SobreEllas
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Las mujeres de Casavalle se escriben
Texto de Roxana Rügnitz
Fotografía por Mariela Benítez
No olviden jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, deberán permanecer vigilantes toda la vida
Simone de BEAUVOIR
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Sección de Roxana Rügnitz a cargo de Maryorí Panizza, Teresa Lima, Mary Alvarenga, Marita Barboza y Marisa Silva, cinco mujeres de Casavalle.
«Sobre Ellas» nació para hablar de todas las mujeres. Sus voces, sus cuerpos, sus haceres siempre silenciados, escondidos. Este espacio tuvo la intención de hablar de ellas, las que están en todos los rincones, las que hacen posible que las cosas sucedan y, sin embargo, de las que, en general, nada se dice. Hoy, mi escritura necesita correrse, no escribirlas, para que sean ellas las que escriban sus propias historias. Por eso «Sobre Ellas» son las mujeres del Centro Cívico Luisa Cuesta, dependencia del Municipio D, con la coordinación de la Marisa Ledesma¹. Ellas vienen a contar una experiencia que es necesario conocer.
Hola a todas las lectoras y a todos los lectores de Piel Alterna, mi nombre es Maryorí Panizza.
Somos un grupo de mujeres que, tras la convocatoria para escribir un libro con perspectiva de género a través de talleres en el Centro Cívico Luisa Cuesta, sin darnos cuenta, nos fuimos transformando en familia. Una familia como cualquier otra, con integrantes de pensares y sentires diferentes, con un lazo no sanguíneo, pero si literario, formado entre todas, con historias propias, ajenas e inventadas, sacadas del cotidiano vivir como mujeres, amas de casa, trabajadoras, jubiladas; con ganas de decir, de sanar, de exorcizar vivencias. El lazo que creamos en torno al libro fue fuerte y contenedor, porque era necesario sostenernos. No resulta fácil escribir desde un contexto socioeconómico vulnerable, sin otras armas más que las ganas y el sentir de mujeres luchadoras, resilientes y empoderadas. Durante este proceso hemos sido muy cuidadosas en la escritura de los textos, con respecto a nuestras propias familias, a nuestros hijos e hijas que son parte de algunas de esas historias.
Como en un embarazo, fuimos gestando el libro que nos dio muchas satisfacciones. Conseguimos alcanzar el objetivo inicial y aún más, ya que, como un buen hijo, creció para darnos varias alegrías, como fueron las invitaciones para leerlo, presentarlo y contar, como en esta ocasión, que tiene cinco madres.
Mi nombre es Teresa Lima. Creo que la posibilidad de escribir un libro en colectivo, con otras mujeres, disparó un montón de emociones. Al principio, nunca pensé que iban a ser tantas, comenzó siendo un taller de literatura en el que escribimos sobre nuestras vivencias. Me animaron a contar algunas experiencias de mi vida pasada; fue increíble lo que sacaron de mí; fue algo transformador.
Publicar el libro fue toda una proeza. El diseño lo realizaron los estudiantes y docentes del curso de diseño de la FADU Casavalle de la Udelar. Ellos vinieron varias veces y trabajaron muchísimo para complacernos; que el tipo de letra, el tamaño, colores, diseños y costos. ¡Las fotos fueron un show! Parecíamos modelos. Nos decían cómo y dónde pararnos, nos sentíamos tan importantes. De repente, nuestra imagen y nuestras palabras eran públicas. Sin embargo, no fue fácil, mucho tiempo transcurrió antes de que tuviéramos el libro en nuestras manos, ¡todo un embarazo!
Finalmente, Casavalle, cuenca de mujeres que se cuentan nació y se presentó en sociedad. A la vez, teníamos que pensar quién nos iba a acompañar en la ceremonia de presentación. Ese día, el teatro de la Sala Lazaroff estaba lleno. Fueron nuestras familias, autoridades de la Intendencia de Montevideo e instituciones del barrio y periodistas de todos los canales. Pasamos muchos nervios cuando tuvimos que leer ante tanta gente, entre ellos, nuestra familia. Nunca pensé tener tanta fama a mis 82 años y firmar tantos autógrafos.
[Maryorí retoma la palabra].
Para mí, este libro representó un movimiento importante. Me hizo pensar desde mi género, desde mi yo mujer, algo que nunca había hecho antes. Me ayudó a ver la vida desde otro lugar. El lugar de mujer pobre, jefa de hogar, que vive en la periferia de la ciudad, que nunca se cuestionó el rol que la sociedad le tenía asignado hasta el día que surgió el taller literario. Ese día mi vida cambió. Pude sacar de mi interior muchos años de dolor acumulado, conocer otras vidas de mujeres valientes y luchadoras como yo. Este libro no solo nos unió en el papel, sino también en la vida. Nosotras nos conocíamos, pero no con tanta profundidad, y hoy estoy nerviosa, feliz, ansiosa. No hay en realidad una palabra que defina lo que mi corazón siente, es algo parecido a lograr un sueño, como cualquier sueño de la casa propia o un título, etcétera. Así de significativo fue. Es que lo simple y lo cotidiano es transversal a todos los humanos, sin distinción de raza, situación económica o edad. Me siento agradecida, bendecida y feliz por tener la oportunidad de ser parte de esta maravillosa obra literaria.
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Hola, yo soy Mary Alvarenga. Me encanta toda escritura, es absorber mi persona, concentrarme en lo que pienso, en lo que escribo. Es trabajo mental total, memorias puras, sentimientos encontrados a flor de piel, fluyen miedos, soledad, risas. En el papel podés transportar muchas figuras, cosas impensadas que están adentro, pero que ni idea tenés. Es como en el dibujo, tomo el lápiz y, apoyado sobre la hoja, viaja a lo más profundo de mi mente, cuerpo y alma. Es un viaje en el tiempo. Es inexplicable lo que una puede expresar.
Me deja anonadada cómo la mente puede más que uno: se abren callejones de soledad, violencia, discriminación, desigualdad y, algunas veces, estas cosas salen de nosotras mismas. Y, a veces, es bueno saber que con tan solo dos líneas nos sentimos como paloma en libertad. Es hermoso. Está bueno que otros/as lean lo que ha sido nuestra realidad y que quizás, cuando te damos una sonrisa, escondemos el rigor, los golpes, el maltrato o la soledad. Desde mi lugar, quisiera pensar una escritura en la que puedo aliviar dolores pasados, sanar aquellos golpes. Así fue como nació la idea del libro y por eso me parecía oportuno entretejerla en esta historia.
Soy Marita Barboza y voy a contar un relato que puede ser el de muchas:
«… llegó gritando y exigiendo como siempre. Ya no le tengo miedo, me da lo mismo cuánto tomó o con quién.
Quiero proteger a mis bebes, que ya crecieron, pero los protegeré cueste lo que cueste. Cuando ven a su papá la sonrisa desaparece de sus rostros. Me doy cuenta de que llegó el momento, que no puedo dejar pasar nada más. Sí… no hay vuelta atrás.
Les pido a mis hijos que salgan a jugar con el Pirata, el perro. La noche estaba clara, la luna observadora, en lo alto, los iluminaba. No es normal que los deje jugar de noche, es peligroso que alguna bala perdida los alcance. Entonces me di cuenta de que él, el padre, era más peligroso dentro de casa. El daño que nos hace nos marcará para toda la vida. Se me llenan los ojos de lágrimas solo de pensar el futuro horrible, fatal, que mis hijos pueden llegar a tener con esos ejemplos de su padre.
“Me siento tan culpable, la vida no es fácil, para qué complicarla más”, pensé.
Mi cabeza no está bien, me zumban los oídos, escucho palabras sueltas, el macho, el guapo, dijo: “Vení para acá…”, mi mente se nubla, inconsciente, voy a la cocina, agarro la cuchilla, estoy descontrolada, lo quiero matar, lo miro a los ojos. En ese instante, reacciono… Esta persona no vale la pena, no lo vale, ni mi sacrificio ni el de mis hijos».
El silencio de todas las mujeres, de alguna manera, subraya la idea de que ese relato en alguna medida las representa.
Hay una familia de sangre —cierra Marisa Silva— que no necesariamente es la que contiene y escucha. Esa que reconoce la sociedad, la que se erige y funciona según las leyes del patriarcado. Esa que sostienen las mujeres en su rol de cuidadoras del fuego del hogar de acuerdo al mandato ancestral. Las que deben seguir sosteniendo cuando son las referentes de un hogar en el que el padre ya no está presente y, como mucho, hace llegar un magro aporte económico, con suerte y viento a favor.
Debe ser por eso que las mujeres nos buscamos y nos juntamos en diferentes ámbitos para repensarnos, apoyarnos, formando otro tipo de familia no sanguínea, en la que se compartan amores, dolores, consuelos, deseos. Así, nos encontramos cinco mujeres con la excusa de escribir un libro que nos contara un poco. Y en eso estamos, contándonos…
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¹ Marisa Ledesma, psicóloga, coordina este grupo.
Mujeres que habitan el Cabo Polonio
Texto de Roxana Rügnitz
Fotografía por Mariela Benítez
Las más antiguas narradoras de historias fueron las mujeres mientras cosían. Por eso existen tanta relación entre los textos y los textiles: el nudo de una historia, el desenlace de una narración, el hilo del relato, bordar un discurso, urdir una trama. Las mujeres fueron las narradoras por antonomasia en los primeros momentos de la oralidad. Mientras cosían, contaban cuentos
Irene VALLEJO ¹
La historia cuenta que, en 1735, un barco español llamado Polonio, naufragó en esas costas. Desde ese momento, fue un asentamiento estable de navegadores y pescadores. Era un escenario de varias tragedias en altamar, porque se desconocían los peligros de la geografía del lugar. En 1881 se construyó su faro para guiar a los barcos hacia la costa. Esos lugares aislados, abrazados por el mar y los vientos, suelen estar llenos de historias que se van anclando en sus habitantes, como una memoria única, que lxs atraviesa.
Piel Alterna llegó en Turismo de este año al Cabo Polonio y a ese rancho azul que se mezcla con el cielo, donde nacen los cuentos y donde se foguea en las cerámicas y la guitarra, tantos relatos. Una vez más, la hospitalidad: Maricruz y Gabriel me abrieron las puertas de su casa y de su Tatuteatro para darme abrazos, desayunos y un millón de historias. Con ellxs, cualquiera sana el alma y empieza a despejar las ideas.
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Fue entonces que, en una tarde de charlas, mientras se preparaba todo para la función de esa noche pensé en devolver algo de lo mucho que había recibido en esos días. Me imaginé a tantas mujeres habitantes de ese lugar, fuera del color y la emoción del verano. Pensé en el invierno, en la soledad y en la creación de redes que sostienen. ¿Quiénes son las mujeres del Polonio? ¿Cuál es la historia que fueron sembrando a lo largo del tiempo?
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Lo increíble fue que en cuanto le dije a Maricruz esta idea, ella pensó enseguida en quiénes podían ser y así comenzamos a recorrer los ranchos del Polonio, e ingresamos en la intimidad de sus casas para descubrir en sus voces los cuentos y las vivencias de otros tiempos.
Antes del almuerzo llegamos a la casa de Martha González. Tiene 58 años y vivió toda su vida en esta zona. Su voz es amable, sin ansiedades ni prisas me va contando lo que significó para ella nacer y vivir en el Cabo: «Para mí vivir acá es algo normal. Nunca tuve la posibilidad de conocer otros lugares. Yo soy feliz viviendo en el Polonio y no pienso irme nunca». La calma de sus expresiones subraya su convicción. Tiene las manos entrecruzadas sobre la mesa de cármica y mientras habla, se puede ver que este es su lugar en el mundo. Entonces le pregunto sobre el contraste que existe entre el verano y el invierno a lo que responde sin cambiar de posición: «Claro que en verano hay mucho más movimiento que el resto del año, pero a nosotros nos conviene. Del turismo se vive bastante bien».
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La clave aquí la da ella, cuando afirma que el medio de subsistencia principal lo da el turismo. El vínculo desarrollado con los tiempos del calor y el bullicio veraniego no es porque se convierte en un paréntesis de la soledad invernal. Para ellxs es época de zafra y así lo asumen: «Mi marido —Héctor Calimare— y mi hijo mayor —Javier Calimare— son pescadores. Yo hago artesanías con vértebras de pescado y caracoles. Las trabajo todo el año y espero la temporada para venderlas y con eso sostener el invierno, donde no hay ningún ingreso».
Soy una persona de ciudad, me cuesta pensar/me en espacios donde los tiempos se convierten en latencia, en preparación para los que vienen. Es claro que la ciudad nos mutila muchos sentidos, y por eso pienso en recursos como la salud, que, si bien lo tenemos al alcance de un bondi, tal vez debamos esperar semanas para conseguir hora con algún especialista. Le pregunto cómo hacen si necesitan recurrir al hospital y su respuesta llega, extendida y sin expresiones. «Para todo hay que recurrir a Castillo. Es el lugar más cercano para los trámites, los comestibles y para el médico. Aunque ahora viene una doctora de familia, muy buena, una vez por mes, pero si hay alguna emergencia, hay que ir a Castillo. Lo bueno es que acá somos todos sanos».
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Nos vamos a su pasado, a descubrir su niñez: «Yo vivía en el Rincón de Valizas, que está dentro del área protegida del Polonio. Fue una niñez muy pobre. A la escuela rural en esa época había que ir caminando, era muy difícil. La zona del Rincón en esa época era bastante movida. Tenía dos almacenes. Vivían familias con cinco o seis hijos todos, muchos de ellos hoy viven acá. Al principio la gente vivía allá, en el Rincón y acá venían a la lobería». Claro que la interrumpo para preguntarle qué era eso de la lobería. Podía imaginar algo, pero, sin duda, mi sentido arácnido no me preparó para la descripción. Puedo ser capaz de sofrenar mi perspectiva vegetariana de mujer que puede elegir cómo alimentarse para dejarme invadir por un relato original sobre un oficio que representó el modo de vida de toda una población. Así que detengo mi voz interna y escucho a Martha. «Todos mis tíos venían a la lobería. La zafra era en junio y venían a matar lobos con un palo en la cabeza —no cualquiera podía matarlos— para sacarles la piel, el aceite y los genitales» ¿Qué me detuvo en ese momento que no pregunté por qué los genitales?
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Continúa su relato: «No se podía comer la carne. Era pura grasa. Los que venían a matar lobos eran hombres, muy rústicos y valientes, con mucha destreza física para andar entre las rocas. Se ponían unos zapatos especiales llamados tamangos, que se hacían con arpillera o lana criolla de oveja para poder correr. El Estado brindaba todo un servicio para que se pudieran realizar estas actividades. Ofrecía la comida y los cuidados de salud. Por esa época venía el doctor Infantozzi a cuidar que los hombres que venían a la lobería estuvieran bien. Esa actividad se prohibió hace treinta años ya». No lo digo, no es necesario, claro, pero algo dentro de mí suspiró.
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Salimos de ahí con una sensación de que por detrás de cada historia hay miles que se nos escapan. Llegamos a la casa de Daysi Vivas Acosta. Entramos en su rancho a conversar. Ella nos recibe con una sonrisa que nos atrapa en la comodidad del encuentro. Ella no lo dice, pero es artista plástica. Ha dejado su obra en cada rancho de la zona.
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«Yo nací en esta zona, muy cerca de acá. Ya hace cuarenta y cinco temporadas que trabajo en el Polonio. Soy de origen rural, me formé en una soledad mucho más grande que esta. Fui a la escuela rural. Tenía un kilómetro y medio de caminata en invierno y descalza. Por eso, en mi experiencia, vivir en el Cabo Polonio no fue una vivencia de soledad, sino de gente, de compañía, de vecinos. Yo diría que esta población, tal vez por estar más aislada, tiene una característica de compañerismo, lo que no necesariamente quiere decir que todos nos llevamos bien. Tampoco es idílico, pero hay una conciencia de que el otro ser humano a la postre es tu último recurso».
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La memoria de Daysi nos lleva al faro, a la inauguración del hotel de la zona y a algunos naufragios como el del Tacuarí, que sucedió cuando tenía 16 años. Historias lejanas, pero falta una historia que tiene mucho que ver con ella y el destino del Polonio. Se trata de la escuela: «Cuando nos vinimos para acá, nació mi hijo. En ese momento todos los niños iban a la escuela en Castillo porque acá no había. Las madres se organizaban como podían y los llevaban, pero esa situación no estaba a mi alcance. Cuando mi hijo mayor cumplió cinco años pensé que, si quería que empezara la escuela a los seis, tenía que comenzar a hacer los trámites para solicitar que instalaran una escuela acá. Me llevó dos años. Fue un momento difícil. La situación de permanencia de nuestra comunidad se encontraba en peligro. Desde el Gobierno había un empuje de no querer a las comunidades que nos habíamos ido asentando acá, porque querían hacer algo diferente con el Polonio y eso incluía, de verdad, el borrón de los que estábamos acá. Lograr instalar una escuela pública iba contra toda esa corriente, y lo conseguimos. Tuvimos que presentar un proyecto con todo definido. El edificio y la maestra. Había en la zona un espacio que se había creado para la policía, nunca se usó y lo propusimos para la escuela».
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No puedo dejar de pensar en la belleza de esta ironía. Vivimos en un país que tiene el mayor gasto de la región en ejército per cápita y, sin embargo, allí, en ese pequeño rincón, se logra construir una escuela donde se había planificado una comisaría. Para mí es un jaque al sistema, aunque estemos muy lejos del jaque mate. Me entero de que, con toda justicia, se propuso que la escuela llevara el nombre de Daysi Vivas, pero la respuesta tiene esa incansable falta de lógica que deambula por la burocracia. Solo se le puede asignar el nombre de alguien a una institución, luego de que pasaran diez años de su muerte.
