desde su concepción comunitaria (que trasciende al modelo occidental de «comunidad familiar», tradicional y nuclear): «Que todos vayamos juntos, que nadie se quede atrás, que todo alcance para todos y que a nadie le falte nada» Abuelos y abuelas aymaras.
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¹Médica chilena, de 78 años, radicada en Uruguay, reconocida públicamente por impulsar el Sistema Nacional Integrado de Cuidados. Integra la Red Pro Cuidados.
² Política uruguaya de 81 años, exlegisladora por el Frente Amplio, militante feminista e integrante de la Red Pro Cuidados.
³Médica geriatra de 41 años, integrante de la Sociedad Uruguaya de Gerontología y Geriatría, con actividad profesional en la salud pública y privada.
⁴ de Beauvoir, S. La vejez, pág. 349. Penguin Random House Grupo Editorial.
⁵ Rosario Aguirre Cuns y Sol Scavino Solari. Vejeces de las mujeres. Desafíos para la igualdad de género y la justicia social en Uruguay, págs. 22 y 26. Editorial Doble Clic.
⁶https://www.impo.com.uy/bases/leyes/19353-2015.
⁷ Principio aymara que integra el paradigma del Buen Vivir.
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La amistad como fuerza política
Texto y fotografía por Mariela Benítez
La amistad, me parece, se construye con un pie en lo privado y el corazón, y el otro, en lo público-político del pensar…del pensar juntas con todo lo que esta dimensión conlleva de valores y de responsabilidades sociales y humanas.
Margarita PISANO
La ola de calor me encontró en Mercedes junto con amigas durante una semana: quiero escribir sobre la amistad como fuerza afectiva y política que crea comunidad, lugares de cuidado y contención para todxs, pero en particular para nosotras, las mujeres.
Supongo que todas tenemos o deberíamos tener, por cierto, amigas como ellas: mis amigas. Con ellas me reconozco, no como mi otro yo ni mi espejo. No. Son mujeres bien diferentes. Cada una con su vida: en su trabajo y espacio de experimentación; siendo madres o no; viviendo en pareja o solas; cerca o lejos, siento que todas estamos donde queremos estar.
Me pregunto: ¿por qué se vuelve trascendental una semana con amigas? ¿Por qué son tan fermentales esos días en que me sorprendo de ellas y me quedo sin palabras o tomo decisiones que quizás nunca hubiera tomado sola o sí, asumo esas decisiones que ya había tomado solitariamente? ¿Qué hay además de diversión?
Vuelvo a enero. El calor y el jazz que nos envuelve se sienten por las calles y la Manzana 20. La gente con sus sillas playeras, heladeritas y el mate se arrima mientras se arma el sonido junto a lxs músicxs. Durante una semana, escuchar y hacer jazz se vuelve cotidiano en la convivencia de maestrxs y estudiantes, jóvenes y veteranxs, uruguayxs y extranjerxs. Me cuentan que nada de esto es casual. Hace catorce años un colectivo de vecinxs se propuso trabajar en tres líneas: recitales de jazz mensuales durante todo un año (para generar un público abierto a otros sonidos y ritmos); concretar un encuentro anual de jazz y abrir una escuela de música. Todo ello se ha ido logrando y hoy Jazz a la Calle se ha vuelto el evento internacionalmente reconocido que todos los eneros congrega a músicxs y espectadores en torno al fuego sagrado del jazz.
Nuestra ida a Mercedes comenzó a planearse en agosto del año anterior, cuando una de esas amigas confirmó su viaje desde lejos. Fuimos llegando de a poco y, cuando nos encontramos, se dio la magia. No bastaba con la euforia de vernos. Queríamos construir esa rutina y detenernos en el caminar lento, en el mate, en el silencio y en las miradas que nos confirmaran quiénes somos y por qué nos queremos. Sorprendernos de que en más de treinta años crecimos, envejecimos, cambiamos y lo esencial de cada una sigue a flor de piel. Los recuerdos asaltan a cada rato y mutan: están vivos. La memoria se vuelve un compost para el día a día.