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Maricruz, que nos acompaña, resalta la sabiduría y la fuerza de Daysi para responder al poder y hacer posible que el Polonio cuente con una escuela hace ya treinta y cinco años. No importan las prohibiciones del sistema, para todos esa es la escuela Daysi.
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Seguimos camino mientras la idea nos revoloteaba los pasos. No fue por casualidad que nos encontramos con dos jóvenes mujeres preparando la tradicional chorizada de cada Turismo, cuyo objetivo es recaudar fondos para la escuela. Hablamos con una de ellas que nos trae una perspectiva foránea: «Me llamo Silvia Díaz y soy argentina. Tengo 43 años, vivo acá hace quince, por elección. La verdad es que al principio no tenía ni idea. En este proceso hubo algo de amor, de aventura y de inconsciencia. No estuvo programado. Conocí al papá de mis hijos cuando vine por primera vez y surgió el amor. Estuvimos viajando por dos años, con Buquebus de por medio, en mis tiempos libres. Después de ese tiempo, lo definimos. Él me planteó de irse para allá pero yo dije que no. No iba a sobrevivir en esa ciudad, sin embargo, yo estaba con más ganas de irme de Buenos Aires, aunque no había pensado en un lugar así, tan inhóspito. Primero vine en verano, como todo el mundo. Luego estuve cuatro días en invierno y vi dos ballenas gigantes súper cerca. Me dijeron que había sido mucha suerte verlas, y entonces dije: “Ta, es acá”».
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Silvia es joven y no es nativa del lugar. Aprovecho esos factores para preguntar sobre lo que supone vivir acá fuera de la temporada: «En invierno, lo más bravo es la soledad intensa, mucho peor que el clima. Solo se logra transitar creando lazos. En el Cabo tengo algunos lazos, no muchos, pero hago teatro en Valizas y eso me ayuda pila. Ese grupo de teatro me supone salir de la isla, porque esto literalmente es una isla. Salir de las dunas, ir por las rutas y estar en un ámbito de creación despeja mucho».
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Nos vamos quedito con la otra Díaz hacia el teatro. Se va poniendo la tarde y hay que armar para la obra de hoy. Nos sentamos en la sala, creada por ellos y, claro, ahí aparecieron las historias que trae Maricruz en su morral desde el minuto uno que pisó estas tierras y yo quiero contarlas: «Tengo 70 años y vengo al Cabo desde 1980. Mi rancho es del 83. Yo soy chilena, pero llevo más años viviendo en Uruguay de los que jamás viví en Chile. La primera vez que vine fue en el 78. Soy de ambiente cordillerano, mi padre era andinista, Sergio Díaz, fue el que rescató a los uruguayos del avión caído en los Andes —no el arriero, fue el que pasó la noche con ellos en el fuselaje».
Me resulta extraordinaria la forma en que se conectan las cosas. El tiempo va dejando los hilos de las historias. Hemos vivido tantas. Cada historia una vida y, a veces, hace falta solo un relato para unirlas.
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Continúa: «Vengo de un ambiente en el que se hacían fogones nocturnos en la cordillera con los arrieros. Ahí eran siempre los cuentos, las fantasías sobre la dama de blanco o la aparición del diablo. En esa zona existe un lugar llamado la Pata del Diablo donde hay una roca con una huella que parece una pata. La historia cuenta que es la huella que dejó el diablo cuando pegó el salto para cruzar hasta la otra montaña. Cuando llego al Polonio, me encuentro con un rincón donde me siento entre iguales, en las noches de conversaciones y guitarreadas en lo de la Chela». El rostro de Maricruz se transforma mientras va entretejiendo historias de otros tiempos.
«El que nos recibió por primera vez acá fue Bonifacio Calimare, un gran cuentista. Cuando lo conocimos, vimos el barco que cuidaba y se nos antojaba una fantástica escenografía de ópera. Gabriel escribió una canción sobre él y sus cuentos que se llamó Don Guillermo. En ese momento no teníamos idea de que Bonifacio era el papá de la Chela. En ese tiempo pinté un cuadro de una mujer con un pañuelo atado en la cabeza limpiando pescado en una mesa de caballete. Pasaron los años y cuando conozco a la Chela le cuento sobre mi primer cuadro. Me dice que las que hacían eso eran solo dos mujeres, la Nena y ella. Así que, sin querer, probablemente y por el ángulo de la cara, sin conocerla, la pinté a ella». Esta historia, que parece casualidad, gesta el primero de los hilos que irá conjugando el vínculo que nacerá entre ellxs.
«La conocimos cuando vinimos con Gabriel, yo embarazada de Martín, de cinco meses. Alquilamos un ranchito que era de Daysi y su tía. Nuestra idea era venir a la playa sur y bajar al pueblo cuando remallaban las redes entre los ranchos, ahí bajábamos con la guitarra y empezábamos a cantar. El rancho de la Chela siempre estaba abierto y tenía un sillón donde te sentabas y empezabas a escuchar las historias más fantásticas». Gabriel y Maricruz, sin proponérselo, fueron, de alguna manera, los juglares del Polonio. A través de ellxs, sus historias siguen viviendo en las futuras generaciones. En este lugar se tejen historias como se tejen redes… Vengan, vean, cuiden y escuchen.
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¹ Vallejo, Irene. Las mujeres en la historia de los libros: un paisaje borrado. Irene Vallejo, escritora. BBVA Aprendemos Juntos, El País, 2020. Recuperado de < https://www.youtube.com/watch?v=yw7C_MLqgQw>.
SobreEllas
Hacia una central de trabajadores con perspectiva de género
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
Por un mundo donde seamos socialmente iguales,
humanamente diferentes y totalmente libres.
Rosa LUXEMBURGO
Una historia acotada por mojones
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1870 es el año que se considera el punto de partida del movimiento obrero uruguayo. Por ese entonces se creó una organización conformada únicamente por trabajadores y para la defensa de sus derechos. Más tarde, en 1890, se formaron sociedades de resistencia, impulsadas por los anarquistas, aunque ya empezaban a asomarse también los socialistas. Recién a principios del siglo XX se promovió la formación de la unión gremial de obreros.
En 1923, en el Congreso Obrero, quedó sellada la unión del proletariado del país. De allí que surgió la Unión Sindical Uruguaya. En mayo de 1929 se constituyó la Confederación General del Trabajo del Uruguay (CGTU) con una plataforma que proponía seguir con la lucha de clase «para el mejoramiento y liberación final de la clase obrera».
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A mediados del siglo XX, el ingreso del Fondo Monetario Internacional (FMI), los problemas económicos, el alza del costo de vida y la baja salarial impulsaron movilizaciones y reclamos populares que fueron fuertemente reprimidos por el Estado. Entre fines de junio y setiembre de 1964 se conformó la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) como un organismo permanente de coordinación y de lucha. Fue en 1983 que un grupo de sindicatos que organizaban el 1.o de mayo con las banderas de libertad, trabajo, salario y amnistía dieron nacimiento al Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT). La conmemoración del 1.o de mayo de 1984 expresó la unión entre el PIT y la CNT bajo la consigna «un solo movimiento sindical».
En estos saltos brutales por la historia de la CNT, hemos intentado configurar la dimensión histórica de esta organización. El punteo muy genérico, por cierto, da cuenta de un complejo y largo proceso. Verán que la referencia a los trabajadores está remarcada por una o que aún ni sueña con convertirse en x. ¿Dónde estaban las mujeres trabajadoras en ese entonces? ¿Qué lugares ocupaban?
La mujer en la militancia sindical
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Piel Alterna conversa con dos jóvenes sindicalistas sobre las mujeres en los espacios de militancia. Nos encontramos con Tamara Naiara, secretaria de Género de Fuecys, y con Viviana Núñez, la primera dirigente mujer en setenta años del sindicato de camioneros.
La sección «Sobre Ellas» se enfoca en una historia que complementa los indicadores iniciales y lo hace a través de las voces de mujeres y feministas que vienen dejando el cuerpo en una militancia sindical que ha sido muy árida para todas ellas. Tamara comienza haciendo una precisión que es importante: «Las mujeres estuvimos siempre presentes en el movimiento sindical, desde comienzos del siglo XX, con las anarquistas y socialistas. No es que llegamos ahora; estuvimos siempre, pero subrepresentadas, sin ninguna posibilidad de participar de los espacios de decisión».
El tono de voz de Tamara es interesante, casi oximorónico, diría, entre la alegre calma con la que expresa lo que dice y la firmeza del contenido que evidencia una convicción inamovible. Con su presencia subraya cada aspecto de su relato y lo hace en el orden lógico de los acontecimientos.
Durante las épocas más oscuras, cuando fue necesario sostener la organización sindical en la clandestinidad, las que estaban eran las mujeres, porque los varones o estaban presos o fuera del país. En ese momento, las mujeres se organizaron, con un montón de códigos y dinámicas, muy interesantes de estudiar, para dar sostén y continuidad al movimiento de trabajadores. ¿Qué pasa cuando volvemos a la Democracia en 1985? Es brutal, porque después de haber resistido a la dictadura, las mujeres se ven obligadas a regresar a los lugares de invisibilidad, a un espacio que las pone por detrás de esos varones que vuelven y toman la dirección del movimiento.
Los lugares asignados por roles de género se reproducen en todos los sectores. Son determinismos culturales que les han negado a las mujeres y a las disidencias un acceso competitivo en puestos estratégicos de dirección. No podemos seguir repitiendo mecánicamente que a esos lugares se accede por capacidad, porque eso supone que los varones son los únicos preparados para ejercer el mando, y también que todos los varones que se encuentran en esos lugares están capacitados para hacerlo. Una y otra premisa son absurdas y caen obviamente ante la evidencia de los hechos. Caen también ante la premura de un tiempo que presiona los cambios. Caen ante cada nueva ola feminista que llega para recordarnos que la inequidad de género existe y pone a la mujer en un lugar de subordinación, cargándola de obligaciones definidas por el ámbito privado, dejándola fuera de competencia en lo público.
Tamara nos recuerda la importancia de ese hecho:
Aun cuando se retrocedió en visibilidad y en conquistas obtenidas también se abrieron ámbitos de discusión sobre lo que, históricamente, había sido invisibilizado. Por eso es tan importante reconocer a todas esas compañeras que dieron pelea para abrirnos camino. Su lucha insistente hizo posible la conquista del séptimo congreso del PIT-CNT, donde se define que una tercera parte de dirección y representación tiene que ser de mujeres.
Viviana viene del sindicato de camioneros a rompernos todos los estereotipos, porque es mujer y joven y, como Tamara, su compromiso está cargado de convicción y alegría. Ella irrumpe en el discurso con el deseo de subrayar la importancia histórica que tuvo ese momento. «Ese Congreso representó una victoria importante. Se empezaba a desarticular un espacio que había sido ocupado siempre por varones.» En este vuelco fundamental dentro del PIT, Viviana recuerda que, para las mujeres, militar y trabajar no fue fácil:
Militábamos y sumábamos todas las tareas de roles, por eso un logro clave para nosotras fue la conquista de la licencia sindical, que nos permitió continuar en los espacios de militancia gremial sin afectar todas las tareas vinculadas a nuestro rol que realizamos fuera del sindicato. Porque las mujeres siempre hemos tenido que articular la militancia con las tareas impuestas por la sociedad, como la de los cuidados, las tareas del hogar. No podemos olvidar que nosotras, después de trabajar y de militar, tenemos que llegar a casa para ocuparnos de lxs hijxs o cualquier otra responsabilidad de rol y, muchas veces, solas. Por eso conseguir militar en el horario de trabajo fue sustancial. El fuero sindical representó una gran batalla ganada.
Para enmarcar esta metáfora de batalla, Tamara nos cuenta una anécdota:
Cuando el PIT cumplió cincuenta años, hicimos un encuentro de jóvenes con la generación de los fundadores. Algunos compañeros empezaron a cuestionar el tema del fuero sindical, decían que ahora solo se militaba con fuero, re enojados. Entonces le pregunté: «Compa, usted cuando llegaba a su casa tenía a los gurises acostados, la comida pronta, la ropa limpia, ¿no?». No supo qué responder, porque esa realidad que han vivido ellos no es la misma que la de las mujeres. Los fueros democratizan mucho más el acceso a la militancia, porque lo cierto es que las mujeres siguen teniendo triple carga: trabajar, hacer las tareas del hogar y militar. Es muy fácil cuestionar las dinámicas actuales cuando ellos tenían quienes le resolvían todo en la casa.
Esto pone otro foco sobre el trabajo de las mujeres en los sindicatos porque, además de militar por los derechos de todxs lxs trabajadores, las mujeres deben luchar por conquistar espacios para las mujeres, para que las trabajadoras también se sientan representadas y con voz dentro del PIT. Viviana lo sostiene desde su planteo: «Que las mujeres estemos en los espacios de dirección en los sindicatos es muy importante para la organización porque la fortalece. Yo soy del sindicato de camioneros». Lo dice fuerte, claro y llena de orgullo, pero también con sus labios pintados, como para desmantelar cualquier preconcepto que quiera filtrarse.
Cuando llegué, había tres compañeras que me abrazaron. Hasta ese momento, el sindicato tenía una dirección conformada solo por varones. Cuando la dirección cambia se instala otra perspectiva. Hemos avanzado. En un sindicato tan masculinizado como este, ser la primera dirigente mujer y que hoy otra compañera ocupe la secretaría de Género es histórico, pero estas cosas no se saben.
Las escucho y pienso en los costos que ha tenido para ellas todo este proceso. Tamara lo confirma:
La militancia ha sido un espacio bastante hostil para las mujeres y siempre se nos exige mucho más. Incluso nosotras mismas nos exigimos. Cuando tenemos que dar alguna nota, por ejemplo, hablamos con alguna compañera para que lo haga y, aun teniendo formación, no se animan, mientras que a los varones les ponés un micrófono delante y te hablan de todo. Nosotras nos exigimos un montón de credenciales para cumplir lo que un compa hace con mucho menos. Es un tema pesado, porque quién sobrevive a tanta exigencia. Cuando una compañera llega, hay que valorarlo mucho y entender que no lo hace sola. Gracias a la cuota hemos podido acceder a lugares que, aun estando formadas, antes no podíamos.
Con respecto a la cuota, surgen las resistencias que se dieron en la interna de los gremios. Sobre eso, Viviana afirma:
Concebimos la cuota como una herramienta. Aún hay compañeros que no están de acuerdo e insisten en que si estamos ahí es por capacidad, pero la verdad es que, sin la cuota, no estábamos. También conseguimos otras cosas. Cuando empezamos a negociar los consejos de salario se hizo toda una campaña dentro del Pit, y se logró incluir la cláusula de género en los convenios colectivos.
Tamara apunta:
Hoy, el 80 % de los convenios colectivos salen con cláusula de género. Sin esa cláusula, las mujeres somos las que cobramos menos, las que tenemos que faltar cuando se enferma el gurí, las que por estar embarazadas perdemos horas y, con eso, oportunidades, lo que, al final, siempre influye en la brecha salarial.
Son muchos los temas y poco el espacio. Nos van quedando dos aspectos que no podemos dejar afuera: el acoso laboral y el paro de mujeres del 8M.
Con respecto al primero, es necesario detenernos en la existencia de la Ley de Acoso Sexual. Viviana toma la posta y nos cuenta:
Nosotras hemos trabajado muchísimo el tema del acoso sexual en el ámbito laboral. Por ejemplo, hemos hecho campañas vinculadas a las trabajadoras sexuales —porque no olvidemos que el compañero camionero va solo en la ruta, donde se encuentra con ellas—. Nosotras llamamos a Karina Núñez y, en plena pandemia, comenzamos a trabajar con ella para concientizar de que las mujeres que encuentran en la ruta haciendo trabajo sexual también son trabajadoras como nosotrxs. A raíz de eso, en la pandemia, el sindicato de camioneros comenzó a repartir canastas, para que cada compañera trabajadora sexual, en cada rincón del país, pudiera cubrir necesidades básicas.
Tamara la escucha y, desde su mirada, ya se va adelantando lo que piensa:
Sobre el tema a mí me saltan dudas, porque muchas veces, cuando empezamos a implementar protocolos en las organizaciones sindicales, empiezan a surgir las denuncias. En Fuecys ha pasado. En lo que es comercio y servicios, durante mucho tiempo estuvo naturalizado. Desde que conseguimos la secretaría de Género y desde el año pasado, que implementamos el protocolo de acoso sexual en la organización sindical, empezaron a caer denuncias porque las compañeras sintieron que tenían un espacio seguro para hacerlas. Nosotrxs tenemos varias situaciones de acoso desde los mandos medios, los compañeros y los subalternos. Nuestro sector es muy feminizado y muchas veces tenemos compañeras encargadas y ellas también nos plantean que reciben acoso de los trabajadores que tienen a cargo. Es que ese poder es bien subjetivo, porque en realidad podés tener un poder específico y objetivo, pero después, el ejercicio en el relacionamiento de género en el poder se sigue sosteniendo la misma lógica en la que el varón se siente habilitado para el acoso. Es interesante lo que sucede cuando se implementa el protocolo desde la secretaría de Género del PIT, porque empiezan a caer las denuncias y lo primero que se dice al respecto es que se trataba de una jugada política por las elecciones. Siempre aparecía alguna explicación que buscaba deslegitimar la denuncia de las compañeras acosadas.
Hacia un 8M con paro de mujeres
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El enfrentamiento entre las feministas y el PIT se ha ido intensificando cada 8M. Hoy, llegamos a esta fecha con el paro de mujeres votado por el PIT-CNT. Es una noticia importante, tanto como comprender su proceso.
Las dos están frente a mí con una presencia que parece completar todo el espacio, algo así como la consciencia de lucha que las envuelve. Es Tamara la que comienza a contar cómo fue el camino hasta hoy:
Fue en el 2016 que comenzó la discusión sobre el paro internacional de mujeres. Si bien es cierto que el primer paro de mujeres surge en Europa, el movimiento masivo que se genera cada 8M es bien latinoamericano. En el 2017 empezamos a dar batalla. Como en cada discusión aparecía la idea de que era imposible implementarlo por distintas razones, los tiempos se corrían. Lo importante es que, hoy en día, una gran parte del ejecutivo del pit-cnt y de la mesa representativa, entendieron que la necesidad del paro es porque las tareas productivas y reproductivas que hacemos las mujeres afectan al capitalismo también. Entonces, cuando paramos las mujeres, de verdad para el mundo. Otro tema en este proceso ha sido el llegar a entender la militancia desde otra perspectiva. Las herramientas de lucha de la clase —la huelga, el paro, trancar una empresa, etc. ― existen, pero siempre han sido territorio del sindicato. Cuando llegan los feminismos y deciden apropiarse del paro, eso genera un problema. La gran disputa que ha habido todos estos años tiene que ver con esa resistencia. Una cosa que es importante decir es que si las mujeres sindicalistas tenemos la potencia para hacer algunos planteos es porque integramos la intersocial feminista, porque estamos organizadas en colectivos y organizaciones feministas. La masividad de los feminismos en el Uruguay no sería tal sin las mujeres sindicalizadas, sin duda, pero acá se genera una simbiosis que está buena porque el paro de mujeres no es propiedad solo de las mujeres sindicalistas: este paro de mujeres trasciende incluso el mundo del trabajo.
Viviana nos incluye otra perspectiva desde su sindicato: «En la rama de los camioneros, cuando decretamos el paro de mujeres, el sector más afectado que tenemos es el de la logística. Es ahí donde se hace visible nuestra la importancia de nuestro trabajo cuando no estamos».
La batalla entre las organizaciones sociales feministas y los sindicatos ha sido intensa a tal punto que el PIT-CNT recibió el calificativo de pito CNT, pero la lucha interna de las compañeras, que insistieron y persistieron también fue importante, aunque muchas veces silenciosa.
Marzo quedó atrás, la movilización fue, como siempre, impactante. Las calles de Montevideo se vieron desbordadas por una marea violeta. La alegría y la certeza de que el camino es juntas y es reclamando por más y mejores derechos hizo de esta marcha un acto de amor. El día después es evaluar y retomar la militancia, porque sin acción no hay transformación.
Ahora llegamos a mayo. Lxs trabajadores somos muchxs, todxs diversxs, pero con un mismo objetivo: los derechos laborales. En cada movilización hay un denominador común, el de la conquista de derechos para los sectores más vulnerados. Seguimos viviendo un mundo estratificado, en el que los privilegios de unxs suponen costos muy altos para otrxs. Será la historia la que hable un día; por ahora, lo hacemos nosotras, porque sin relatos que den cuenta de los hechos desde múltiples perspectivas, quedan huecos que llenan lxs que tienen el poder. Tomar la voz, contar lo que nos pasa desde nuestra realidad es imprescindible para montar las piezas que siempre faltan en el rompecabezas de la historia.
Lo que anuda la palabra, lo desata el deseo
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
Cuando me llamo a mí misma feminista, lo hago en el intento de dar cuenta, de un modo asfixiante, inequitativo, opresivo, violento de vivir en este mundo y, al mismo tiempo, una propuesta para acabarlo para que otro advenga. Cuando me llamo lesbiana, es un intento de desplazar los límites no solo sexo – genéricos asignados desde afuera, sino sobre todo desde adentro: digo lesbiana y algo en mi respira a aire nuevo de respiración. Con respecto a poeta, bueno… ahí hago silencio, y espero a ser hablada por Poesía
MACKY CORBALÁN
«La primera militancia es en el lenguaje»
¿Nacemos del deseo? ¿Somos el resultado de un impulso que se diseña en el deseo? ¿Qué es, entonces, el deseo? ¿Cuántas formas de deseo existen? Mis dedos recorren una página en blanco repitiendo la misma palabra como si a través de ella surcara el terreno de la escritura, para sembrarla. Me sumerjo en la vanidad de las ideas que rompen el límite de mi mente para dejarme seducir por las palabras que van naciendo, convirtiéndose en imagen, mientras el cursor subraya la línea entre lo que no existe aún y, sin embargo, existe (ay, Macbeth).
Una fuerza interna convulsiona. Las letras se unen, las palabras surgen, las frases quieren ser al menos un esbozo de lo que perciben en su ilusión primaria. Escribir para que revienten las fuentes prohibidas. ¿Cuál es el principio? ¿Cuál, la dimensión del orgasmo desvanecido en el movimiento sinuoso de tus manos mientras recorren el tejido ansioso de mi piel? ¿Cómo se tensa un cuerpo en el teclado o en la latencia del sexo que se desborda hasta romper el límite de una frontera que no es solo geográfica…? Hay, en este recorrido, preguntas que se resisten a cerrarse en un signo.
Imagino territorios liminales que podrían abrirse a la real existencia del deseo, pero no me quedo en ellos. La cama deshecha como el borde de una isla no es suficiente. Una idea que propone un nuevo destino serpentea el discurso, y lo puebla de otras formas del deseo.
Me vuelvo a las imágenes de mi insistencia en la escritura, siempre torpe, aunque obsesiva, como un animal que rastrea la presa. La razón que impera en la búsqueda es capaz de ceder para mantener intacta la sensación del pulso en el sexo, como una fuente imperiosa, inacabada, en la que las palabras se atropellan. Caen, al fin, en el punto (in)sospechado del estruendo y se ahogan en un doloroso llanto. Escribir desde el deseo para trascender la forma obvia del deseo. Escribir desde el imperativo latente en el cuerpo. Escribir desde otras configuraciones simbólicas: Who am I? Where am I from? What are my words?
Hace mucho tiempo comprendí que las palabras construyen realidades. Estamos llenxs de palabras. Les damos categorías, las definimos. Entonces, las nombramos: deseo. Una gama inmensa de posibilidades se abre, dependiendo de nuestra historia, de nuestro entorno, de nuestras creencias. Rellenar una palabra para instalarla en un sentido debería ser un acto sagrado, porque, una vez que la lanzamos, cae con todo el peso de su contenido.
¿Qué palabras nos definieron? ¿Cómo nos definieron? ¿Qué hicimos con ellas? Las palabras ajenas, que trazan nuestra imagen, pesan aún demasiado en nosotrxs. Si llenar una palabra de sentido impone responsabilidad, llenar de sentido una existencia está vinculado directamente con la consciencia de los deseos que la habitan. Digo aquí: formas de autopercibir los deseos, como un acto de identidad, de reconocimiento. Un principio de conexión que nos acerca un poco más a quienes somos, y nos rescata del eterno mandato de ser lo que se espera que seamos.
Conocerlos es, posiblemente, un problema para el sistema. Sobre todo, si esos deseos existen en cuerpos prohibidos, no normativos. La construcción política de nuestra red social supuso reglas, demandas e imposiciones rigurosas sobre los cuerpos. El primero fue el de la mujer. ¿Qué implicó el deseo para la existencia de la mujer? Todos ellos: el sexual, el creativo, el vital que la define más allá de su genitalidad. Ser fuera del Estado, de la religión, fuera de la casa en la que se le construyó un único deseo como pilar principal: ser madre. En los pocos casos en que fue posible, el castigo niveló el riesgo. Relatos en los que ellas eran la fuente del caos y del pecado gestaron las bases para la apropiación de sus cuerpos como territorio.
Las palabras han definido cómo debe vivir el deseo una mujer cisgénero y heteronormada. Fueron esas mismas palabras las que desterraron de la existencia todos los cuerpos que no se ajusten, en rigor, a las necesidades del sistema que define, por medio de esos relatos, qué es lo normal. El deseo se desfigura cuando nos ven otrxs, alternxs. Molesta, incomoda, enfurece no poder acomodar la imagen de una palabra, soportada por un significado heredado, a la de los cuerpos disidentes. Entonces aparecen expresiones para clasificar, catalogar, como una forma de recuperar cierta visión del orden del mundo que consiga mantener la representatividad social intacta.
Mientras leo Ética tortillera¹ de Virginia Cano, pienso, a través de su texto, acerca de cuándo escuché por primera vez la palabra torta, tortillera, y cuándo esas palabras se asociaron al sentido «lesbiana». Hice el ejercicio que propone Cano y me vi en la vereda de mi casa, en Rosario (Argentina), esperando para entrar a la heladería que había abierto hacía unos días. Mientras contaba las monedas se me acercaron unxs amigxs con sus padres y empezaron a decir que la mujer que había puesto la heladería era una «tortillera». La palabra impactó fuerte en mi mente. Nunca antes la había escuchado. No sabía qué significaba. Bueno, podría hacer acá un relato de todo lo que imaginé en ese momento que, ciertamente, no tenía nada que ver, pero derivaría en otra historia. Lo cierto es que esa palabra no venía sola, estaba acompañada de sonidos, de gestos corporales que todos hacían a la vez y, aun sin saber lo que quería decir, entendí que se trataba de algo malo. Tenía diez años. Claro que entré por el helado —por si les interesa— pero lo único que veía era a esa enorme mujer, poniendo todo su esfuerzo para atendernos, mientras en mi cabeza resonaba: tortillera. Me dio miedo.
Esa palabra me acompañó unos cuantos días con sus noches. No me animaba a preguntar a mis padres qué quería decir. Luego me enteré qué significaba, gracias a mis amigxs, más despiertxs que yo. La respuesta que me dieron ellxs, debo decirlo, me dejó con más dudas: «Mujeres que duermen con mujeres». Caí en estado de alucinación. Yo dormía con mis amigas cuando me quedaba en sus casas. Dormía con mi mamá a veces, o con mi tía. Entonces, ¿todas éramos tortilleras? No parecía lógico. Algunas de las personas que la llamaban así y se reían eran lxs padres de mis amigas. Ellxs sabían que dormíamos juntas y no nos trataban de la misma manera. La definición formal vino de un diccionario, algún tiempo después. Lo cierto es que un término tan simple, pero atiborrado de referencias negativas, se podía usar para describir la vida de una persona en relación a sus deseos. Comprendí dos cosas: el peligro de las palabras y la exigencia de su uso en determinados contextos para ser aceptadxs.
Todo ese pequeño relato devenido de mi memoria, que agradezco a Cano —y a quien me prestó el libro— se carga de sentido cuando descubro, allí, en aquel momento de mi infancia, y ahora, que las personas creamos palabras —más allá de todo el rollo comunicacional— para instalar al otro en un marco que permita separar, discriminar, diferenciar. Consignar estatus de existencia. La heladería de mi barrio duró muy poco. Nunca más volví a ver a la que llamaban «tortillera». Esa fue la realidad que le construimos a partir del concepto que le asignó un lugar distinto al resto, porque su cuerpo expresaba demasiado el «error» de amar a otra mujer.
Descubrir una palabra, asociarla a formas binarias de lo bueno o malo, ver las consecuencias que trae, tiene un impacto directo en la formación de una niña. Sobre todo, cuando esa niña crece y comprende que tiene deseos que van a imponerle ese mismo estigma y, posiblemente, impedirle abrir una heladería en el barrio. Entonces, todos los espacios públicos en los que la palabra ajena articula la vida se convierten en un riesgo. Deseo es un simple verbo que puede ser inocente incluso, o puede desterrarte del mundo, como lo dice Virginia Cano en su libro: estamos hechos de palabras, hacemos a los demás con palabras. Los cuerpos están atados a las palabras que les imponen comportamientos. ¿Dónde quedan los deseos, cuando esas palabras que nos definen son más poderosas de lo que sentimos? Escondidos en lugares privados, como si fueran una categoría peligrosa que debemos ocultar.
Construimos explicaciones viables para que nos acepte el entorno o reducimos nuestra vida a compartimentos estancos, y ambos también. Somos plenos en nuestra comunidad, y, fuera de ella, habitamos el cuerpo que es requerido. Es reduccionista suponer que todxs hacen lo mismo. Para descartar esa opción, habría que enfocarse en los distintos tipos de población y las palabras elegidas en cada caso. ¿Qué decidimos decir y mostrar dentro y fuera de la comunidad? Es supervivencia pura, pero tiene costos.
Este trabajo dio muchas vueltas antes de nacer, y no nacerá, aun cuando se publique, porque sigue siendo mar embravecido. Es intento que no cabe en un artículo. Apenas una idea abierta. Lo que las manos ansiosas lograron desatar en la hoja silente lo resolverán ustedes; por lo pronto, hay ahí un nudo que quedará así. La naturaleza de la palabra como un acto desesperado que viene del deseo de ser pero que nos asigna un lugar, dependiendo siempre del registro de nuestra identidad, frente a esto, la impunidad en que se desenvuelve, ciega, amparada en construcciones anquilosadas y perimidas. Corren nuevos tiempos. Los deseos saltan más allá de la represión en la búsqueda de una ética de la existencia —en el sentido griego— en la que ser, desear, decir y crear aniden en un territorio posible y sin márgenes que guetifiquen cuerpos.
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¹Cano, Virginia. Ética tortillera, ensayos en torno al êthos y la lengua de las amantes. Madreselva, 2015.
El dolor como síntoma
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
La posibilidad de alternativa al sistema monógamo no va de ligues y noviazgos, sino de colectivización de los afectos, de los cuidados, de los deseos y de los dolores. Para resistir a la violencia individualista, tejer redes rizomáticas. Pero, para ello, tenemos que desenmascarar el sistema que nos confronta y nos convierte en sujetos activos en una competición sangrante.
Brigitte VASALLO
Pensamiento monógamo, terror poliamoroso
¿Cuáles son los límites de las relaciones? ¿Hasta qué punto el cuerpo deja de ser autónomo en función de otro que toma posesión, en nombre de las sagradas leyes del amor? En este número el tema es el dolor. Pienso en las mujeres que han cargado la marca del dolor a través de su historia. Si bien podríamos enumerar varias formas del dolor vinculado al rol de género, hoy vamos a poner en tensión dos términos: dolor y amor, que son oximorónicos y aun así…
Probablemente se trate de un artículo con más preguntas que respuestas, pero intentaré descubrir en las voces de algunas mujeres, ciertos rastros del dolor asociados al amor. ¿Cuáles son las preguntas que necesito hacer? ¿Qué representaciones, reales o ficticias, me han definido como sostén de un ideal que reproduzco? Pienso en mis abuelas, Amalia y Pura, dos mujeres distintas en sus cuerpos, en su construcción del mundo y, sin embargo, dos mujeres definidas por el dolor.
Antes de dejarme invadir por las voces de Ellas, las que tienen algo que decir al respecto, sigo masticando algunas sensaciones. Busco en mí misma algunas ideas sobre el amor y el dolor. Me resulta interesante pensarlo como un síntoma de algo más físico. Cuando decimos que el amor se siente en el estómago en forma de mariposas, no solo damos cuenta de una romantización metafórica, también lo inscribimos en un territorio físico y palpable. ¿Sucede igual cuando se procesa el camino inverso, hacia el desamor? Podríamos pensar que sí, cuando todos los dolores se acumulan en el cuerpo de manera orgánica como una constatación del vacío.
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Hace muchos años, una amiga me preguntó: «Cuándo el amor termina, ¿a dónde va?» Entonces, yo no era capaz de comprender el alcance de sus palabras. Sin embargo, como todo en la vida, la experiencia acumula información y nos reconecta con la memoria como herramienta para el presente. Para una mujer racional, descubrir que el desamor tiene un impacto directo en el cuerpo, como evidencia empírica de la pérdida y el dolor, representa un desacomodo en su estructura.
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¿Qué hacer con esa información? Escribir, ordenar, condensar en palabras cada convulsión emocional que se materializa en el cuerpo. Una podría sentarse en un rincón de su casa para navegar todos los huecos que le quedan cada vez que un dolor la atraviesa. ¿Cuántas formas de desmantelar el mundo en una respiración agónica existen? ¿Por qué el destierro ha representado uno de los castigos más terribles de la humanidad? Ahora me vuelvo a mí y me pienso en mis muchos exilios: el que viví de pequeña, llevada como entre paquetes, al exilio de mi padre; el que experimenté en un colegio, atravesando la puerta del aula, expulsada por la maestra en segundo de escuela —el patio se me hizo un mar insondable lleno de fantasmas y terrores, del que no sabía cómo salir—; el exilio del regreso a un país romantizado. Sin embargo, ninguno fue tan potente, tan revolucionario o arrasador como el exilio del amor.
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Sí, lo sé. Probablemente esa sea una de las frases más cursis de esta sección, pero representa con precisión toda la incertidumbre, todo el precipicio que se experimenta en el proceso. Fue entonces cuando pensé en mis abuelas. En sus personales destierros, físicos y emocionales y en sus cuerpos repletos de agujeros que llevaban con dignidad, como si fuese imposible pensar otra forma de existir. Ellas ya no estaban para contar sus historias, pero el mundo está repleto de mujeres agónicas en el dolor. Con el ánimo de escapar del ejercicio narrativo de autoficción, recurrí a otras vivencias, con preguntas simples, con la idea básica del lugar común que representa amor y dolor.