En estos años de caminar juntas, a veces nos hemos enojado, pero luego hemos aprendido a esperarnos porque siempre alguna se pierde, se cae, se rompe y vuelve. Porque siempre es bueno volver a lamer nuestras heridas, a curarnos en el abrazo de las otras. Y ahí están las cicatrices. Nuestros cuerpos hablan de nosotras. Nuestros cuerpos son territorios de vida, de lucha contra la muerte, de amor y de juego. Nosotras lo sabemos. Por eso nos queremos.
Y estamos todas: la que no para de hablar, la que en algún momento se malhumora, la que observa y escucha en silencio hasta cerrar la discusión con esa palabra certera. Está la que se ríe, la de lágrima fácil, la que se pierde en su propio cuento, la que extraña y necesita de estos días para agarrar fuerza en su propio desarraigo. Está la que con su energía vital nos empuja, o la que se olvida de todo para que otra se lo recuerde. Están aquellas para quienes cocinarnos es un acto de amor. Está la que sostiene y la que se deja sostener. Estamos todas y en algún momento, como en un juego, cambiamos de casillero para ser otra: la que llore, ría, hable, se olvide, observe, escuche, invente para seguir reconociéndonos en el calor tórrido de Mercedes. Hoy me encuentro pensando que la amistad es un hecho amoroso, profundo, complejo, denso, existencial, íntimo y, por demás, político.
Vuelvo a mis preguntas: nuestros aquelarres son un espacio de resonancias, son seguros, llenos de fantasías en los que hemos ido constituyéndonos, en tanto que mujeres que decidimos nuestras vidas y sobre nuestros cuerpos. Nos ayudamos a romper mandatos. Ejercitamos nuestra voz porque discutimos, nos interpelamos y sabemos que nos esperan miradas y oídos atentos.
La amistad se vuelve una enorme red tejida con hilos diferentes. Construimos y deconstruimos todo el tiempo. No es natural, nace de una acción voluntaria. Hay hilos que se desgastan y se rompen para volver a tejer esas redes afectivas y materiales. La amistad se vuelve política porque nos hace fuertes allí donde el sistema patriarcal y capitalista nos quiere vulnerables: rompemos el aislamiento, creamos solidaridades, armamos complicidad incluso en el desacuerdo. Tomamos la palabra. Esa red nos permite transitar por los pliegues entre lo privado y lo público con voz propia. Es ahí cuando la amistad puede ayudarnos a subvertir el orden: cuando nos saca del ámbito doméstico/privado/individual y nos potencia hacia afuera. Nos hace fuertes y por lo tanto potencialmente peligrosas.
Silvia Federici analiza el rol de las mujeres en los movimientos campesinos, populares y heréticos de finales de la Edad Media y cómo, a partir del siglo xiv (peste negra, crisis), la transición hacia el capitalismo se caracterizó por los cercamientos, la creciente proletarización y un mayor control sobre los cuerpos y sexualidad de las mujeres, convirtiéndolas en simples reproductoras de fuerza de trabajo. Es así que la modernidad instauró la caza de brujas y la persecución de los aquelarres: había que domesticar y aislar a las mujeres encerrándolas en sus hogares, solas y lejos de otras mujeres. Federici concluye que:
La caza de brujas fue también instrumental a la construcción de un orden patriarcal en el que los cuerpos de las mujeres, su trabajo, sus poderes sexuales y reproductivos fueron colocados bajo el control del estado y transformados en recursos económicos. […] fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres; fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras […] donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad. […] condenó la sexualidad femenina como la fuente de todo mal, pero también fue el principal vehículo para llevar a cabo una amplia reestructuración de la vida sexual que, ajustada a la nueva disciplina capitalista del trabajo, criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara la procreación, la transmisión de la propiedad dentro de la familia o restara tiempo y energías al trabajo. (1)
Hoy, pleno siglo XXI, enfrentamos las violencias de un sistema patriarcal, saliendo y tomando la palabra. La red tejida entre amigas nos permite estar de pie. Cuando nos juntamos, toda esta historia está presente, no explícitamente, pero está. Mientras nos reímos, mientras brindamos, mientras hablamos todas juntas y confesamos dolores o miedos. Mientras bailamos, nos reconocemos enamoradas o asumimos el desamor. Mientras nos indignamos. Mientras proyectamos porque nos sabemos juntas, aún en la distancia, y eso nos sostiene.