Las palabras en Ellas
Cuando algunas de esas mujeres con las que me contacté recibieron mi propuesta un domingo de mañana (como si ya los domingos no tuvieran una carga de soledad y desamor), me empezaron a caer audios. Parecía que se había desbocado un enorme río contenido. La selección que hago de todo lo que me dijeron está impuesta por el espacio. Sus palabras vienen a jugar un contrapunto con mi planteo inicial, que apenas deja abierto el tema. Una idea constante fluye: el dolor no se puede esquivar, está ahí para enseñarnos algo. Sus relatos de domingo y mate son un buen ejemplo de la fuerza de la que somos capaces las mujeres. Estas son sus voces:
Claudia (profesora de biología) aportó una perspectiva dual sobre la cuestión. Plantea que el vínculo entre amor y dolor no necesariamente tiene por qué ser algo negativo. «Claro que hay una cara oscura en esa relación que sería el amor enfermo. Aquel que tiene que ver con soportarlo todo». Sin embargo, también existe en esa relación tópica una mirada distinta. «El dolor relacionado con una separación de pareja —dolor en el sentido de dejar de ser objeto de ese amor— o una pérdida o la lejanía de un hijx. Entiendo que, en esos casos, el dolor viene a demostrarte que el amor puede hacer que des un salto cuántico como ser humano. Ese dolor transitado y trabajado te permite procesar tu propia evolución».
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Una voz distinta es la de Elena (escritora) quien viene trabajando desde hace un tiempo este tema en sus textos. Su escritura siempre está vinculada al amor lésbico, y en ese sentido propone la idea de que un enfrentamiento entre dos mujeres que tienen un vínculo sexoafectivo puede ser doloroso y excitante a la vez. «Siempre existe la idea de que el amor está asociado al dolor como algo puramente negativo y por el final de una relación, pero lo que no se suele decir es que, de una manera afectiva, todas usamos formas de sadomasoquismo a nivel emocional y en forma permanente. Esto parte de una seducción que, claro, termina siendo de mucho dolor a nivel corporal». En esta línea, Elena recuerda su cuento El amor de mi vida en el que una relación laboral se transforma en un vínculo sexo afectivo basado en el sadismo.
María de los Ángeles (profesora de literatura) habla de etapas. «El amor en sus distintas versiones, creo, siempre está unido al dolor. El error es pensar que sufrir es algo malo y no, es inevitable. El amor implica siempre a otro con el que tenés una forma única y privilegiada de conectarte con su intimidad. Idealizar al otro y cargarlo con expectativas que no puede cumplir —porque es distinto— genera dolor. Para mí, el amor de amores es la maternidad. El amor y el dolor que se siente por un hijo es más profundo y visceral que el de pareja, por todo lo que proyectamos sobre esa vida y sus posibilidades. Otro dolor profundo es la posibilidad de la pérdida de un hijo. Me tocó vivirlo de cerca y aún lo recuerdo como la experiencia más dura de mi vida, en la que me di cuenta del amor incondicional que sentía por él. Todo eso nos hace crecer».
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Yola (música) nos instala en la dificultad de pensar juntos esos dos términos. «Es una pregunta difícil. Siento que el amor es felicidad y no dolor, salvo cuando es ausencia de amor en la forma que sea. Ahí aparece el sufrimiento. El amor y el dolor son antagónicos.»
Ana (profesora de lingüística) nos habla de otro lugar. «El amor más difícil de todos es el amor a una misma, aunque no me atrevo a decir que sea más difícil para las mujeres que para los varones. Los hombres también son víctimas del patriarcado, al menos los que quieren desmarcarse, y ellos también sufren. Creo que la sociedad impone mayores dificultades a las mujeres para poder sentir amor hacia nosotras mismas. En este sentido, el amor a sí mismo cuesta muchísimo y duele. Porque lo que nos decimos a nosotras mismas (darnos con el mazo y con la porra) no se lo decimos a los demás. Demostrar al mundo que se banca el dolor que sea y que se resiste. Eso parte del tremendo miedo a la vulnerabilidad. Pienso en la generación de mi madre, para quienes la idea de darse por vencidas era imposible. Está mal, hay que poder darse por vencidas, saber reconocer que hay dolores que nos pueden y hay otros que no necesitamos. Las mujeres debemos aprender que no somos heroínas desgarradas porque nos venza el dolor, somos humanas. Debemos ser capaces de darle la bienvenida al dolor, porque es un proceso legítimo».
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Jimena (psicóloga) lo piensa desde la complejidad que supone el vínculo de emociones. «El dolor en el amor sucede cuando hay algo que genera interferencia, ruido a partir del desamor. El dolor pasa cuando algo del amor se proyecta sobre la otra persona que no está en la misma línea. Cuando se procesa una desilusión porque somos diferentes, ahí se genera tensión y dolor. La herida mayor que provoca es el desamor, que puede ser vivida desde el narcisismo cuando desaparece todo ese amor que se había depositado en la persona y ese vacío genera mucho dolor. También es fluctuante y dinámico por lo que el dolor puede aparecer y desaparecer. Como las emociones se vinculan con el cuerpo, muchas veces se somatizan y, cuando el dolor es muy grande, se siente efectivamente de forma física».
Alejandra (actriz) se para desde una perspectiva del ideal a alcanzar en nuestra evolución: «Creo que desde el momento en que el amor es una cosa dinámica de descubrimiento, está cargado de ego, de necesidades. Por ejemplo, si un bebé no recibe lo que necesita de la madre, sufre dolor. La falta de amor genera dolor. Pienso también que el concepto de amor va evolucionando en el ser humano. Hoy es importante comprender que el primer amor de todos es el amor a unx mismx. Somos nuestra primera y última compañía. Si unx se ama a sí mismx logra eliminar gran parte del dolor. Porque cuando buscás que el otro llene un vacío, que te complete, eso genera dolor. La gran conquista de las personas es completarnos, autonutrirnos dentro de nuestra propia existencia».
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Las voces son muchas y, en algunos casos, los hilos que van generando el tejido coinciden, tal vez por eso fue necesaria una selección. El relato no pretende dar cuenta de la profunda carga sostenida por las mujeres a lo largo de la historia. Las palabras compartidas nos hablan del amor y el dolor porque esa era la propuesta. Pensar esta asociación desde distintos lugares nos permite desarticular presupuestos, a través de tantas miradas de mujeres que se duelen porque viven.
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Agradezco a todas las mujeres que nos acompañaron en el artículo: Claudia Martínez, Elena Solís, María de los Ángeles Romero, Yola Antoria, Ana Rona. Jimena Dibarboure y Alejandra Wolff.
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La fuerza de la red
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
Esta sección nace con la intención de escribir sobre las mujeres que han tejido un entramado de redes para sostenernos, para enseñarnos y para heredarnos una alternativa de la historia. Esta sección ha querido honrarlas, abrazándolas a todas. La vara es alta, no será una empresa fácil, pero estoy convencida de que es necesaria.
Una de las pioneras feministas de nuestro país me contó la historia de «pasar el zapato». Sucede que venimos descalzas, desarmadas de todo lo que necesitamos para ser mujeres en este mundo y en este contexto. Sin embargo, otras nos antecedieron y descubrieron, más temprano que tarde, el costo de ser feminista y la necesidad de organizarse.
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Probablemente muchas tuvieron que andar sin calzado durante algún tiempo, pero forjaron los hilos indispensables para llegar a nosotras y entregarnos los zapatos que ya debemos dar a las que vienen detrás. Es una tarea que se sostiene entre todas: las mayores que, en un momento, comprenden que es hora de pasar la posta y las jóvenes que la reciben porque nada empieza de cero. Ya existen zapatos para continuar transformando, pero desde una articulación que cimenta el proceso.
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Esto sucede en todas partes. Es una marea que desborda. Estuve hace unos meses en México, donde conocí la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, que trabaja con mujeres privadas de libertad. No voy a ahondar en el tema, esperando que sean ellas quienes escriban al respecto en el próximo número. Las traigo a mi memoria porque a través de su experiencia se volvió muy evidente la importancia de contar la historia. Existen muchas mujeres haciendo trabajo social en las sombras, existen muchos colectivos activando, pero ¿qué pasa si no se genera un relato sobre lo que hacen?
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La ausencia del relato tiene consecuencias. Se me ocurren apenas dos: por un lado, el borramiento de los procesos que terminan imponiendo un continuo volver a empezar y, por otro lado, la entrega de espacios para que la historia la cuenten otrxs, recortando la visión de los hechos. En Uruguay tenemos muchas hermanas en las sombras. Hoy voy a hablar de uno de los colectivos que las agrupa y que ha nacido para ser un bloque de acción y respuesta a todo lo que pueda implicar una amenaza a nuestros derechos, pero también ante cualquier situación en que una mujer se vea violentada. Este grupo surgió con la característica de ser autoconvocadas y con la aspiración de lograr un activismo desde la horizontalidad.
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Si bien es imprescindible organizarse, mostrar, también es importante contar lo que se hace desde los lugares más corridos del centro hegemónico, por eso hoy hablamos de Resistencia Feminista.
Esta colectiva, que me honra integrar, está conformada por muchas mujeres y todas importantes. Sin embargo, para contarles esta pequeña historia, (porque tiene un año de existencia), aunque inmensa por lo que significa, hablamos con tres de sus integrantes. La antropóloga Patricia Totorica, la maestra y senadora Amanda Della Ventura y Ximena Giani, activista en derechos humanos y derechos de las adolescencias en conflicto con la ley penal. Ante ellas, mi palabra se convierte en transcriptora para que sus voces les lleguen de la manera más clara y directa. Les pido que cada una me hable de Resistencia Feminista desde su subjetividad. Qué sienten, cómo la viven, qué supone para ellas esta colectiva.
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Decido comenzar con la mirada de la senadora Amanda porque, desde su lugar en el Parlamento, tiene una perspectiva distinta de las representaciones de estos espacios de acción social. En su comprometida generosidad, responde de inmediato: «Este grupo significa mucho para mí. Es un lugar original de sororidad y de apoyo, como suele decir Patricia, la lideresa natural. Porque, más allá de que nos definamos como un colectivo horizontal en el que participamos todas, Patricia ha sido el motor que mueve y nos sacude incansablemente. Desde una perspectiva cotidiana y en lo concreto, el colectivo posibilita ver lo que pasa alrededor de un tema en específico y a partir de ahí, reaccionar y actuar en la práctica. No somos un grupo más. Aquí estamos muchas mujeres de distintos lugares, bajo la consigna que le gusta repetir a Patricia, “ninguna le suelta la mano a ninguna”, lo que nos define. Todas nos apoyamos a través de los medios que tenemos para ir más allá de las palabras. Estamos en donde cada una de nosotras nos necesite».
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Le sigue Ximena, una de las jóvenes involucrada con Resistencia, y sus palabras son suficientes para comprender todo lo que supone formar parte del grupo: «Resistencia Feminista surge de “La interrupción voluntaria del embarazo (IVE) se defiende”. Surge de esa terrible sensación de que nos arrebataban un derecho militado, legislado, apropiado y pionero en relación a nuestros derechos sexuales y reproductivos. Se trata de una ley que pasó y traspasó un veto presidencial. En el colectivo se siente esa fuerza que nos impulsa, independientemente de dónde vengamos, que se vio reflejada en esta grupa autoconvocada en la que todas fuimos encontrando nuestro lugar. Trabajamos en red. En un tejido infinito de posibilidades, pero tratamos de hacerlo de forma horizontal y corporativa, rescatando y potenciando nuestras particularidades. Esta es, además, una red intergeneracional que da cuenta de la cantidad de mujeres que estamos viviendo historias distintas. Es también una red disidente, porque entendemos que se trata de un espacio para todes.
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Resistencia Feminista es una herramienta de trasmutación, de lucha, de empoderamiento y aprendizaje que nos sostiene. Una red de intercambio y discusión que analiza, pero también es muy crítica. Este es un lugar de construcción de los feminismos, en su amplia definición y su alta participación. Un colectivo de pluralidades que sigue en construcción y con una cabeza como motor, que es Patricia Totorica, fuera de discusión. Ella se mete a fondo en cada situación, impulsa, arenga y convoca aún en su tránsito personal por una enfermedad oncológica, Patricia ha tocado cada fibra desde los distintos niveles que nos movilizan y atraviesan».
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En algún momento de este relato se hizo muy notorio que había un componente que era denominador común de todo lo que implica el movimiento de Resistencia Feminista. Estaba claro que Patricia, aún ante la lógica de la organización horizontal, era clave para la activación del colectivo. Por lo tanto, si hablar de esta organización remite directamente a ella, se vuelve indispensable su voz. Ella nos cuenta cómo y por qué surge la colectiva: «Resistencia Feminista es una derivación de algo que comienza en octubre de 2021 y que se llamó “La IVE se defiende”. Un jueves escuché las declaraciones del director de la Administración Nacional de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), Leonardo Cipriani, que planteaba la intención de comenzar a revisar los procesos que forman parte de la IVE y entonces me indigné.
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​La ley que tenemos con respecto a la IVE es una buena ley, mejorable, claro, pero es una buena ley. Establece, entre otras cosas, determinadas garantías para la mujer, como por ejemplo que la junta de especialistas que la ven no tiene potestad para decidir sobre si va o no a continuar con el embarazo. La que decide eso siempre es ella y no el equipo técnico. Cipriani decía que se estaban autorizando «de forma automática» la realización de la interrupción de embarazos. Esa afirmación significa una mala interpretación de la ley, voluntaria o por desconocimiento, lo que es igual de tremendo. En ese momento entendí que debíamos hacer algo. Yo creo profundamente en los movimientos sociales. Como dice Margaret Mead, “nunca dudes de grupos de personas comprometidas que puedan cambiar el mundo”. Así que, esa misma tarde, en un arranque de “vasquismo”, armé un grupo de WhatsApp con treinta mujeres amigas, militantes y feministas. Las puse a todas como administradoras y me fui el fin de semana a descansar, porque justo había empezado el tratamiento, así que me desconecté de todo. Cuando volvía, el domingo de noche, recibo un mensaje de una amiga y connotada veterana feminista quien, en sus términos maravillosos, me dijo “Bo, yegua, ¿a ver si te haces cargo de esto que armaste?”. Ese grupo de solo treinta mujeres se había transformado en un grupo de trescientas. Tuvimos que hacer una cadena de correos para poder integrar a todas las mujeres que se iban sumando.
A partir de ahí, empecé a hablar con mujeres de todos lados, nos fuimos convocando unas a otras y generando un movimiento espontáneo que en cinco días juntó a cientos de mujeres de distintos feminismos, con las que nos encontramos en la plaza Independencia de Montevideo con el fin de entregarle una carta al Presidente y expresar nuestro repudio a las declaraciones de Cipriani. Esto acabó por generar un movimiento que se replicó en Buenos Aires en la puerta de la embajada uruguaya a la misma hora. Muchas mujeres empezaron a contactarse con el grupo para sumarse a manifestar, con ganas de poner el cuerpo, pero desde la conciencia de que, si no lo hacíamos, se venía una brava. Era visible ya la intención restauradora de los valores más conservadores, lo que ponía en riesgo todos nuestros derechos adquiridos.
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Esta movida tuvo una particularidad, todas las integrantes proveníamos de distintos sectores políticos y sociales, la gran mayoría de izquierda, aunque no sé si hay mujeres de otros partidos. Fue una de las primeras experiencias donde dejamos de lado nuestros propios colectivos y movimientos para constituirse en una organización horizontal. Con respecto a la importancia de este hecho, hace un mes me contactó una periodista española para entrevistarme sobre la IVE y sobre la manifestación que logramos al juntar miles de voluntades sin importar si la lideraba alguien o quién la convocaba.
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Del grupo inicial se crearon redes para replicar nuestras movidas. Llegamos a ser tendencia durante varios días, algo que es muy difícil en Uruguay. Todo esto tuvo un impacto enorme, pero especialmente en nosotras al comprender que podíamos unirnos para pelear juntas más allá de las discrepancias. El movimiento feminista uruguayo es sumamente diverso y la diversidad siempre construye. Esto vuelve realidad el sueño de encontrar un espacio feminista de militancia, más allá de interesas particulares. Un lugar donde el poder no se ejerza de manera patriarcal porque todas somos iguales.
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En algún momento de todo este proceso, resolvimos hacer una asamblea de evaluación y fue ahí que se propuso trascender la situación coyuntural de la IVE y transformarnos en un movimiento que hoy se llama Resistencia Feminista. Este es un espacio muy querido que vivo con mucho amor, aunque a veces puede ser una carga porque el haber sido la impulsora me genera la responsabilidad de no dejar que se caiga, de sostener. De todas formas, es una experiencia maravillosa en la que habemos mujeres feministas de muchas perspectivas distintas que tenemos algo en común, queremos cambiar el mundo, volverlo más justo e igualitario. Aprendo todo el tiempo de este grupo, de todas y de mí, de mis frustraciones, de las cosas que debo mejorar, como por ejemplo aceptar que no siempre tengo razón (risas) y que puede haber otras formas de hacer las cosas. Es un espacio en construcción que ha generado lazos de amor. Yo vivo Resistencia Feminista como la red donde discutimos de lo que pasa, pero donde también hablamos de nuestras vidas como personas, como mujeres.
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En este proceso recordé algo del pasado. Hace 25 años yo era una antropóloga recién recibida y fui a Chile, a Temuco, a una comunidad mapuche para hacer un laburo con Renzo Piubarte. Allí, una sacerdotisa mapuche me dijo: “Vos sos puente”, lo que no entendí en su momento. Hoy me doy cuenta de que sí, es lo que soy. Conecto personas para generar red, que es la manera en que las mujeres nos hemos organizado históricamente y sin el permiso del patriarcado. Entiendo que la única forma de cambiar el mundo desigual que habitamos es la lucha feminista y se logra así, con espacios como este, donde todas somos importantes y donde experimentamos esto que implica organizarnos sin que nadie ejerza el poder, sin jerarquías. Porque necesitamos estar atentas, que nos duela en el estómago las injusticias, los femicidios, las violaciones. Así es Resistencia Feminista. Un espacio de compañeras, de hermanas donde aprender, con una intención y un objetivo político, porque eso es el movimiento feminista. Resistencia Feminista es la tribu. Me siento contenida aquí y entre todas hacemos lo que se necesite hacer para ayudarnos, para remarcar, no solo la lucha, sino las cosas que hacemos bien y que nos permita generar una cultura entre nosotras, un relacionamiento sin competencias. Resistencia es para mí un sueño cumplido y una vida con motivo. Desde acá y entre todas, ninguna le suelta la mano a ninguna».