Vuelvo al comienzo. Pienso y escribo sobre la amistad porque tengo amigas que quiero, con las que nos queremos. El amor, en estos tiempos inciertos y violentos, se vuelve un arma de contención y de resistencia. Se vuelve una acción de compromiso personal y político, profundo y bello.
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Silvia Fedirici en Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, págs. 301 y 315. Ed Tinta limón, 201
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El tatuaje, herida que narra
Texto y fotografía por Mariela Benítez
Decir cuerpo es nombrar algo que permanece oculto […] el tatuaje pone en evidencia la inexistencia de un cuerpo puro despojado de toda significación y sentido. Todo significa. El cuerpo deviene códice, relato.
Mauricio MOLINA
Nunca me hice un tatuaje. Quizás, por ello quiero escribir sobre cuerpos tatuados. Acompañé a Lorena a tatuarse con Florencia. (1) Y con ellas conversé. El tatuaje es una práctica ancestral que ha cambiado a través del tiempo y según las sociedades. Del neolítico nos llega Öetzi, un hombre cuyos restos fueron encontrados en los alpes austroitalianos, de una antigüedad de 5300 años, con su piel tatuada con puntos, rayas y cruces. Hoy, abundan casas de tatuajes de todo tipo y color. Si la práctica se parece, en sus sentidos y en sus formas, ¿qué tan distintos son?
Comienzo por la etimología: tatuar viene del polinesio tátau, que significa marcar algo, golpear o remover, dibujar sobre la piel por medio de golpes repetidos. Florencia me cuenta que: «Técnicamente, herimos nuestro cuerpo para depositar tinta en la capa del medio de la piel, la dermis, porque si se depositara en la epidermis, nosotros que estamos constantemente cambiando de piel, renovando células, sería un tatuaje temporal y el objetivo del tatuaje es que sea permanente». Herimos nuestro cuerpo, me dice, y se vuelve para mí una imagen fuerte.
En los inicios, el tatuaje y la pintura corporal eran formas de expresión comunitaria, sostenidas en el sentido de pertenencia e identidad del individuo dentro de un colectivo. Una forma de marcar la territorialidad en el cuerpo, que se vuelve mapa de relaciones que nos unen a un lugar, a una historia y a un pueblo. Eran parte de rituales, de ceremonias.
Byun Chul Han analiza a la ritualidad como acto narrativo que genera una comunidad de resonancia, hacia lo divino, hacia lo temporal, la eternidad, y hacia las personas que conviven, permitiendo la armonía. Los rituales como: «… técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el “estar en el mundo” en “estar en casa”. […]. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo». (2) Parafraseando a Roland Barthes, puedo habitar el sentimiento, a través de lo ritual que me protege.
Estas consideraciones sobre la ritualidad me ayudan pensar la práctica del tatuaje como una forma de hacer corpórea la pertenencia, los saberes, la memoria individual y colectiva. Nuestros cuerpos son algo más que nosotros mismos en el espacio. Nuestros cuerpos son el soporte natural de nuestra historia, son un instrumento de comunicación que expresa quienes fuimos, somos o queremos ser, visibiliza una carga simbólica con sentido, además de ser socialmente construidos. Se vuelven códices, textos en donde contar historias.
Aquel sentido originario y tribal del tatuaje (identificación/ pertenencia/diferenciación) ha ido mutando, en la medida en que esa sociedad, desde la modernidad occidental, se fue fragmentando en una sociedad de individuos, aunque sin perder el carácter simbólico de la práctica en sí. Es decir, frente al aparente poder omnipresente del sistema capitalista por cooptar, absorber y mercantilizar cualquier práctica que alguna vez tuvo un sentido espiritual o, por lo menos, no monetario, el tatuaje sobrevive como ceremonia y vía expresiva de identidad, reafirmación y diferenciación, ahora personal. De esta forma, la piel se vuelve el medio por el cual exponer mi mundo interior mediándolo con el exterior. Un adentro y un afuera siempre interconectados.
Cuando le pregunto a Lorena sobre el motivo de «herir o lastimar su cuerpo», ella me habla de: «Materializar cierto dolor y materializar procesos que, si bien han tenido desenlaces felices, evolutivos, también en su momento representaron algo adentro y un dolor. Yo empecé a tatuarme muy a conciencia después de empezar mi proceso terapéutico y de sanación. De ir hacia el camino de la sanación. Ahí empezaron a cobrar sentido otros símbolos que yo sentía que otra forma de transitarlos era materializarlos en mi cuerpo. Se volvieron muy simbólicas las cosas que agregué y las cosas que fui generando».
Nos narramos cuando reescribimos nuestro cuerpo. Él se vuelve lienzo donde manifestar miedos, fantasías, deseos, conflictos, caminos por los cuales transitamos día a día, volviéndose presencias permanentes. En una sociedad marcada por lo efímero, lo fugaz, que consume y deshecha, marcarse la piel «para siempre» puede ser una estrategia que transgrede la idea de cuerpo puro. Conscientemente le estoy dando voz por medio de imágenes, palabras encerradas en símbolos cuyos significados pueden ser compartidos socialmente y cuyos sentidos, sin embargo, solo quien elige qué tatuarse, sabe y conoce.
El dolor que produce esa herida —por la cual se paga—, es inevitable y se vuelve iniciático porque no responde solo al nervio. No. El dolor, según Florencia: «Es el ingrediente fundamental. Cuando pasamos por procesos emocionales, está todo acá en la cabeza y en el corazón, son todos sentimientos, que no son tangibles. Es todo muy sensorial y el escribirlo en un papel puede ser un medio, como muchos, así como tatuarlo. Y ese dolor es la llave de hacerlo consciente: lo siento acá y lo estoy viendo. Y el dolor es lo que te permite materializarlo, darle forma». Para Lorena, el tatuaje pasa a ser una especie de recordatorio «de lugares a donde no volver o estados a los que no volver o estados en los que sí quiero estar y a veces pierdo de vista. Tengo el tatuaje a la vista y me doy cuenta que esto es lo que me hace bien o esto es lo que quiero».
Pensar al tatuaje como ayudamemoria me lleva a los lugares del cuerpo donde hacerlo: la piel es una pantalla que nos proyecta hacia fuera pero no todo lo que nos tatuamos es para ser visto por el exterior. Puntualiza Florencia: «Es muy personal, pero el lugar va a estar vinculado con lo que nos queramos tatuar pero no directamente con lo que significa. Lo máximo que puede pasar es pensar si querés vértelo como amuleto, recordatorio. El lugar es meramente estético y si quiero que los demás lo vean o verlo solo yo y esconderlo», a lo que agrega Lorena: «Para mí lo importante es si yo quiero verlo o no. En mi caso, el único tatuaje que lo pensé en un lugar particular fue el del ojo y la frase que está en el chakra corazón, con eso de empezar a ver desde otro lugar».
Vuelvo al dolor. Las marcas que nos hacemos en la vida (operaciones, caídas, estrías, partos, quemaduras) hablan de nosotros. Pero hay cicatrices aún más dolorosas por difíciles de ver y entender: los cortes y las marcas de autolesión. Tanto en este caso como en el tatuaje hay, una voluntad de lastimar el cuerpo, de herirlo para expresar algo. Florencia comenta: «Y… es eso con otra cara. El tatuaje en general está socialmente aceptado, la cicatriz del dolor no, porque te van a poner en un rinconcito que no está bien. Yo fui una de esas niñas dolidas por el mundo y que me llegué a cortar. Cuando descubrí que podía sentir dolor, inconscientemente, me di cuenta de que buena parte de los tatuajes que me hice eran para sentir dolor. Creo que lo que transforma a esa herida es tener esa conciencia de por qué, de aceptarlo. Porque ese proceso doloroso que está pasando va a seguir existiendo, pero si lo querés llevar, pensar por qué lo querés llevar. Vas a transformarlo. No deja de ser dolor, no deja de ser herida, pero muta». Y se desliza una sutil diferencia: hay un intento de sanación.