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No es necesario continuar, esa frase que es símbolo del movimiento se convierte en aquel tejido inicial, que finalmente nos abraza a todas.
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Patos y Calandrias
¹ «Ley 18987 del 17/10/2012 y su Decreto Reglamentario Nº 375/12. La garantiza el derecho a la procreación consciente y responsable, despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo hasta la 12ª semana […]». (Manual de Procedimientos para el Manejo Sanitario de la Interrupción Voluntaria del Embarazo. Ministerio de Salud Pública de la República Oriental del Uruguay).
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Una generación que vuela alto
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
“El joven teme esa máquina que va a atraparlo, trata a veces de defenderse a pedradas; el viejo, rechazado por ella, agotado, desnudo, no tiene más que ojos para llorar. Entre los dos la máquina gira, trituradora de hombres que se dejan triturar porque no imaginan siquiera que puedan escapar. Cuando se ha comprendido lo que es la condición de los viejos no es posible conformarse con reclamar una “política de la vejez” más generosa, un aumento de las pensiones, alojamientos sanos, ocios organizados. Todo el sistema es lo que está en juego y la reivindicación no puede sino ser radical: cambiar la vida” (Simone de Beauvoir)
En esta oportunidad, el tema de la revista nos impone un ejercicio que no es fácil y en el que solemos no pensar mucho. La vejez, ese tiempo de la vida que siempre se conecta con aspectos negativos: el deterioro físico, la pérdida de la belleza, de la energía y la cercanía de la muerte.
Como sociedad hemos pensado muy poco en ese período de la vida, en sus realidades, en su potencialidad, y en cómo se vive, dentro de un mundo vertiginoso que parece no tener tiempo para nadie que no esté «activo».
Entonces viene a mi memoria una palabra vinculada al final del tiempo laboral, pero que se hacía carne en las personas mayores: ser «pasivxs». La carga de ese término golpea en mi sentido común. Como si la sociedad te exigiera frenar la vida, de repente y porque tenés una edad que parece exigir un «descanso». ¿Quién impone ese límite?, ¿por qué se impone?
Cuando definimos a las personas como «viejas», ya estamos incorporando en el lenguaje un montón de supuestos que vienen de la mano de preconceptos asociados a ideas concebidas como lejanas de todo lo que se considera hermoso: la juventud, la apariencia, el deseo. Hemos construido un universo de la vejez —desde lo conceptual a lo material— que es oscuro, cargado de imaginarios negativos, que nos provoca miedo y nos aleja de la fuerza, aunque las horas no se detienen, para nadie.
Sin embargo, en este siglo xxi, tan cambalache como el anterior, la perspectiva está cambiando, hay una vivencia que se percibe distinta, ampliando los márgenes del tiempo del disfrute.
Las personas que transitan la vejez hoy ya no son las de antes. Aun cuando esta afirmación cae en una obviedad pasmódica, la instalo para verlo, para procesar esa diferencia desde las mujeres que hoy transitan la llamada «tercera edad». Con ellas nos encontramos y a través de ellas, nos repensamos.
Somos tiempo. Somos un organismo biológico que, en su desarrollo, alcanza la etapa conocida como vejez. Un proceso asociado con la llegada al final del camino y no como el privilegio de transitar, a través de un cuerpo, toda una historia vivida desde la idea y la emoción. ¿Por qué no hablamos de la vejez?
Hoy, en esta sección, Ellas son esas mujeres con voz, con acción y decisión. Son mujeres para quienes la edad no representa un impedimento para nada. Entrevistamos a Norma Blanco (82), Martha Garabedian (81), Lilián Liaci (89) y Juanita Stillo (82).
El encuentro fue muy divertido. Tres de ellas son amigas, crecieron juntas en el Cerro, el barrio de los frigoríficos y de la federación de la carne, en los años cincuenta. Ese contexto las definió. Mujeres que se formaron en un barrio obrero, pero con ciertos privilegios: todas blancas, todas con acceso a la educación.
Me cuesta arrancar con las preguntas, pero se me ocurre que necesitamos saber qué implica vivir el tiempo de la vejez desde el cuerpo.
Responde Juanita Stillo, una mujer lúcida y muy eficaz cuando habla: «Yo tengo un sentimiento de una mujer que todavía tiene ganas de hacer cosas. Aunque no me preocupa la edad, no me siento como de 82. Cuando digo la edad en voz alta, recuerdo a mis tías viejas que tenían 70, pero que la postura y la ropa las hacían ver como de mil años. Creo que toda la carga de preconceptos que tenían, las limitaba».
Ellas se conocen tanto que, por momentos, es difícil seguir un hilo, hablan de todo, hablan de historias, de recuerdos, pero regresan a la entrevista, como un juego. Norma, con una voz llena de vitalidad, continúa la idea de Juanita: «Es que venían de una educación diferente. Yo soy la mayor, pero me siento encantada de tener esta edad. Hoy me siento más libre. Expreso lo que siento sin el freno de lo que los demás puedan opinar. También es cierto que tuve la suerte de tener un padre que me crió para ser una mujer libre y con todas las posibilidades. Sí. Hace 75 años de eso, una rareza para la época».
Mientras juegan con los tiempos de ayer y hoy, que se entrelazan en sus experiencias y se vuelven evidencia en sus cuerpos, Martha piensa en la idea y responde: «Yo hoy, a mi edad, me siento muy bien. No pienso en que soy vieja, vivo y —a pesar de algunos dolores, que pueden ser un recordatorio de la edad— salgo, hago cosas para no quedarme».
Entonces me animo a otra idea. Todo en sus relatos se conecta con el hacer vinculados al ayer y al hoy, pero ¿y qué pasa con mañana? Así que les pregunto: «¿Les da miedo el tiempo?».
Norma arranca decidida: «No, no siento miedo. Es algo que va pasando y construyendo. La vida trae todo y nosotras lo vamos viviendo. El que pasó, fue lo que me tocó vivir, quedó atrás; el que es, lo disfruto».
Martha responde pensando en aquel tiempo, el que les pertenecía en abundancia y nos dice: «El tiempo pasado fue muy lindo, tuvimos una hermosa niñez y esos son recuerdos que nos unen y nos conecta con todo lo que fuimos. En ese sentido, como el pasado fue tan feliz, siento que el presente está lleno de eso y de sus resultados, entonces no es un problema».
Lilián llegó un poco más tarde, se sumó a la idea con facilidad: «Yo en mi vida tuve de todo. Tristezas y alegrías. El tiempo de mayor formación, lo pasé sola con mi padre, que era un artista, eso me desarrolló una sensibilidad por la música que hoy me mantiene y me da alegría».
Juanita juega con la trayectoria de su vida para responder: «El pasado son mis raíces, pero hoy tengo una vida propia que voy definiendo. Hoy disfruto de mis momentos, los que yo elijo. Yo vivo sola, aunque mis hijos siempre van, y tengo la potestad de decidir. Sobre mi cuerpo, sí, los desgastes se sienten. Se registran en algunos lugares a través del dolor, pero no me quedo quieta. Hago hidrogimnasia y la técnica Alexader para sostener ese aspecto. También salgo, voy al teatro, siempre hago cosas que me motivan, como encontrarme con mis amigas».
Ahí se miran, se ríen, parecen adolescentes que disfrutan el momento y, en algún lugar, lo son. Me transmiten una confianza en la vida y sus posibilidades que hasta me cambian el registro de la escritura. Después de comentar entre ellas, Norma responde:
«Yo vivo sola, aunque tengo un hijo conmigo que casi nunca está. Quedé viuda hace cinco meses. Lo que hago para estar bien es muy diverso. Me gusta leer mucho. Escribo también, aunque ahora necesito tomarme mis tiempos para procesar la muerte de mi marido y sé que lo voy a hacer. Ya me recompuse con mi primera viudez, con mis hijos chicos, así que ahora no será distinto. Yo siempre nadé mucho, durante cuarenta años. Quizás por eso tengo buena relación con mi cuerpo. A mí, la natación me salvó la vida. Me permitió sostener una tragedia en su momento. Ahora hace ocho años que tengo un marcapasos, pero me siento muy bien. Me despierto y hago 45 minutos de ejercicios porque mi cuerpo me lo pide. Es claro que el tiempo deteriora nuestro cuerpo, eso es parte y lo sabemos. Se deteriora una silla, ¿no nos vamos a deteriorar las personas? (risas).»
Martha continúa con la misma lógica. Tres mujeres viudas, tres mujeres que viven solas, más allá de la presencia de hijos - en este caso, todos varones- que las necesitan. Esa soledad en sus palabras no parece ser una queja. Al contrario, es una reivindicación.
«Yo vivo sola, soy viuda. De noche, para mi cuerpo viejo, es la hora peor, porque en la cama me duele todo, entonces estoy deseando que amanezca. Me levanto, camino, hago mandados y mis cosas en la casa y ahí, de repente, me vuelvo a sentir bien, sin dolores. Yo sé que mi cuerpo está definido por dolores: la columna, los tendones rotos, etcétera. Pero no me quejo. Hago ejercicios, uso una pomadita para los dolores y sigo.»
Hablamos del cuerpo, entonces pienso en la apariencia, en lo visual y les pregunto si se gustan.
Martha bromea, compara, pero llega a una conclusión: «Me gustaba más antes (risas). La verdad siento que envejecemos bien. Trato de hacer cosas para sentirme bien conmigo y disfrutar». Juanita la sigue: «Si, ahora cambió todo. Usamos ropa que nos gusta, moderna, con colores, sin complejos». En esa línea del uso de objetos para el cuerpo, Norma da un salto y lo dice: «Yo me liberé. Ya no uso tacos ni sutién, hace mucho».
Lilián tiene una realidad distinta. Aún debe ser soporte de otras situaciones. Su mirada sostiene deseos que pronuncia: «Soy muy saludable, no tengo artrosis, no tengo reuma, nada a mis 89 años, pero tengo que acompañar a mi marido en su proceso que es duro. Me gusta salir con amigas y caminar. Yo camino todos los días para darme aire y poder seguir a pesar de mi situación personal. Trato de leer, pero la vista ya no acompaña. Escucho mucha música, sobre todo cuartetos de cuerda. Lo que puedo hacer para estar bien, lo hago, siempre».
Se me ocurre que el tiempo en sus vidas no solo se dibuja en el cuerpo, también en las cuestiones que la modernidad trae y que podría ser un problema a la hora de hacer cosas. Les pregunto por las redes, pensando que me iban a responder que no las entienden y me doy cuenta que soy yo la que no entiendo, cuando las escucho.
Juanita me cuenta cómo aprendió a manejar las redes gracias a su hijo. “Cuando me jubilé quise investigar sobre mis raíces en Italia. Ahí aprendí a usar el buscador para informarme. Cuando nosotras nacimos solo había radio. Hoy tengo Facebook, aprendí a pagar cuentas desde la computadora para manejar, dentro de lo posible, estas nuevas realidades comunicativas».
Norma parece que va a responder dentro de lo esperable y nos sorprende: «Yo no me llevo muy bien con las redes. Soy de la época de la libretita donde anoto todo. Igual tengo celular y hago clases de Historia y Literatura por Zoom desde el celular»
Martha se suma: «Yo empecé primero con la computadora porque mi hija venía a casa y me daba clases. Una vez que aprendí, fui haciendo de todo. En el celular tengo todas las redes: Facebook, Instagram y WhatsApp. Todo lo manejo dentro de lo que puedo. Incluso aprendí a buscar películas en Youtube y pasarlas por la tele».
Lilián nos cuenta: «Yo hago todo por computadora. Uso Google, el buscador, pero aprendí sola. Intentando».
Vamos cerrando el encuentro con mujeres que no solo tienen pasado. Ellas tienen un presente activo y eso me habilita a preguntarles sobre el futuro:
Todas hablan a la vez. Están llenas de planes, de ideas, de posibilidades. Quieren viajar, quieren hacer cursos, quieren encontrarse con sus amigas y disfrutar de sus nietos y nietas. Están plenas. En ese instante, se convirtieron en maestras, capaces de enseñar que la cuestión de la edad es formal. Ellas desarticulan todas las representaciones culturales sobre la vejez para mostrarnos que siempre hay tiempo y que la vida es esto que tenemos ahora, no una promesa, no una idea, es lo que hacemos hoy.
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¹ Federación de Obreros de la Industria de la Carne y Afines (foica).
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El hilo de la memoria. Una gesta feminista de cinco mujeres
Texto de Roxana Rügnitz. Fotografía por Mariela Benítez
La amistad entre mujeres es el único camino
para salvar el mundo y salvar la vida.
Rita SEGATO
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La historia de la humanidad ha transitado todos los caminos para la construcción de la sociedad en la que hoy existimos. La mayor parte de ese recorrido fue pensada, producida y dirigida por varones. Todo el orden social y la función de los individuos dentro de ese orden fueron determinadas por los hombres. Esto, que es una obviedad, ha definido el lugar que hemos ocupado las mujeres. Nos han colonizado desde las ideas hasta el cuerpo.
Hemos debido pasar por muchas hogueras hasta descubrirnos en las otras, como iguales, tejedoras de una red de soporte para el dolor. Hemos parido, hemos renunciado al deseo, callado, y soportado toda clase de violencia. Hoy nuestras voces siguen reclamando.
Llega marzo y Piel Alterna piensa en Ellas, aquellas que construyeron la historia del feminismo en Uruguay. Esas locas y atrevidas, esas pocas mujeres que en los años 80 salieron de sus espacios privados, de sus lugares de ¿comodidad?, y se enfrentaron a todo para abrirnos el camino.
El encuentro realizado en Plaza Las Pioneras se llevó a cabo con Elena Fonseca, Lucy Garrido y Guadalupe Dos Santos. Mientras que la entrevista a Lilián Abracinskas y Lilián Celiberti fue realizada en sus respectivos hogares. Será un desafío para la revista transmitir la riqueza de sus palabras.
Una tarde en Las Pioneras
¿Vemos al feminismo de los 80 en blanco y negro? ¿Quiénes fueron esas mujeres que dieron el salto a la transformación?
Las veo ahí, sentadas en esa plaza que reivindica lo que hicieron. Elena toma la palabra, tal vez, porque como ella dice: «Soy la más vieja, tengo 91 años». La pienso en aquel tiempo, como una mujer grande ya, dejando el aparente privilegio de la comodidad para cambiar el mundo para todas. Mientras estoy revolviendo esa idea, ella comienza: «Lo que en ese momento me quedó nítido fue la sensación de colectivizar lo que pensábamos. No lo colectivo de llenar calles. Era encontrarnos una a una y entenderte a fondo. Eso fue un impacto. En aquella época salió una publicación que se llamaba “Para saber que no estamos solas”, ese título te da la pauta de lo que nos estaba pasando. Para mí, que más que de teoría vivo de emociones, fue una emoción darme cuenta que a esas mujeres con las que hablaba les pasaba lo mismo».
Guadalupe fuma y se piensa tiempo atrás. Ella y su nacimiento al feminismo, como un instante sagrado, que te cambia para siempre. Sus palabras se ordenan con la memoria: «Yo no sé cómo llegué al feminismo, porque primero llegué al sindicalismo y a la comisión de mujeres de AFMUCASMU (1) y a la primera comisión que se organizó de mujeres en el PIT-CNT (2), que hoy parecen haber olvidado. En esa época no entendía lo que pasaba, teórica y políticamente, pero algo no andaba bien. El maltrato a las compañeras que siempre quedaban en segundo plano, sumado a la llegada de mujeres que venían del exilio y nos traían material de lectura. Todo eso nos llevó a juntarnos, a hacer centros de estudios. De a poco se fue dando todo ese movimiento que, más que multitudinario, fue concientizador».
Las tres tienen un gran nivel de entendimiento, aún en los desacuerdos. Son divertidas y poseen una profunda conciencia del proceso y su trayecto. Lucy toma la palabra para analizar esa distancia, del ayer a hoy: «Entre lo que pasó ayer y lo que pasa hoy, hay diferencias a patadas. Sin embargo, si yo fuera joven hoy, haría lo mismo que están haciendo las jóvenes, incluso sería más radical. Es verdad que muchas de las cosas que hacen ahora, no son nuevas. Por ejemplo, cuando salieron con el “Harta“, era una consigna nuestra. En un comunicado que sacamos en 1995 ya decía: "Hartas de…”, con un largo listado de cosas. En general, hicimos casi todo, pero sin la repercusión que, por suerte, se tiene ahora. Antes nos teníamos que juntar, veníamos de distintos lugares, nosotras veníamos de la izquierda, otras del sindicato o del partido y eso era inevitable. Hoy las jóvenes, con todo el derecho del mundo, no quieren que les toquen nada de lo que se consiguió, pero tienen que saber que todas esas conquistas fueron producto de una larga lucha en la que tuvimos que ver nosotras y un montón de feministas. Cotidiano Mujer, como medio de comunicación, tenía una posibilidad importante de convocatoria de otras feministas locas que eran como nosotras, entonces, dábamos noticias sobre ellas. Nosotras mostrábamos que ellas existían. Había feministas en Cerro Largo, grupos de mujeres negras de Barrio Sur, mujeres tabacaleras organizadas, eran muchos grupos incipientes que nacían después de la dictadura. Nosotras visibilizábamos la lucha de todas esas mujeres. La primera vez que se habló de violencia de género en el Parlamento, fue una risa para ellos. Nuestro objetivo era hacer visible lo invisible y por eso nos metimos con todos los temas»
Exponer el producto bruto del patriarcado, denunciar el manejo de nuestros cuerpos como una mercancía asociada a los intereses económicos, restituir contenidos a las palabras, todo esto que hoy manejamos con absoluta naturalidad representó, para estas mujeres, un territorio de combate y de conquista para las nuevas generaciones. Guadalupe lo aclara cuando dice que «las malas palabras, como lesbiana por ejemplo, empezaron a tener contenido político. Ya no eran malas palabras, porque detrás había todo un universo de significantes». Por eso, Elena acota una frase clara: «Nombrar es poseer la realidad. Nosotras cambiamos el sentido de algunas palabras, creamos conceptos que hoy las más jóvenes heredaron».