Finalmente, despojado del sentido comunitario, el tatuaje mantiene la esencia ceremonial (decisión, elección y sentido que trasciende a lo meramente estético) y se afirma como medio de manifestación profundamente personal —indisoluble con lo social— que transforma, a su vez, al tatuado, volviéndolo un nuevo personaje que se reinserta y se resignifica en la sociedad.
Florencia me cuenta de su propio camino de aprendizaje y toma de conciencia, al volverse tatuadora: «De entender que estoy lastimando a mi cuerpo, entonces ahí se genera un filtro de por qué y para qué lo hago, qué estás generando. Aprendés a leer a la persona que viene a hacerse un tatuaje y te das cuenta de que esos filtros que fuiste generando con el tiempo, los podes volcar ahí también. Se genera una responsabilidad de ser tatuadora en esa pregunta: “¿de verdad estás segura de lo que querés hacerte?, no pasa nada si no te lo haces hoy”. Sacarle el peso de la plata: tatuar para hacer plata, lo deconstruí también. Porque es verdad que tatuar da plata, pero sacarle ese protagonismo al dinero y ponérselo a lo que hacés y esa conciencia de entender de por qué lo haces». Ser más que el ojo y la mano que tatúa, escuchar y generar confianza para que la persona se sienta bien y segura de lo que quiere hacerse. Que venga bien descansada, hidratada, que no venga resaqueada. Con el cuerpo preparado para esa herida anhelada.
Supongo que, por todo esto, la búsqueda y la elección de con quién tatuarse es parte de ese ritual. La creación es colectiva entre Lorena y Florencia, y por ello es tan importante el vínculo para ambas. Esto cobra más sentido en nuestra sociedad actual de incertidumbre y de encierros. Lo que estas mujeres buscan y quieren son vínculos profundos que generen ese espacio de armonía donde decidir, porque nuestra piel y cuerpo no admite virtualidad. Todo nos atraviesa y, tal como esas agujas se sumergen para depositar tinta en nuestra dermis, podemos sumergirnos en las profundidades y escarbar en lo más oscuro para emerger más auténticas y enteras.
En definitiva, con el cuerpo como medio y mensaje, transitamos una búsqueda de sentido que nos conecte con lo esencial, sin necesidad de irnos más lejos que nuestra propia piel. Me viene una imagen, ofrecida por Péter Nádar (citado por Chul Han): «Desde que vivo cerca de este enorme peral silvestre, ya no tengo que marcharme fuera cuando quiero contemplar la lejanía o recapitular en el tiempo. Uno tiene la sensación de que aquí la vida no consta de vivencias personales […], sino de un profundo silencio» (3)
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1. @Flowtattoo_studio https://instagram.com/flowtattoo_studio?utm_medium=copy_link
2 Byun Chul Han, La desaparición de los rituales, pag 12, 2020, ed Herder, Barcelona.
3. Byun Chul Han, La desaparición de los rituales, pág. 43, 2020, ed Herder, Barcelona
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Creamos realidades
Mujeres que construyen para resistir
Texto y fotografía por Mariela Benítez
A gente não quer só comida/A gente quer bebida,
diversão, balé/A gente quer comer e quer fazer amor/A
gente quer prazer pra aliviar a dor….
«Comida» de Titãs
Junio del 2020: un viernes, me invitan a escuchar música en vivo. Es raro porque todo está cerrado, pero acepto. Esa noche, algo pasa y casi casi desisto. De pronto me llega un mensaje preguntando: «¿estás viniendo? Te esperamos para arrancar la música». Voy y, cuando llego, me reciben abrazos y los primeros acordes. Había llegado a Musiquitas.
Y Musiquitas se siguió haciendo en lo de Mar y Lore. Sus casas dejan de ser suyas, mudan de sentido para ser espacios abiertos, donde se cuida cada detalle: saben tu nombre, te esperan con café o té, una manta para el frío, luces tenues que ambientan la charla.
¿Cómo nace Musiquitas? Agosto del 2021: hace unos días me junté con Lore, Moni, Xime, Mar y Euge para conversar sobre la vivencia en Borboleta Multiespacio, que se ha vuelto el nuevo hogar de Musiquitas. Siento, al escucharlas, que lo que las une y fortalece es el amor y el juego: «Yo no estoy acá para ganar plata […] estoy para disfrutar, compartir y crear juntas», dice Moni. Busco algunas claves y aparece una: «Crear realidades, darnos cuenta de que podíamos crear algo que queríamos que pasara», dice Euge. Me queda dando vueltas esa expresión, crear realidades.
Es un momento en el que se impone un pensamiento único e irreversible, solo queda: «adaptate como puedas». Escucho a cinco mujeres mágicas y poderosas que se propusieron generar un lugar de encuentro por el placer de compartir, comer, beber y, sobre todo, escuchar música que les guste.
El escenario pandémico tiene varios actores: el miedo; la incertidumbre; un gobierno que clausura lo cultural sin sostenerlo, porque lo prefiere callado y quieto; unos medios que colaboran con el clima de encierro, paranoia y control sobre las personas y colectivos. Nuestras vidas están atravesadas por la pandemia: nuevas formas de trabajo, una resignificación del tiempo y de los afectos, un repensar los vínculos y más. Pero es claro que todo lleva a la fragmentación, al aislamiento, a ver al otro como amenaza.
Dice Moni: «La cultura y el arte siempre fueron herramientas de expresión. Y en este momento conviene que los artistas no se expresen y no digan nada. Eso fue algo estratégico, no se dio por casualidad, porque en el shopping no se generan esos espacios críticos y de diálogo para intercambiar pensamiento, por eso no es necesario cerrarlos». En ese marco, ellas se animan a salvaguardar espacios sagrados: encontrarse en la música, estar cuerpo a cuerpo, sin pantallas en el medio. Dice Euge: «Poner el cuerpo, de estar realmente, físicamente de estar ahí, compartiendo. Además de ser una necesidad para nosotras, también era simbólico: nos vamos a juntar, vamos a estar, vamos a mirarnos y eso es, o era, ir contra todo lo que nos decían que había que hacer, incluso pila de veces me generaba esta contradicción […] si estaríamos haciendo bien y después lo vivía como “es esto, este es el camino”».
No es casual que estas mujeres puedan crear realidades. Ellas son amigas, algunas desde la adolescencia, que se fueron cruzando en la vida. Literalmente, cosen y tejen realidades artesanalmente. Aparece otra de las claves: la confianza. Hay lugar a la duda, a los sentimientos, a la discusión, a la diferencia: «Algunas animándose a más y otras con más miedos, balanceando y siempre tomando decisiones». Crean desde el colectivo: ellas se reúnen, deciden, invitan, organizan, cocinan, te reciben, preparan el lugar para que todas disfrutemos (el femenino es casi literal porque, según ellas dicen, la mayoría del público somos mujeres).Y, sobre todo, ellas disfrutan. Las ves gozadas y lo transmiten. Los roles varían según cómo es y cómo se siente cada una, según la demanda y el tiempo.
Crean desde lo autogestivo porque sienten que es el camino, «sin romantizar la necesidad de hacer por carencia» ni eximir al gobierno por su ausencia. Son autogestivas entre ellas y hacia otros colectivos, apoyando a otros emprendimientos similares (cerveza artesanal, pizzas caseras, el almacén de barrio, entre otros). Y esto es a conciencia: «Estamos todos en el horno, no sigamos alimentando lo otro». Los artistas aceptan por la misma razón que ellas y las personas que asisten: la necesidad de encontrarse, de cantar y escuchar. Vuelvo a cantar a Titãs: «Bebida é agua/Comida é pasto/ Você tem sede de quê?/ Você tem fome de quê?».
Apuestan a la música en vivo, porque piensan en artistas que no han podido tocar o ni siquiera presentar discos nacidos en medio de la pandemia. Y quien hace música necesita ser escuchado, necesita ese contacto. Una está cerquita, se siente la vibración de la guitarra, la voz desenchufada. Estamos respirando el mismo aire. Nos miramos. Se generan diálogos, se genera una complicidad en lo clandestino, entre quienes asisten y con la vecindad. Ellas cuidan el entorno y los horarios para que así sea.