Me pregunto si comprenden el valor de lo que hicieron, en un sentido histórico y Lucy, sin quitarle entidad responde: «Antes hubo otras feministas, como las Luisi (3) a principio de siglo. En la pos dictadura estaba Cotidiano y Grupo de Estudios sobre la Condición de Mujer (GRECMU), porque las demás agrupaciones no se llamaban feministas. Lo que pasa es que si te asumías feminista en esa época, estabas loca o eras lesbiana u odiabas a los hombres».
Me interesa la relación de aquel feminismo con lo politicopartidario, vinculado al contexto de salida de la dictadura. Les pregunto si existió un corrimiento de los intereses feministas en pos de aquel primer objetivo que era posicionarse en contra del terrorismo de Estado.
Elena responde de inmediato: «Nosotras nacimos en nuestra lucha al mismo tiempo que se estaba saliendo de la dictadura y eso pudo generar una confusión, a mi entender. Varios años después, en 1993, cuando se hizo la Conferencia de Viena, los Derechos Humanos querían reducirlo todo al tema del terrorismo de Estado y ahí, nosotras dimos una gran pelea para integrar los objetivos del feminismo. La verdad es que yo creo, ingenuamente, que cambiamos el mundo».
Lucy aclara algunos aspectos: «Lo que pasa es que la lucha principal, en ese momento, era proletariado contra burguesía. Fue también desde esos lugares que conseguimos espacios. Armamos la Comisión de Mujeres del Frente Amplio (4). Seregni nos habilitó un local dentro de la casa del Frente Amplio (FA) donde nos reuníamos los jueves y hacíamos tremendo quilombo. Desde esos lugares organizamos la marcha en defensa del voto verde. Entendimos su importancia porque las presas, las exiliadas, las desaparecidas eran también mujeres. Tuvimos valentía y sentido del humor. Nosotras sabíamos que la pelea era por la hegemonía cultural, al final sería así y hoy lo estamos viendo».
El feminismo estaba en marcha. Ellas, pocas y valientes, estaban en la calle para cambiarnos la historia.
Nace Cotidiano Mujer
Cuando hablaban de la revista Cotidiano Mujer, todas coincidieron en un nombre: Lilián Celiberti. Le pedimos que nos contara todo el proceso que va desde la cárcel —como mujer presa política de la dictadura— al feminismo y de allí a la revista.
«Conocí el feminismo en Italia. Estuve presa del 72 al 74, cuando me expulsaron del país. Me llevaron a un barco donde también estaba el que, entonces, era mi marido y mi hijo de tres años. El viaje duró diecisiete días, lo que nos permitió un tiempo de reencuentro. En Italia conocí el feminismo, con amigas que me invitaron a participar en grupos de autoconciencia. En 1978 decidimos volver a América a trabajar por los desaparecidos. Fuimos a Brasil, porque era muy sui géneris, y estaba en un proceso de democratización particular. Ahí nos secuestran, con mis hijos. Me llevan a un cuartel en Uruguay». Es tiempo de la soledad en prisión, de los miedos y las culpas que la atraviesan como fantasmas. Sin embargo, Lilián tuvo el valor de la resiliencia.
«Sola en el cuartel, me agarro del feminismo que tenía en pinceladas, como una tabla de salvación frente al autoritarismo. Fue cuando me comprometí a que, si salía, me iba a dedicar a hacer feminismo con las mujeres, sin tener muy claro cómo. Para mí, feminismo era trabajar con esa subalternidad que todo el tiempo nos genera culpa, que pone a los varones en el lugar de héroes y a las mujeres como las culpables de todo». Esa promesa, como una alianza con el destino, se cumplirá al salir de prisión y encontrarse con la esposa del encargado de negocios de la Embajada de Ialia, Ana María Colucci. Juntas pensaron cómo trabajar desde el feminismo en nuestro país.
Celiberti nos da más detalles: «Yo estaba muy alejada de la realidad de la calle, por todo el tiempo que pasé encerrada. En 1984 no podía pensar en crear un grupo de acción feminista porque yo no sabía qué estaba pasando afuera de la cárcel. Es entonces que nace la idea de una revista, como un medio para recoger lo que estaba sucediendo y replicar. Nos empezamos a juntar y aparecieron un montón de reflexiones de todas. ¿Cómo íbamos a hacerlo? ¿Desde qué perspectiva encarábamos cada tema? Porque todas teníamos distintas experiencias de vida y, por eso, distintos enfoques.» Amalgamar ideas, armonizar voces, aún en las disidencias, fue un camino de fortaleza.
«En mi caso, existía una gran tensión entre el feminismo y la militancia política en el Frente sindical del PVP (5). Quería generar otra forma de hacer política, así que fui manejando esa relación hasta el 92 que me fui, siempre en diálogo y desde la izquierda. Me gusta mucho la frase de Paul Preciado que habla de “una izquierda en la piel”». Lilián da cuenta de todo un proceso en el que, en nuestro país, se construyó feminismo de la nada para romper con los estereotipos arraigados. Entonces le pone título a esta nota. Habla de un hilo de la memoria que nos permite saber de dónde venimos, de quiénes somos herederas y a quiénes les pasamos la posta.
Feminismo de los 80 a los 90
El encuentro intergeneracional en un tiempo dado marca una diversidad de miradas y vivencias. Sin embargo, cuando hablamos con Lilián Abracinskas, una de las más jóvenes de aquel feminismo, muchos de sus sentimientos al respecto coinciden con aquellas, las mayores, con las que compartió el inicio de una gesta. Esa visión que todas subrayan de cómo en el feminismo encontraron un lugar que las representaba y que les permitía procesar tantas vivencias en común. Lilián juega con la memoria entre risas y emociones para contarnos:
«Yo soy de la generación perdida, de las que fuimos muy jóvenes en el golpe de Estado, pero veteranas para ser la generación 83 de recuperación política. Soy de la Universidad, la generación del 78, plena universidad intervenida. Sin posibilidades de claustro o participación, con tiras (6) adentro de los locales». Esto le recuerda lo que significó ser parte de un tiempo donde no era posible confiar, donde la represión era cosa de todos los días. En ese contexto, Lilián ingresa al feminismo desde una experiencia personal y dolorosa: «Soy una sobreviviente de aborto inseguro. Resignificando para atrás, eso está vinculado directamente a mi involucramiento con el tema del aborto. Porque sobreviví a una intervención arriba de una mesa de cocina y con una sonda que era la posibilidad de morir, pero no estuve sola. Tal vez por eso no concibo un feminismo sin varones como aliados, porque creo que hay varones empáticos. No es verdad que son todos descartables».
Desde el cuerpo, desde el grito callado y la violencia que te cobra el derecho al placer, Lilián hizo de su experiencia la investigación de su vida.
«En facultad en 1981, cuando tuve que hacer la tesis, elijo hacerlo en la relación madre/hijo, para analizar si la maternidad era un comportamiento innato o adquirido. Para eso, asistí a ciento cincuenta partos en el Pereira Rossell (7). Me quedaba con el bebé hasta que se lo llevaban a la madre. En ese momento empezaba todo lo del alojamiento conjunto, una muy buena teoría que, en la práctica, no era real en términos sanitarios». Es a través de esa investigación que pone en cuestionamiento la eterna consigna de la maternidad como un acto natural para las mujeres. «Entonces empezamos a trabajar sobre el tema de la expropiación del cuerpo de las mujeres, de su sexualidad y la reproducción por parte del poder. Yo vengo de ese palo. De recuperar el conocimiento del cuerpo, reconocerte, saber examinarte».
Así entra al feminismo en una época controversial, pero fermental. «En los 80, feminismo era una mala palabra. Había dos organizaciones, por un lado, GRECMU y, por otro lado, Cotidiano Mujer».
Se sienten las campanadas de la catedral, como un oxímoron extraño entre lo que estamos haciendo y lo que representa ese sonido. Lilián continúa:
«En el 84, cuando empieza el debate de la Concertación Nacional, donde todos los partidos, sectores y los sindicatos se juntan en el Club Naval, pero las mujeres que habían resistido, las que habían estado en la cárcel, no estaban. No había una. Fue como decirles: “muchachas, gracias por sus servicios, ahora vuelvan a sus casas y sean buenas amas de casa”. Entonces se armó la Concertación Programática de las Mujeres. Estaban las blancas, las coloradas, las frenteamplistas (8), las sindicalistas y las feministas. Reivindicamos que, si no había mujeres dentro de la Concertación Nacional, habría mujeres afuera. Fue impresionante, yo era muy joven. Tenía 25 años y ya participaba con la flor y nata, de la reflexión feminista en una época muy efervescente. Las discusiones, el aporte teórico de las que venían del exilio con la cabeza dada vuelta y las que habían estado presas. Me sumo a Cotidiano con esa fuerza. Éramos las guerreras, solo un puñado sacando una revista feminista».
Esa simiente abrió caminos a la década de los noventa, a un feminismo de extensión regional, intergeneracional e intercultural. Esos años conectaron el movimiento con una actividad política de incidencia internacional. Dice Lilián: «Los 90 fueron de una riqueza enorme que fortalece las articulaciones regionales».
Esas fueron las bases para la primera plataforma de la mujer en 1999: el Estado uruguayo y las mujeres. Ese será el primer acuerdo de diagnóstico para establecer que, sin los derechos de las mujeres, los derechos no son humanos.
Estos retazos de relato que dibujo en la nota son, sin duda, una sombra de todo el contenido expuesto por sus voces, que daría para un libro. Ellas son las feministas que pusieron el cuerpo en un tiempo complejo para construirnos un camino por el que andar y hablar, sin miedo. La memoria, un territorio que debemos cuidar y regar, para saber que si hoy somos, es porque ellas fueron.
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(1) Asociación de Funcionarias Mujeres de Casmu
(2) Plenario Intersindical de Trabajadores – Convención Nacional de Trabajadores. Nace en Uruguay en 1983.
(3) Paulina Luisi, primera mujer universitaria del país. Luisa Luisi, poeta y pedagoga.
(4) El Frente Amplio es una fuerza política uruguaya con definición popular, progresista, democrática, socialista, anti-oligárquica, antiimperialista, antirracista y antipatriarcal​ ubicada a la izquierda ​ del espectro político.
(5) Partido Por la Victoria del Pueblo. Frente Amplio.
(6) Tira: agente de policía que trabaja vestido como civil. Diccionario del español del Uruguay, Academia Nacional de Letras.
(7) Es uno de los principales hospitales públicos de Uruguay, fundado en 1908.
(8) Referencia a mujeres de los distintos partidos políticos del país: Partido Nacional, Partido Colorado y Frente Amplio, respectivamente.
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El cuerpo como escudo
Texto por Roxana Rügnitz​​ / Fotografía por Mariela Benítez
[…] las desigualdades son creadas por el modo en que el poder articula las identidades; son resultados de una estructura de opresión que privilegia a ciertos grupos en detrimento de otros.
Djamila RIBEIRO
Lugar de enunciación. Feminismos populares
En el análisis que realiza Simone de Beauvoir en su libro El segundo sexo (1949), se plantea la idea de que la mujer ha sido, históricamente, definida a través de la mirada del hombre. Sobre esa perspectiva, la filósofa funda la categoría del otro. Es a partir de este concepto que Djamila Ribeiro afirma que «ninguna colectividad puede definirse como una sin colocar a la otra delante de sí misma». (1)
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Quisimos comenzar la nota con ese postulado para enmarcar el tema: la frontera divisoria entre el uno y el otro, problema que aparece definido desde el cuerpo, a partir del género, de acuerdo a Beauvoir, pero también desde un enfoque étnico, según Ribeiro.
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En esta oportunidad, estamos ante el desafío de romper esa frontera para contar una historia que no es la nuestra, las de ellas, las silenciadas en nombre de una jerarquización que proviene de la hegemonía heterosexual, blanca y eurocéntrica.
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El tema que nos convoca, «Piel, cuerpo y territorio», nos dio la oportunidad de conversar con tres mujeres que traen consigo una historia grabada en la piel. Ellas son activistas, trabajadoras, profesionales, madres, ellas son mujeres afrodescendientes. Sus palabras traen relatos que atraviesan tiempos, dolores y acciones. Nos encontramos a charlar con ellas y sus voces claras, impactantes, enojadas y divertidas lo tomaron todo. Ellas son:
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Loana Ramirez, «soy mamá de gemelos». Así se presenta y luego agrega el resto: auxiliar de servicios en el Hospital Maciel. Militante e integrante de la agrupación Mizangas. (2) Le encanta el carnaval y, muy especialmente, el candombe. Fernanda Olivar: «soy mamá de dos niñxs y antropóloga», así se define, para luego continuar en la línea de lo que hace: «soy docente universitaria, aunque no por vocación, pero aprendí a querer la docencia y además es un campo de militancia académica. También milito en distintas organizaciones del colectivo afro». María Mael Ortíz nos cuenta «tengo 40 años, me encanta bailar y cantar, formo parte de la comparsa Valores de Ansina. También soy mamá».
En las tres está bien definido el campo de acción desde lo que son a lo que hacen. Cuando hablan, toda la sangre aparece como una fuerza que amplifica el valor de las palabras. Tres mujeres diferentes, con carácter y convicción. Les proponemos un disparador como punto de partida. ¿En qué medida el cuerpo racializado ha impactado sus vidas? Es Fernanda quien toma la palabra para organizar en el discurso, lo que ha significado en ellas, la construcción de sus identidades como mujeres negras.
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«Creo que es importante partir de los trayectos de vida de cada una. En mi caso, por ejemplo, soy uruguaya, pero viví en Chile trece años. Me fui con cuatro años y volví a los diecisiete. En Santiago de Chile vivía en un lugar bastante céntrico, muy comercial. Ser una niña afro en un país extranjero ya implica un tema…» Si hablamos de líneas que representan límites artificiales entre seres humanos para la configuración de la identidad, en la niñez de Fernanda se entrecruzaron al menos tres: el hecho de ser mujer, negra y extranjera lo que, en parte, ha determinado la persona que es hoy.
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Sus palabras surgen de una voz calma, pero firme, mientras nos cuenta su historia. «Con el tiempo, entendí que esa vivencia fue el primer elemento central en la construcción de mi afrodescendencia. Yo no crecí rodeada de mi familia, ni de esa representatividad de la negritud alrededor. Venía una o dos veces al año de vacaciones y para mí era fantástico ese encuentro con otro mundo. Siempre estuve cerca de algunos elementos culturales, pero lo que tiene que ver con la negritud, me faltó un montón. No sé si tenía plena conciencia de ser una niña negra. Seguramente no tenía esa conciencia que es más crítica y activa, pero algo sabía, porque para ir a la escuela me tenía que armar de todo el valor posible para soportar el “¡bañate en leche!” y todas las otras cosas que me decían todos los días, con lo cual, también me enfrentaba al racismo institucional». Mientras Fernanda nos lleva de la mano a ese recuerdo tan personal, los cuerpos presentes en la entrevista se tensan, como queriendo sostener todo el peso del dolor de aquella niña. Sin embargo, el relato de la mujer que es ahora, consciente de su historia, se va construyendo desde la convicción y la certeza de que esas heridas son una carga ajena a ella.
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«Era un momento en que no había diversidad de personas. No existía el flujo de inmigrantes que hay hoy en Chile. En 2017, pasé por Santiago y me di cuenta del cambio que hubo en esos lugares que yo habitaba en total soledad. Ahora son lugares más ennegrecidos. Cerca del que fue mi barrio está el Bella Vista, un barrio súper bohemio, donde había una salsoteca. En aquella época, dos por tres alguien llevaba a algún músico afro y, al pasar por ahí, mi viejo gritaba “¡primo, primo!”. Como esa necesidad de reconocerse para no sentirse tan solos. Fue difícil. Cuando volví, con 17 años, al Uruguay, donde existe una importante población afro, entré en la facultad. Entonces pensé: ´ ¿dónde estamos?, y no, no estamos. Después de muchos años me di cuenta que todo ese proceso fue un elemento fundamental en mi construcción identitaria como mujer afro. Aunque me sigue impactando todos los días. Vivo en Uruguay, en mí país, y esto que soy, que es indisociable de mí, condiciona muchas de las cosas que quiero llevar adelante».
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Loana, que la escuchaba asintiendo todo el tiempo, como diciendo con el cuerpo que entendía cada palabra, nos cuenta su vivencia. Lo hace desde una voz urgente, menos calma y con un tono que subraya cada momento.
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«Yo, en cambio, vengo de una familia en la que mis alrededores eran todos afros. Me doy cuenta de que soy afro desde muy chica. Con mi hermana íbamos a una escuela católica, donde las únicas afro éramos nosotras. Fue ahí donde vivimos “el problemita” de la discriminación, en primera instancia. Los chistes recurrentes de lxs compañerxs blancxs sobre el peinado que usábamos, eran el ataque diario. Me acuerdo del día que íbamos a tomar la comunión. Teníamos que usar el uniforme y un broche en la cabeza con la media cola. Imagínense mi pelo afro, lo difícil que era. Mi mamá nos hacía brushing para facilitarlo, pero el día de la comunión había una humedad tremenda, no me olvido más, mi pelo parecía un esponjal. Es que nuestro cuerpo afro es todo, desde el dedo hasta el pelo. Tengo motas, era imposible hacer la media cola exigida. Entonces, aparecía siempre la señal, la marca distintiva que señalaban desde la burla».
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Mientras Loana continúa con su relato entretejido entre la piel y el pelo, a todas nos queda una sensación de historia silenciada y que es necesario registrar, también, en lugares que trasciendan los márgenes de la comunidad afro, porque, fuera de esa frontera, es imprescindible. Giovana Xavier, en su artículo «Feminismo: derechos autorales de una práctica linda y negra», afirma sobre el tema: «En el diálogo, que también se refiere a protagonismo, capacidad de escucha y lugar de enunciación, hagámonos la siguiente pregunta: ¿qué historias no son contadas?, ¿de quién es la voz reprimida? […]». Esta cita resulta una evidencia más de que no todas las voces están presentes y desconocerlas es quitarles el derecho a la existencia.
En este sentido, Loana aporta una cuestión que es relevante, porque, cuando no se habilita la voz por la vía de los hechos, es necesario tomarla: «Yo intento hablar para explicar, pero fui una niña violenta, porque cuando no me entendían, mi táctica era ir al golpe y ahí me convertía en la niña con problemas de conducta. Sí, había un problema, algo estaba pasando que me provocaba, pero nunca nadie se enfocó en eso. Esas circunstancias me definieron, yo no me podía concentrar en clase, no podía estudiar, porque mi cuerpo y mi mente estaban en otra cosa».
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«Claro, estaba enfocado en sobrevivir al espacio en lo cotidiano —responde Fernanda— en el derecho a existir, eso ocupa mucho tiempo. En ese proceso te descubrís como una persona negra. Porque la diferencia de razas aparece, sobre todo, en el sistema educativo, a partir del momento en que alguien te dice que sos negra. Entonces, alrededor, se va formando ese contexto de la desigualdad en el que experimentás las consecuencias de lo que significa el color como una diferencia. En tanto seres humanos, somos distintos, pero uno se torna negro cuando empieza a entender que eso es una marca, un estigma que viene de afuera y te hace descubrir tu realidad».
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«Sí —continúa Loana— nuestro cuerpo siempre va a ser nuestro escudo, en el trabajo, en las calles. Sobre todo para nosotras, mujeres negras. Porque en el imaginario aún existe esa concepción de que ser una mujer negra es estar siempre caliente, que siempre querés y estás disponible para ellos y no. Mi cuerpo es mi resistencia. Estoy, con mi tamaño y con mi derecho a ser». La cuestión de la presencia, de la corporalidad en la calle tiene variables. Del deseo sobre esos cuerpos, vistos como un campo con derecho a explorar, a la inexistencia, donde el cuerpo se vuelve un territorio de choque. La forma de habitar los espacios, en ellas, termina siendo siempre de conflicto, porque la hegemonía blanca y heteronormada aún se comporta como colonizadora.
Nos queda la voz de María Mael, atenta, callada y siempre con una media sonrisa. En cierto momento rompe su silencio para contarnos su historia. «Yo me crié, afortunadamente, en el barrio Palermo, donde sí había una población negra importante y fui a la escuela Venezuela. Todos sabíamos que éramos del barrio de los negros, donde estaban los tambores. En ese contexto, también teníamos que tener cuidado, porque se decía que ir a escuchar tambores era peligroso, más si eras mujer. A las bailarinas se las considera putas. En mi familia, una tía fue quien nos abrió esa posibilidad. Contra toda resistencia del padre, ella empezó a bailar en el grupo Bantú, en el que sus integrantes “no eran tan negros”, porque también está eso, el racismo interno. Existe el negro “che” y el negro “usted”. Según tengan dos apellidos o uno, y marcan la diferencia».
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La intrahistoria, donde la resistencia también tiene que ver con la apropiación de los espacios por parte del varón, marca otro campo de batalla. Las llamadas han sido, históricamente, una fiesta. Su fiesta, que las mujeres afro debieron conquistar como un espacio de encuentros donde se tejieron las más importantes redes de amistad y sostén. En ese sentido, Loana aclara: «Las llamadas eran nuestras y las compartimos, pero ahora son un espectáculo para afuera. Incluso cambió el lugar original. A mí me duele que no se hagan más por Isla de Flores, porque ese era el espacio. Nos sacaron el lugar donde se hacían las llamadas y nos sacaron de nuestras casas. No somos nosotrxs quienes vivimos ahí». Es impactante descubrir en el relato de Loana, un proceso de gentrificación que ha corrido de su territorio a la población afro, redefiniendo la lógica del barrio y el objetivo de las llamadas.
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En ellas, vamos armando historias, que son muchas y que no logran ser abarcadas por un artículo. Son relatos que están allí, latentes, que quieren salir y reclamar su derecho a existir. Este espacio se vuelve minúsculo ante sus voces. Así como Fernanda, cuando llegó a la facultad, se preguntó dónde estaban, nos preguntamos también ahora, ¿dónde están sus voces, sus cuentos? ¡A dónde podemos ir a leer su poesía, su narrativa sobre cómo la forma del trenzado, por ejemplo, está asociada a un recurso que usaban las mujeres para no olvidar el camino que debían hacer y para guardar en ellos las semillas que necesitaron para sobrevivir? Las preguntas se acumulan y esperan respuestas.
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Mientras tanto, vamos cerrando esta nota con sus palabras: «… El tema es la negritud que media entre las relaciones humanas, el tema es cuando la persona racializada se para frente a eso y le hace ver a lxs otrxs que están mal, porque la interpelación duele…». «… El proceso es lento, y ver cabezas tan cerradas duele. Nosotrxs somos quienes siempre estamos en la línea de la resistencia. Desde la historia, desde cómo llegaron lxs afros a América hasta hoy… Pero todo va a mejorar, estoy segura».
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1. Djamila Ribeiro. Lugar de enunciación. Feminismos populares. Madrid: Ediciones Ambulantes, 2020.
2 Mizangas es un collar de protección formado por semillas distintas. Las integrantes de Mizangas son ese collar de protección formado por mujeres diversas.
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Ellas, rock y después
Texto por Roxana Rügnitz​​ / Fotografía por Mariela Benítez
Una mujer sana se parece mucho a una loba: robusta, colmada,
tan poderosa como la fuerza vital, dadora de vida,
consciente de su propio territorio, ingeniosa, leal,
en constante movimiento.
Clarissa PINKOLA ESTÉS
Mujeres que corren con lobos
En SobrEllas nos dimos tremendo lujo. Entrevistamos a dos mujeres poderosas, con un talento desbordante y generoso. Capaces de abrazarte con su voz. Ellas son Mónica Navarro y Alejandra Wolff.
Si el tema que nos atraviesa en este número está referido a lo que sucede con el arte cuando se prohíbe desde el sistema político, en este caso nos propusimos dar un salto, más allá de lo literal. Indagar en una forma de prohibición no enunciada como tal. Porque no se trata de una prohibición en términos efectivos, de un imperatum instalado desde el sistema y que se impone a todos.
Si una población no tiene la prohibición de ejercer tal o cual derecho, pero su alcance es dudoso en términos reales, ¿cómo se definiría? ¿Cómo analizamos el lugar de la mujer en el rock, cuando ha sido corrida del centro, siempre al lugar del coro, de la voz que acompaña, del cuerpo estético en escena? Porque podremos discutir la pertinencia del término prohibido pero lo que no podemos discutir es el gran vacío de mujer que ha existido en el territorio rock.
Sin embargo, hoy estamos ante dos singularidades. Ellas son mujeres, artistas, cantantes, han transitado los caminos del rock en nuestro país y son reconocidas. Ellas descubren el velo. Están presentes, en el sentido más sagrado de la palabra. Con el cuerpo y con la voz, lo dicen todo. Es cuando la entrevista se dispara, cobra, en ambas, una dimensión sutil, para abrir una puerta que era necesario abrir.
Se trata de Ellas, de sus experiencias, de tantas coincidencias.
Comienza Mónica diciendo: «Lo primero que me pasó fue ignorar mi situación de desventaja en el laburo de la música. No lo veía. Para mí era normal, ser un florero, verme bien».
Alejandra complementa la idea: «Tratar de encajar con el molde en el que se esperaba que encajaras».
Cualquiera que haya visto a Mónica o a Alejandra arriba de un escenario podría pensar fácilmente que nacieron en él. Que ocupan ese lugar sin ninguna resistencia. Pero las hubo y en sus relatos surgen como revelaciones de lo que representaron a lo largo de su carrera.
«Empecé a darme cuenta de las cosas hace muy poco ―dice Alejandra-—. Yo naturalizaba ciertas formas de vínculos porque era lo que había aprendido. Mucho tiempo después empecé a cuestionarme, a ver que sostenía determinados formatos, que favorecía lo hegemónico. De alguna manera, sostuve el sistema, ahora toca desarticularlo.»
Sucede que, en cada palabra, van poniendo luz sobre un problema que tiene demasiado tiempo ya. Ellas lo saben, lo han vivido y hoy lo problematizan desde la reflexión activa. Mónica piensa en las dificultades que ha representado navegar a través de mares que no le habían sido asignados con la misma naturalidad que a los varones.
«La verdad, no he conocido hombres que, honestamente, estén desarticulando sus conductas. Todo parece quedar más que nada en el título, en la cáscara. El sistema patriarcal es hábil, cualquier cosa que se le escapa, luego lo toma para usarlo a su favor. Entonces no sé si algunos varones toman una postura que hoy es más lo políticamente correcto, pero que en el fondo…».
En el fondo de las palabras de Mónica está la duda, una encrucijada que se sostiene en la experiencia de ser cantante en un mundo controlado por ellos.
Pero ellas existen. Ellas tienen un nombre que representa algo dentro del rock uruguayo. Han alcanzado un lugar como cantantes solistas. ¿Cómo vivieron el proceso? Algo de la pregunta le dispara a Mónica la necesidad de responder: «Arranco por la palabra solista, que es bien interesante. Para nosotras es muy culposa, porque hacemos nuestras vidas solas, naturalmente, pero cuando estás en ese lugar que conquistaste y que te mereces decir sola, ah, bueno, ahí arrancamos a maternar. Empezamos a agradecerles a todos los que nos dieron esa “oportunidad”. Agradecemos, mostramos al otro, nos volvemos a salir del centro. Yo reivindico la palabra sola. Tengo un proyecto sola. Mi proyecto solista se llama Mónica Navarro y soy yo, porque valgo, porque soy muy crack, pero no me está permitido decirlo porque parece que no está bueno tener una autopercepción copada».
Ale recuerda su historia y nos lleva con ella, a sus comienzos: «En mi caso, entré a la música haciendo el coro en La Chancha Francisca. Si, también siento que encontrar mi lugar fue complejo y tuvo que ver con lo que me permitieron y lo que yo misma también me permití. A mí me cuesta mucho afirmar que soy crack y sostenerlo. En ese proceso fui conquistando mi propio terreno. Sin duda, participé del aparato patriarcal. Hice todo lo que se esperaba que hiciera para sostenerlo y lo hice con amor, re contenta de la vida. Claro que pila de veces cedí espacios a otros por no haberme sentido capaz de asumir mis propias creaciones. Hoy estoy parada desde otro lugar. Me replanteo cómo pararme en cada proyecto». Cuando Alejandra habla, juega con las palabras, las dibuja con sonidos en el aire.
Algo de lo que cuenta Alejandra de su historia conmueve y, al mismo tiempo, rebela a Mónica y entonces salta con una expresión que muestra que algo en ella se movió: «¿Ves? ¡Ahí hay un tuco muy grande! Algo de lo que hablo mucho con mis alumnas. La exigencia que tenemos nosotras de cantar bien, vernos bien, hacerlo todo bien, es un combo perfecto para que nunca más, en tu puta vida, hagas nada. El sistema te pone en el lugar para que te mires y digas: no tengo la cara, no tengo el cuerpo, no tengo la voz».
Las escucho y pienso en la cantidad de rockeros a los que nunca jamás se les exigió una apariencia como un aspecto determinante del talento. Si hay un lugar de partida en esto de la música, ellas comienzan esa «carrera» con desventaja. Porque no es lo mismo pararte en un escenario convencido de que sos el propio y que ese es tu lugar, a sentir que estas en una constante prueba y que dar el «target» es una cuestión de valoración de un otro que no necesariamente está preocupado por tu talento.
Me pierdo en esa idea cuando la escucho cerrar con una afirmación que duele y sin embargo parece un lugar común para las mujeres: «Me siento una mujer rota. Estuve rota sin saberlo, por mucho tiempo, y me ayudaron a construir esos pedazos de mí que yo no entendía. Me ayudaron las pibas más jóvenes».
«Sí, eso me pasó a mí —dice Alejandra— Es como que te dan esos pedacitos tuyos para que te rearmes. Es tan importante ese sostén. Porque durante mucho tiempo nos tuvieron separadas, divididas, cuando los colectivos de mujeres son renutritivos. Como de tribu. Esa gente que te enseña y te transmite toda la sabiduría transitada por otras mujeres. Cuando te das cuenta de ese sostén que representamos, juntas, es alucinante».
Hay algo de una unidad que nos atraviesa y que logramos entender cuando nos descubrimos como parte de esa tribu de la que habla Alejandra. Somos un cuerpo que late con la fiereza de existir sin las normas que otros han creado para adormecernos. Esa visión es plena y nos despierta a otro nivel de conciencia vinculado al amor. Hay algo de novedoso pero ancestral en ese concepto. Mónica lo define. Habla de un encuentro que tuvo unas horas antes, con una amiga. Recuerda que se abrazaron y que hablaron del machismo y las listas de los varones violentos en todas las ramas del arte. Mientras habla del encuentro, Mónica también habla del amor: «[…] Entiendo que el amor que sentimos es un amor político. Amar simplemente es poco. Los afectos o las roturas se transforman en conocimiento al servicio de otras mujeres».
En el proceso de construcción de una historia personal, siempre hay un verbo que nos atraviesa. El verbo llegar, que suele desvirtuar el camino. ¿Qué representa llegar a ser, en su universo, lo que son hoy? Alejandra responde pensando en los costos del resultado: «Es un proceso con muchas posibilidades de pérdida, porque la transformación personal te obliga a moverte, salirte del lugar cómodo, comprender que no es por ahí. Eso siempre implica un riesgo».
Mónica reflexiona desde la palabra de Alejandra, no en un sentido opuesto, sino complementando la idea: «Al final no hay tal pérdida. Hay mucha más ganancia, pero para el patriarcado es más redituable el sentimiento de pérdida. Nos hacen ver entre nosotras como competencia. Nos enfrentan para que “el amo”, que tiene a sus preferidas, obtenga sus ganancias, mientras te hace creer que te eligió a vos, por encima de otras». Y ahí está la clave, las sombras en las que las mujeres quedan apartadas del centro, como una suerte de clandestinidad a plena luz.
Estoy atrapada en el relato de ambas. Son dos mujeres plenas, llenas de recursos, ávidas de formar parte activa de los cambios paradigmáticos. Les cuento un secreto: ellas ya lo son. Dan testimonio de lo que representó querer ser y existir de acuerdo al parámetro fijado por otros, en el universo del rock. Hoy están plantadas en la fuerza de su talento, en la convicción de que hacer es sembrar —como otras también sembraron en ellas— para salir de las sombras.
Mónica, en ese arrebato tan suyo, lleno de energía de la buena, redefine el asunto: «El arte es la sombra» y nos deja algo absortas porque, claramente, estamos atravesadas por un paradigma que lee la sombra como lo negativo. Se instala en esa idea, extraña, distinta, que nos complejiza y es necesario que lo haga.
Entonces postula la idea de la luz como una herramienta que viene de la hegemonía y que decide qué iluminar de acuerdo a su posición ideológica. El arte existe más allá de cualquier foco externo. Es una fuerza que transcurre por todos los recovecos y, tal vez, allí reside esa idea del arte como una sombra. Porque existe más allá de la forma.
Alejandra y Mónica han demostrado que cualquier fuerza externa que venga a tratar de impedirles ser, simplemente logra potenciar su naturaleza artística. Amplificar sus recursos de la manera que sea necesaria para usar el arte como una acción política: porque ellas en un escenario son una expresión política de lo que es posible.
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Ellas en el espacio público
Texto por Roxana Rügnitz​​ / Fotografía por Mariela Benítez
“A medida que las mujeres adquirimos mayor protagonismo como sujetos sociales, se vuelven más evidentes las estrategias de discriminación. La discriminación de género como toda otra discriminación se fundamenta en la dinámica del poder y es atravesada por él en todas sus dimensiones”
Ana Soledad Gil- Revista científica de psicología.
Ellas, están en todas partes. Son una fuerza inagotable de creación pero sobre todo, son un movimiento de insistencia y resistencia.
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Una de las formas más terribles del silencio ha sido reducir el valor de la palabra del otro, disminuyendo el sentido de su existencia. Si partimos de la palabra desde una perspectiva mítica y original, será necesario observar el sentido genésico que le han dado todas las culturas. La palabra pronunciada es creadora, por lo tanto lo que la palabra no dice, no existe.
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Ellas han existido históricamente detrás del Él. Fueron absorbidas por la lengua, como una estrategia política que definió su lugar en la historia.
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Para que los roles se naturalizaran, de manera incuestionable, fueron creados relatos magníficos por medio de los que se impuso una heteronomía económica y una erótica, que fijarán el valor humano de acuerdo al género, como un principio de verdad. Relatos que han atravesado los tiempos, instalándose en el inconsciente colectivo, hasta tal punto que se ha aceptado, pasivamente, el lugar asignado de acuerdo a una naturaleza sexual. Mientras recorremos los primeros años del siglo XXI, asistimos a una generación de mujeres jóvenes que tomaron la palabra como señal de cambio. Nos asaltaron con el “Mee Too” y con “El violador eres tú”, como registro de una nueva voz que dice basta.