En cada Musiquitas, contraseña de por medio y con un máximo —perdón, aforo— de treinta personas, quienes vamos contamos con una copa de vino, un plato de sopa o una porción de pizza (para veganos, sin muza), música y tiempo. Yo siento que en ese lugar y en ese momento, soy recibida y agasajada especialmente. Puede o no gustar quien canta, pero, luego de tanta virtualidad, la cercanía se vuelve una experiencia singular.
A lo largo de ocho encuentros, han pasado más de doce artistas , entre bandas, dúos y solistas que agradecen a estas cinco mujeres poderosas, valientes. Valientes porque, en un momento de desconcierto y desasosiego, se animaron a construir espacios de resistencia. La clandestinidad suele nacer de la censura y la violencia, pero también habilita y potencia la búsqueda de caminos y rendijas por las que entre el aire. Musiquitas es un ejemplo. Y por suerte no son las únicas: hay otras azoteas, terrazas, acciones culturales, comunitarias, obras de teatro para cinco personas en una casa. Acciones que se vuelven acciones políticas desde las entrañas, que permiten generar espacios de discusión y compartir otras formas de ser, estar y de construir vínculos afectivos y sociales. Construir redes que sostengan. Nos sostengan.
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1. Daniel Jacques y Rodrigo Gambetta, Guillermo Wood y Marcos Alejandro, Hermanos Hernández, Pamela Cattani y Sebastián Gagliardi, Diego Presa, Todo lo que dice, Alejandra Wolff y Martín Rojas.
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Soy
Texto y fotografía por Mariela Benítez
“Si a una niña se le regala una muñeca se le está regalando por añadidura su maternidad. Si a un niño se le da un autito lo que se le regala es la capacidad de manejar. La capacidad de seguir un camino y encabezarlo.”
Diamela Eltit
En mi familia se sabe poco de la familia. Nos perdemos de las raíces. Y luego de mí, no habrá familia.
No habrá quién me siga ni me reclame.
No habrá quien me olvide ni me recuerde.
No habrá quien se pregunte ni responda.
No habrá quien lleve mis ojos o mi sonrisa.
No habrá quien herede algo de mi carácter.
No.
No habrá quien busque en mis libros mensajes, frases subrayadas, hojas secas, o quien guarde mis fotos o libretas. Las maderas gastadas se perderán junto a los cántaros que aún guardo.
Después de mí, no habrá nadie.
No tengo hermanos ni sobrinos.
No tengo hijos. Si alguna vez los soñé mientras los deseos comenzaban a habitar mi cuerpo, me encontré diciendo no y la maternidad quedó junto a las muñecas, atrás. La maternidad es la opción de quien la desea.
No tengo nietos. La sagrada línea de continuidad se vuelve finita y acabará cuando yo muera.
No hay angustia, hay intensidad frente a lo que no se puede cambiar. Simple registro.
Soy.
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Sentidos del silencio
Por: Mariela Benítez
“-¿Qué hora es?
La hora muda.
La hora del silencio.”
Circe Maia
El silencio se vive como una totalidad. Pero ¿existe como tal?
Es una experiencia intensa que puede volverse intimista, opresiva, resistente, liberadora, violenta y cargada de ausencia. O ser un espacio de nostalgia y escucha.
A veces, el silencio dice lo que las palabras no pueden nombrar. Otras veces, ahoga las palabras dichas o por decir.
En qué silencios vivo, transito o qué silencios subsisten en nuestra cotidianeidad?
De eso escribo hoy.
Algunos de esos silencios atravesados en imágenes, muestro hoy.
"Hacía algunos años me había despertado en el cuarto oscuro de un hotel de campaña y había descubierto que nuestros pensamientos se producen en un ámbito de nuestra intimidad que tiene calidad de silencio. Aún en el barullo más estridente de una gran ciudad, pensamos en silencio a dónde vamos, qué tenemos que hacer o en aquello que conviene a nuestros deseos. Pero todavía es más profundo el silencio en que se forman nuestros sentimientos. Sentimos el amor antes de que lleguen los pensamientos, después las palabras y después los actos, cada vez más hacia afuera, hacia el ruido.”
Felisberto Hernández
El silencio es un lugar donde me gusta estar.
No existe un silencio absoluto. Mi cuerpo cruje, late. Produce sonidos que trascienden mi voluntad. Se vuelve un espacio sonoro de mi silencio voluntario, donde encontrar reposo.
Mi silencio está lleno de mí misma, de mi historia, afectos, dudas, miedos, certezas. Y eso lo vuelve vivo, armonioso, caótico, enredado, luminoso u oscuro. Y en eso transito. Por la oscuridad, la calma, la incomprensión, la luz, el vacío.
En medio del ruido actual, el silencio da miedo porque aparece como “ausencia”, es ambigüo y nos angustia el desamparo, la soledad y nuestra interioridad. Incomoda. Intimida.
Qué sería de nosotros si no fuésemos capaces de sentirnos en silencio y de encontrarnos con nosotros mismos sin la excusa del exterior?
Silenciar
1. tr. Callar u omitir algo sobre algo o alguien.
2. tr. Hacer callar a alguien o algo.
Diccionario de la Real Academia Española
Por: Mariela Benítez
Por: Mariela Benítez
Cuando el silencio no es opción.
Cuando el silencio es un grito ahogado.
Cuando el silencio, que se vuelve discurso enmascarado construido de gestos y climas, deja de ser habitable.
Ese silencio esconde a la bestia. Una bestia que nace y crece en una casa cualquiera. Una casa que fue hogar. Un hogar que fue refugio y ahora es abismo.
La violencia nace en la intimidad, y la mata.
La violencia mata.
El no decir, el omitir, el callar y el hacer callar, mata.
Por: Mariela Benítez
El silencio como refugio.
“Toda palabra es una duda,
todo silencio es otra duda.
Sin embargo,
el enlace de ambas
nos permite respirar.”
Roberto Juarroz
En estos tiempos de encierros no deseados, me vuelvo hacia mí. Intento marcar ritmos y separarme del ruido que se mete y me abruma.
Resignifico el silencio y lo vivo como propio para luego, ocupar el afuera.
Y así, me encuentro jugando conmigo. Entre el cuerpo, la luz, los reflejos, las sombras, voy encontrando muchas versiones de mí, entrelazadas por el silencio.
Respiro.
¿Por qué callamos?
¿Por qué buscamos el silencio?
¿Por qué no logramos escucharnos?
Por: Mariela Benítez
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Piel Crónica
Texto y fotografía: Mariela Benítez
“Digo mirar con carácter, digo contar un mundo, digo tratar de entender.” Leila Guerriero
La fotografía es una ventana, un cristal por donde miro y me miro.
“Algo” ahí afuera me atrae porque seguramente se conecta con “un algo” que está acá, dentro mío. Y en ese juego subjetivo de tiempo y espacio es que “sale la foto”.
Para Win Wenders fotografiar es un acto bidireccional porque el disparo hacia delante genera un contragolpe hacia atrás. Ese doble disparo complejiza a la fotografía, permitiendo, por lo menos, una doble lectura: del objeto fotografiado (o de su ausencia) y de quien lo fotografía.
Lo exterior e interior se conjugan en una imagen que muestra ese “afuera” pero que, a su vez, dice mucho del “adentro” de quién la captó:
“Aquí está en primer plano una mesa
llena de objetos diversos: un juguete,
unos lápices, hojas, un platillo.
En la foto siguiente están los mismos
pero no idénticos.
Ya la hora del día no es la misma
Alguien quitó el juguete. Hay una taza.
Y la luz cae, de diferente forma
sobre la ausencia.”
Circe Maia
La ausencia se vuelve visible evocada en una fotografía. Y el deseo se vuelve latente.
No se trata, por lo tanto, sólo de registrar un mundo exterior, del que formo parte y que no me es indiferente.
Se trata de dotarlo de sentidos.
No siempre sale.
No siempre sale bien.
No siempre es bello y cómodo lo que sale.
Quisiera que imagen y palabra se encuentren, entrelazándose y me ayuden a decir e intentar comprender aquello que me atraviesa la piel.