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Hoy, SobreEllaS se encuentra con esas jóvenes y adolescentes, entre 15 y 19 años, para descubrir en sus palabras, cómo es ser mujer y habitar los espacios públicos.
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Cuando comenzamos la entrevista, la propuesta resulta un disparador inmediato. Debemos acotar que sus diferencias de edades, no fue un factor observado como indicador de posibles respuestas distintas, ya que todas ellas apuntan a un mismo problema: el miedo al acoso.
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De inmediato subrayan la diferencia que implica transitar esos espacios si no se es parte de la población privilegiada: varón, cis, hetero y blanco -de acuerdo a su descripción. Estas categorías anuncian una realidad, determinada por varias barreras invisibles que redefinen la cuestión de lo público.
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El análisis varía, entonces, dependiendo del ángulo desde el que se ve la realidad. Los espacios públicos siguen siendo un riesgo si sos mujer o disidente, porque el peligro no se circunscribe sólo al genérico asalto, sino que implica, además, una exposición cotidiana, de lo que ellas llaman “constante acoso callejero”. Salir a la calle representa, para ellas, una serie de acciones previas. Pensar en el camino que van a hacer, en la ropa y en la posibilidad de ir siempre acompañadas.
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Para mí significa estar alerta. Lo que es muy agotador, emocional y físicamente. Tenemos que hacernos fuertes para sobrellevarlo. Las palabras de Luna, instalan el problema de forma concisa.
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Renata redobla la apuesta sobre el tema cuando dice: En los baños públicos, por ejemplo, no me siento cómoda porque pueden entrar varones o cuerpos con pene, para ser más clara, y no sé cómo podrían comportarse, la duda, sobre ese otro amenazante, siempre está presente como una marca que les recuerda el peligro.
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Mientras hablamos con ellas, con todas, vamos descubriendo que las formas de habitar lo público depende del cuerpo, de la estructura externa que se posea o que se haya construido desde la identidad, para definir un tránsito de mayor o menor libertad.
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Entonces aparece ese tema de la libertad como un parámetro problematizado si el cuerpo no responde a la categoría hegemónica.
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Ellas instalan el concepto de la opresión en esos espacios, especialmente cuando están definidos desde lo sexual. La hipersexualización de nuestros cuerpos, la inseguridad que sentimos en relación al manejo de nuestra apariencia. Resulta muy difícil liberarse de esos roles estereotipados: lo lindo, lo atractivo, lo que está dirigido a la aprobación masculina.
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Estos formatos, instalados culturalmente, son un artificio tan bien diseñado que, aún las más jóvenes, feministas, conscientes de la necesidad de ser parte del cambio, reconocen las profundas dificultades que representa escapar de la norma, de la reproducción de una estructura violenta, más allá de las consecuencias. Pensar sus cuerpos desde un lugar estético, personal, sin que por eso aparezcan como muñecas de una eterna vidriera para el regodeo de las masculinidades, supone un esfuerzo permanente.
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Mi principal miedo es que esto nunca se termine. Que siempre sean ellos los primeros en ser escuchados, en ser defendidos, que estemos tan vulnerables que ni siquiera podamos decir nada de la violencia que sufrimos porque entonces nos convertimos en las malas. He sido acosada tantas veces en la calle y mi único recurso es llamar a mis amigos, llorando.
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Mientras cuentan sus historias, recuerdan y la tensión vuelve, con la memoria del cuerpo. Tal vez por eso aflojan en una exhalación cuando hablan de la red de apoyo que han tenido que generar entre sus pares.
Les pregunto si piensan que, de alguna manera, esta realidad está cambiando. Si ven alguna posibilidad de transformación del paradigma en el que la igualdad de oportunidades sea posible.
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El ejercicio que hacen es temporal, comparativo. Miran hacia atrás en la historia, piensan en sus madres y entonces dicen que desde esa perspectiva, se observan cambios importantes. De todos modos, hay un “sin embargo” en ellas. La historia no está cerrada.
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Todavía hay mucha misoginia, mucho machismo. No solo en las personas grandes, también entre los de nuestra edad. Muchas personas que no saben y no se cuestionan nada, que es lo más importante para deconstruir este paradigma. Es fundamental hacer una revisión de nuestros actos, de nuestros pensamientos tan inculcados porque nacemos con ellos, nos socializan con ellos.
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El silencio, por momentos, surge como una búsqueda de ideas. Quieren decirlo todo, porque no es fácil hablar en un mundo adultocéntrico y de varones, en el que la palabra es un recurso de poder.
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“Manspleining” repiten. La validación de la voz masculina se convierte en la hegemonía de las opiniones – afirman. La respuesta aparece subrayada por la frustración y el enojo. Estos aspectos son fuertes indicadores de todo lo que nos falta aún. Pienso que la nota va a quedar con un registro de agónico pesimismo, en las palabras de jóvenes mujeres que parecen resignadas a no ver los cambios y sin embargo son ellas las que detienen mi pensamiento con la firmeza de su voz.
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La lucha feminista nos ha permitido llegar donde estamos. Este es un viaje de ida. Entender un montón de cosas desde la perspectiva feminista te cambia la vida y no volvés a ser la misma. Cada uno tiene su proceso personal, por eso estamos en distintos niveles de deconstrucción. Hay que ser pacientes en ese sentido, pero también exigentes, porque así se procesan los cambios.
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Falta entender cuál es la posición del hombre con respecto a esta problemática y entender que deben luchar contra su propio privilegio.
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Somos el sujeto político de la lucha feminista y ellos, si realmente les interesa erradicar el patriarcado, deben hacer sus propios planteos, hablar del micromachismo, identificarlo para superar la violencia.
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Me quedo con sus palabras, con sus propias definiciones del proceso histórico. Me quedo con la extraña sensación de injusticia, cuando hablamos de las adolescencias como personas a las que no les interesa nada y de pronto, si les damos la oportunidad de la palabra, nos aclaran un par de puntos al respecto.
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Me quedo con la cuestión del uso diferenciado de los espacios públicos. Con el miedo injusto. Con la sensación de no tener garantías ante la mirada, la prepotencia verbal, o el intento de abuso del otro que cree que ellas están allí, para eso.
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Me quedo, más que nada, con la fuerza prodigiosa de estas mujeres que conocen su realidad y tratan de incidir en ella.
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¿Lo último? Lo último es para el otro, el que habita los espacios públicos sin la conciencia del miedo ajeno. Les propongo una cuestión: Identificar los comportamientos que deben ser modificados para ser agentes transformadores de la historia.
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Gracias a Luna, Renata, Azul, Dafne y tantas otras que no pudieron dar sus nombres porque el miedo, es poderoso y sigue vigente.
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Deshabitando el silencio
Texto: Roxana Rügnitz​​
“El mudo quiere hablar pero no puede; el que calla puede hablar pero no quiere, y es, precisamente, ese carácter de elección voluntaria el que carga de significación el silencio” C. Amorós, 1991
Foto: Mariela Benítez
En una tarde mansa del mes de mayo, nos encontramos con tres mujeres para quienes mayo representa algo más que un marco temporal. Ha llegado a ser, a través de los años, un espacio mítico, definido por el silencio.
El hecho de escribir sobre el silencio es, en sí, un acto brutal que violenta su propia esencia. Mientras lo hago pienso en ellas. En la historia que las atraviesa. Pienso en sus voces como manifiesto de lo que pasó. Reviso mis apuntes, tacho y vuelvo a escribir, ninguna pregunta es suficiente, nada de lo que diga podrá tener la dimensión justa para abrir las ventanas de su memoria.
Hoy, este encuentro me conmueve en lugares que no sabría explicar. Debo romper un silencio, el mío, como un espectro invasor que pide permiso para entrar. El de ellas, como un acto reflexivo que interrumpe un antiguo silencio, desdibujado, inseguro, escondido en otras historias, el silencio del después.
El espacio lleno de los aromas del arte y del café, servido en las pequeñas tazas del Sorocabana, nos acoge. Las miro y trato de imaginar las que fueron en aquel encierro y lo que son, entre lo humano y lo simbólico. ¿Ellas son conscientes de eso? Sospecho que lo voy a descubrir en el encuentro.
Hoy, en SobreEllaS hablamos con Antonia Yáñez, Isabel Trivelli y Graciela Nario.
El inicio de la entrevista trata de buscar un registro de ideas y explicaciones previas como para ir acomodando el cuerpo.
Pienso en mi primera pregunta. La rebusco en mis apuntes, quiero sonar inteligente, quiero que esa voz que interrumpe el silencio tenga sentido y sin embargo, me doy cuenta de mi torpeza. Les propongo dos silencios.
El silencio del encierro y el silencio en libertad. Ese binomio que podría conducir al silencio represivo de la prisión y otro, de alivio en el afuera, se invierte aquí o se complejiza. Son esos silencios los que les despierta la memoria y entonces hablan.
Foto: Mariela Benítez
Empieza Isabel. Una voz calma y precisa que va armando con sensibilidad el relato y nos instala en la vivencia de sus silencios, “desde la militancia hasta el encierro y la salida, la cantidad de encierros y silencios que hemos ido atravesando!!!!”.
Me doy cuenta de que soy una testigo privilegiada, que lo más valioso en ese encuentro es verlas, sentadas, compartiendo con generosidad, una charla entre viejas compañeras y me callo para que sean sus palabras las que habiten el espacio.
Graciela, revolotea sus ideas y dice: “los silencios de la militancia nos marcaron. En dictadura teníamos que silenciar lo que hacíamos, lo que pensábamos y lo que éramos. Vivíamos esa dualidad, por un lado la vida de lo cotidiano, lo “normal” y por otro lado lo que hacíamos convencidas de alcanzar una utopía”. En sus palabras hay un registro de lo que aún no hemos elaborado. La historia reciente aún nos late demasiado cerca, parece que hemos elegido los silencios, las margaritas en los muros, mientras escondemos estos relatos en las voces de sus protagonistas, sin más. No lo sé, es más una idea, un impulso lo que me hace decir esto, movida por la rabia de una deuda abierta.
“En la época de la dictadura, los grandes silencios estaban acompañados de grandes ruidos” – afirma Graciela- “en el encierro necesitábamos comunicarnos entre nosotras para saber qué le estaban preguntando a la compañera de al lado pero estábamos muy vigiladas, así que nos vimos obligadas a generar un sistema de comunicación y aprendimos a hablar con los dedos”.
Las tres se miran, y un subtexto recorre esas miradas, “cuando estás en el calabozo, el silencio que importa, es el que te permite oír lo que estaba pasando en el calabozo de al lado. También estaban los ruidos de los represores frente a nuestros silencios”.
Isabel asiente y agrega, “el calabozo donde estábamos era bastante silencioso. Al final del pasillo había una reja y el ruido de esa reja marcaba todo. Mientras esa reja estuviera cerrada, estábamos tranquilas, pero cuando alguien tocaba esa reja, su ruido lo cambiaba todo”.
“Y había otro silencio” interrumpe Graciela, “cuando estábamos en el cuartel con otras mujeres, éramos como cuarenta, algunas estaban con sus bebes, decidimos acallar nuestras voces pensando en esos bebes para quienes no podía ser bueno cuarenta mujeres hablando. Entonces elaboramos un sistema para hablar poco y bajito”.
Isabel recuerda otra forma de silencio distinta, el silencio de la clandestinidad y la mira a Antonia.
“Sí, el silencio de la clandestinidad dependía de las circunstancias. Muchas veces había que cumplir con los silencios del “aquí no habita nadie””, Antonia, la militante, la ex presa, la de la clandestinidad no deja de ser también la profesora de literatura que llena su relato de imágenes poéticas. La idea de una casa en la que hay una habitación “vacía”, me lleva, inevitablemente, al cuento de Cortázar, “Casa tomada”, no sé por qué, pero me imagino esa historia, desde el lugar del que habita sin habitar. “En esa casa había una habitación prestada, la casa seguía funcionando para el mundo, pero en la habitación no había nadie. Luego, la presencia de los niños en esas situaciones era otra cuestión. Tuvimos que hacer malabares para encontrarme con Pedrín, generar un contexto apropiado para él. Tantos momentos en que tuviste que silenciarte, es difícil explicar realmente qué significó entrar en la clandestinidad y que te detengan un día y entonces todo se acabe”.
“Cuando caés, el silencio podía ser tan fuerte como la palabra. Pienso en la cárcel, el ruido de la tortura, sí, pero también el ruido del ablandamiento”. La voz de Antonia nos devuelve a un lugar que bien podría ser el de un cuento. Cuando su represor instala la negociación, surgen las letras: viene el Quijote a rescatarla en medio de un acto brutal. Recuerda discutirle el tema de la negociación a partir del capítulo 4 del Quijote, para demostrarle que no era posible negociar entre desiguales.
Foto: Mariela Benítez
Las palabras van tejiendo, en ellas, íntimas memorias y continúan. Hablan de los encuentros en el Penal, de las diferencias de voces y silencios entre las que llegaban y las que estaban hacía tiempo, de las herencias de la ropa y de la importancia de la salud. Aprender a cuidarse en espacios reducidos donde sólo había un baño, como una forma de resistencia, de no mostrar debilidad.
El silencio que no demoró en llegar, fue el silencio del cuerpo, de lo que significó ser mujer en prisión. Un silencio que primero estaba en ellas, en el hecho de no hablar de lo que les había sucedido. Ni siquiera en el encierro hablaban del cuerpo, de lo sexual. De pronto Graciela trae una imagen, “éramos cuerpos con capucha” y en esa frase, desaparecen.
Isabel recuerda que el tema sexual lo pudieron hablar, mucho tiempo después de haber salido. La pauta era otra, afirma Antonia. Hablar de política, del documento Santa Fe, pero no de ese tema. La salida las arrastra a otro silencio. Lo que les había pasado no importaba. No era significativo frente a las desapariciones, frente a las muertes. Las palabras sellaron un relato: “a nosotras nos pasó lo mismo que a todos”.
Veinte años después de la salida, aparecerá la necesidad del encuentro y la memoria. Ese será un encuentro de ellas, a solas, porque su historia, dirán “¿a quién le va a importar?”. “Nos callábamos para no ser víctimas ni heroínas”, esas palabras me golpean con fuerza las entrañas.
Las imagino en ese otro encierro, el de la libertad. El encierro del no hablar porque no era importante, porque había otras cosas que hacer. Las pienso, a todas, en un auto exilio que tardará veinte años en salir a la luz. Como resultado de aquellos encuentros, de voces privadas, aparecerán varias publicaciones que serán el registro público de la memoria de todas esas mujeres.
Llegará luego, el tiempo de las denuncias judiciales. Sólo 28 mujeres denunciaron de todas las que eran. Ante ese número, Antonia puntualiza, “este fue un problema de todas las mujeres que fueron detenidas y todas las mujeres lo saben”.
Ahora que estoy, en la seguridad de mi casa, elaborando esta entrevista, decidiendo, como si se pudiera, qué incluir en la nota, me vuelvo a ellas, sentadas, hablando, teniendo el valor de decirlo todo y de volver a hacerlo presente.
Me quedan latiendo en la memoria y el pecho, las palabras. Me queda la imagen del asombro de Antonia cuando cae y se encuentra con compañeras que estaban allí desde el 72. Me vuelven las palabras de Isabel diciendo, “no les interesábamos desde el punto de vista político, ellos hablaban de nosotras sobre si estábamos buenas o si éramos flacas”. Me asalta la rabia de pensarlas encapuchadas, desnudas, con sus manos atadas atrás y expuestas ante sus represores. Cuando pensamos en verdad y justicia, hay muchos más silencios de los que podemos imaginar. Hay muchas verdades aún no dichas, no escuchadas.
Mientras el reportaje se va acabando, Isabel apunta “nosotras también tenemos que ir desapareciendo de la escena, porque la memoria no es nuestra. No es nuestro patrimonio”.
Y las tres concuerdan. Reafirman una convicción, la idea de que hay una fuerza en los más jóvenes que las llena de una esperanza que parecía perdida.
Hoy sostenemos la memoria, como un símbolo, pero ¿qué hay detrás de ella, de qué se llena esa memoria? Debemos resolverla como sociedad, es una deuda, un vacío que aún permanece en estos puntos suspensivos….....
Foto: Mariela Benítez
SobrEllaS
Texto: Roxana Rügnitz​​
Quiere ser un espacio donde se descubran las huellas, no siempre reconocidas, de las mujeres que tienen algo para decir.
Allí están, siempre,
en algún lugar del territorio están.
Con sus manos ajadas
con sus ojos cansados
con la piel acordonada
entre la fe y el rencor
Están ellas.
Aquellas mujeres
creadas
de barro y de viento
marcadas con el ancestral sello del pecado
Aquellas mujeres desvestidas, arañadas, soñadas, inventadas... cuerpos alienados
de una historia
que no las contó
Serán un recuerdo?
Serán ilusión?
Han sido vasija para otros
Deshilachadas caricias
En el territorio de su cuerpo
se batieron todas las batallas
Sus manos tejen
canciones y silencios
Han esperado tanto tiempo
Han anclado tantos deseos
Han compuesto sus versos, en pieles ajenas
pero allí siguen, siempre
Son Ellas, atravesando los mares de la historia
sembrando secretos
siguen allí
capaces de crear y transformar-se
porque sus puertas
fueron cerradas
en la noche de los tiempos
para impedir la voz
entonces esperan
alimentando un coraje escondido
esperan
Hoy somos ellas
y somos otras
En estas fronteras serán sus palabras un poco de agua
que alivie el dolor
​
Foto: Mariela Benítez